En ocasiones, las exigencias para el bautismo han llegado a ser excesivas. Y el bautismo tenemos que verlo como lo que es, un regalo de Dios. No podemos pedir en exceso a la persona que viene a bautizar a un niño
(Yarelis Rico, en Palabra Nueva).- Es un hombre de carne y hueso, como otro cualquiera, con tristezas y alegrías acumuladas, ansias de paz y armonía, con sueños y con un amor hacia la Iglesia y Cuba que le sale por cada poro de su piel. Querido por muchos, incomprendido por otros, Jaime Ortega Alamino es el único cardenal que tienen hoy los católicos cubanos y es, además, arzobispo de La Habana desde 1981.
Aunque prefiere que lo identifiquen como el párroco que, según afirma, nunca ha dejado de ser, el cardenal y arzobispo se acepta como una persona de diálogo, no un diplomático. «Y el diálogo -dice- es el nuevo nombre del amor». El presente y futuro de la Iglesia y de Cuba acude como constante ruego en sus oraciones y reiterado tema en sus homilías, declaraciones y en las conversaciones que no teme entablar con sus fieles católicos o con cristianos de otras denominaciones, también con comunistas o con ateos, con hombres y mujeres de derecha o izquierda, con emigrados, políticos, congresistas o economistas.
Con setenta y ocho años y ya presentada su renuncia por edad al Papa, según estipula el Código de Derecho Canónico, el cardenal Jaime Ortega insiste en que la Iglesia debe arriesgarse en una misión cada vez más comprometida hacia fuera de los templos.
Una primera razón condiciona este intercambio: el más reciente Consejo Pastoral de la Arquidiócesis de La Habana, donde se reflexionó sobre la misión evangelizadora de la Iglesia en Cuba. En este encuentro usted aseguró que «lo más difícil en cualquier renovación es el cambio de mentalidad». Su Eminencia, ¿tiene la Iglesia en Cuba la necesidad de renovarse? Si así fuera, ¿en qué aspectos lo haría?, ¿existen las condiciones para esa renovación?
«Yo creo que se necesita una capacidad nueva de interiorizar muchas de las cosas que en el mundo de hoy nos hablan, nos interpelan y esperan de parte nuestra respuestas y actitudes diferentes. No es cambiar el dogma, no es cambiar la fe, se trata de saber lo que significa vivir esa fe en un momento dado de la historia. En esa dinámica, la Iglesia cubana y universal debe renovarse, cambiar, pero no un cambio revolucionario en el sentido original de la palabra, de un volverse todo al revés, lo cual es siempre preocupante para muchos. El cambio debe ser más bien evolutivo, progresivo, en la dirección de apertura al mundo de hoy. Fue lo que intentó el Concilio Vaticano II y lo que se ha pretendido en estos más de cincuenta años postconciliares y que debe lograrse siempre en cotas crecientes.
«Según las perspectivas que nos abre el pontificado de Francisco, los cambios de mentalidades son necesarios, imprescindibles, diría yo. Esa transformación o apertura del pensamiento no coincide con las edades de las personas, sino con su disponibilidad para acoger lo que el Papa llama ‘las sorpresas de Dios’, lo que en la historia irrumpe de pronto y nos hace ver que el rumbo debe enderezarse, que debemos tomar nuevas decisiones. Para ello hace falta una concepción diversa acerca del futuro, de la realidad, de cómo se ha vivido hasta hoy.
«Dijéramos, en cuanto a la Iglesia, que su acción pastoral debe enrumbarse, una realidad que exige en la mentalidad del cristiano una disponibilidad al cambio. Nosotros contamos siempre, y esa es nuestra fe, con la acción del Espíritu Santo, esperamos que él ilumine nuestros corazones. Preguntado por un periodista acerca de cómo había enfrentado la nueva realidad de verse fotografiado continuamente y de sentirse rodeado todo el tiempo por la gente sin dejar de mantener una sonrisa de acogida, cuando quizás pudieran tener la imagen de que era un hombre de mucho orden, trabajo y entrega, pero sin esa capacidad relacional tan extraordinaria que hoy muestra, el Papa respondió: ‘Es cierto, he cambiado, es la acción del Espíritu Santo’. La Iglesia siempre confía en la acción del Espíritu.
