Y, entre tanto, ahí camina la Iglesia, a la que pertenezco, algo así como "a mí que me registren"
(José Ignacio Calleja, teólogo).- La convulsión social en que vivimos, está diciéndonos que las condiciones de una democracia real son personales e institucionales, desde luego, y estructurales, sin ninguna duda. La propiedad privada, el mercado o el estado han de ser el primer objeto de todos los controles sociales. Si estas instituciones no son negociables, todo se reduce a cambiar algo para que nada cambie.
Porque la democracia son personas con «actitudes justas», cosa que podemos pedir pero no imponer; «reglas comunes justas», cosa que sí podemos exigir e imponernos; «objetivos humanos justos», cosa que sí debemos desear y exigirnos; y «condiciones materiales mínimas de igualdad de oportunidades», cosa que es irrenunciable verificar.
En lo concreto de la vida política cotidiana, las «reglas justas» son el instrumento de justicia social más fácil de verificar, pero «unas mínimas oportunidades iguales de vida» son «irrenunciables» para que las reglas justas funcionen. Y estas oportunidades mínimas son a todas luces incompatibles con los mercados, los propietarios y la política como hoy se dan. Tienen que entenderlo. ¿Es esto la lucha de clases? Es la realidad.
Si las «reglas justas» no pueden ni aproximarnos a una mínima igualdad en la vigilancia y control de la sociedad, sobre los distintos modos sociales de crear y acumular riqueza; si por causa del mercado libre, la propiedad legal y el estado legítimo, hay que callar sobre qué riqueza, cómo se logra, a dónde va y de dónde viene, cómo se compensa el esfuerzo de todos, que relación guarda con los pueblos más débiles; qué oportunidades de vida digna da a quienes se esfuerzan en ello y a los más débiles; qué uso damos a los bienes comunes de la humanidad; que transparencia mínima tiene la gestión de los bienes propios y el uso de sus frutos…
Si todo esto no puede ser preguntado, si la política democrática no tiene cauces para gobernarlo «mínimamente», si los mercados financieros y los grandes propietarios nos dictan el futuro, si esto es la democracia moderna, entonces ¿de qué puede quejarse la clase política cuando concentra sobre sí todas las iras?, y ¿debemos aceptar la conciudadana con esos poderes económicos que escapan a toda comparación con los demás en derechos y deberes?
No. La democracia tiene que regenerarse en la igualdad mínima y efectiva de sus ciudadanos, ¡también material! frente a la formalización extrema que la devora y aliena. Me sorprende que mucha gente no pueda entender que, en las presentes circunstancias, un movimiento social alternativo es una necesidad, moral y política, de la propia sociedad democrática para sobrevivir.
No estoy seguro de que los grupos sociales más poderosos vayan a pagar este precio. Que no lo desean, lo sé; que lo vayan a permitir, será muy difícil. Pero que nadie peque de ingenuo. El dinero no es partidario de Gandhi ni de Jesús de Nazaret. No acepta sus caminos en la vida y menos si le cuestan algo importante. Y aquí estamos hablando de algo muy importante, de una revolución en la propiedad, el mercado y el Estado. En las conciencias, también, pero en esas estructuras, sin duda. Así que hay que medir bien los pasos y acciones.
Y, entre tanto, ahí camina la Iglesia, a la que pertenezco, algo así como «a mí que me registren,… tengo las Cáritas, y no es poco». Más allá, «cosas del mundo y de la falta de fe en Dios», pero «¡cuidado con la revuelta social que se sabe cómo empieza y no cómo termina… el pacto y la concordia son lo mejor para todos!». Sobre la propiedad, los mercados, los estados, las organizaciones multilaterales… los grupos financieros, los fondos de capitales, las familias más representativas, etc. «silencio», es «el mundo». Un mundo sin Dios y en crisis espiritual. (Es muy poco, ¿no?). Paz y bien. Un poco más no parece que nos sacaría del Evangelio, ¿verdad?