«Es común observar esa especie de temor ante cualquier tipo de transformación no solo dentro de la Iglesia, en otros campos, como el político, también. Lo hemos visto en Cuba ante la nueva mentalidad que exige la realidad de hoy. Las autoridades más altas de la nación han expresado que es difícil ese cambio de mentalidad en las personas para comprender que estamos enfrentados a épocas nuevas y muy cambiantes. Yo me refería en el Consejo Pastoral a que debemos trabajar en el tipo de educación a los niños, en el tipo de formación catequética, de formación en la vida cristiana de esos niños, todo esto hay que transformarlo. Hay frases que por repetidas se nos vuelven comunes y hasta ‘normales’. Por ejemplo, ‘hay que cuidar a los niños porque ellos son el futuro de la Iglesia’. Y los niños no son el futuro de la Iglesia, los niños son Iglesia. La Iglesia está formada por niños, jóvenes, adultos, ancianos. No es cuidar para asegurar el futuro, es que ellos son presente y parte de la Iglesia. Tanto el niño, como el adulto, tienen que aprender a ser discípulos misioneros, pero cada uno desde su condición. Ese es un cambio que pareciera sencillo y no es fácil que cale».
El propio Papa Francisco ha insistido en que debemos dejar de ser una Iglesia referencial, encerrada en sí misma y salir hacia las periferias existenciales. La Iglesia en Cuba, desde el ENEC, acontecimiento en el que usted participó de manera muy comprometida, es una Iglesia «en salida». Desde esta experiencia que ya la Iglesia nuestra ha vivido, ¿cómo considera que debe producirse el encuentro con estas «periferias existenciales» que el Papa menciona? ¿Tiene identificada la Iglesia en Cuba cuáles son nuestras «periferias existenciales»?
«Las periferias no coinciden, diríamos, con las cinturas de miseria material que puedan existir en todo país, en toda ciudad. No son simplemente geográficas, delimitables como en un mapa. Como Iglesia, nos es necesario un plano de tipo social que nos permita identificar que tenemos personas periféricas en el trato nuestro con respecto a lo que es el mensaje cristiano, a lo que es la misma fe, a lo que es la presencia de un cristiano en el mundo, a lo que es el mensaje de paz y de reconciliación que trae la Iglesia. Hay quien es totalmente ajeno, distante y hasta ve con sospecha a la Iglesia.»
Condicionamientos históricos, malos testimonios de cristianos, una vieja mentalidad, dura o poco abierta, una Iglesia muy encerrada en sí misma por distintas razones, a veces por autoprotección ante un medio que le es hostil, ha propiciado que tengamos personas extrañas a la Iglesia y que, al mismo tiempo, están muy cerca de ella. A pocos pasos de un centro o una casa parroquial, encontramos personas que se sienten a gran distancia de ese lugar, no hemos sido capaces de tender un puente o salir a encontrarnos con el otro.
«Salir a encontrarnos no es emprender un gran viaje o desplazarse kilómetros, sino, simplemente, salir de uno mismo para ir al otro y darnos cuenta de cuáles son sus necesidades, sus expectativas y hasta sus prejuicios, para compartir con él la alegría, todo lo humanamente aceptable que llena a una familia. En todo esto hay una manifestación de ‘soy como tú’, ‘estoy a tu lado’, ‘comprendo tu sufrimiento’, ‘acudo a tus necesidades cuando puedo’, ‘te tiendo una mano’, ‘te miro con simpatía’, ‘no tengo en cuenta tu rostro, tu estado de ánimo, si llevas una cara seria’, ‘yo quiero romper ese muro’. Ahí están las periferias. La misión hoy empieza enfrente de la casa parroquial.
«La Iglesia en salida es una Iglesia que no se hace extraña, que no se hace muy autosuficiente. No es una sociedad cerrada que se contenta con admitir socios para que se sientan bien y no quieran ser molestados y disfrutar entre ellos algo que solo ellos comparten. Eso no es la Iglesia. Un profesor sueco de Religión Comparada pasó una vez por La Habana y quiso hablar conmigo. Me dijo: ‘Yo le he preguntado a los jóvenes de Cuba lo que significa la Iglesia para ellos, ¿y sabe lo que me han dicho?’. Le pregunté dónde les había encontrado e interrogado y me respondió que en el Malecón. La respuesta de los jóvenes fue más o menos esta: ‘Si la Iglesia supiera lo que significa para nosotros, se acercaría más a nosotros’. No llegamos hasta ellos, es verdad, hay un muro de separación entre ellos y nosotros que debemos romper».
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