El propio proyecto de la Unión Europea constata las estrecheces de la soberanía territorial
(José M. Aparicio, profesor de Teología de Comillas)-. Las negociaciones que han tenido lugar esta semana en Bruselas para el establecimiento de los cupos de refugiados acogidos en Italia y Grecia nos ha dejado una serie de conclusiones que requieren revisión y un populoso titular que es preciso desentrañar.
En los medios de comunicación social y las redes ha dado la vuelta la metáfora sugerida por el Ministro de Interior Fernández Díaz quien trataba de describir la situación como «una casa con muchas goteras que inundan varias habitaciones«. Para precisar que en la gestión se opta por «distribuir el agua entre habitaciones en lugar de taponar». Honestamente, no quisiera hacer demagogia con una expresión que, a buen seguro, habría que situar en un contexto y no es la intención de estas palabras entretenerse en distracciones.
Pero sí me parece interesante el concepto de «casa» para la discusión.
Quisiera centrar la atención en la distinción de «casa» y de «hogar», no es lo mismo. El primer concepto se refiere, en el uso popular del español, a la edificación. Quizá, incluso, al lugar compartido con otros. Sin duda a un lugar que denota propiedad. Confirmando esta hipótesis, las tres primeras acepciones del término en el diccionario de la RAE comienzan con la palabra «edificio».
Sin embargo, cuando queremos referirnos a una descripción que integre elementos afectivos e identificativos, solemos preferir el término «hogar». Para la RAE, en la segunda acepción, se trata de «la familia o grupo de personas emparentadas que viven juntas». Las casas se construyen, los hogares se crean. Las primeras presuponen espacios compartidos, los segundos un vínculo común. No es lo mismo.
Metafóricamente, parece que el uso de «casa» es el apropiado para referirse a los términos de las negociaciones que se han llevado a cabo. En el trasfondo, los dramas del Mediterráneo y la barbarie de las noticias relacionadas con el yihadismo que se han traducido en un impacto social que ha exigido la reacción de los dirigentes de la Unión Europea.
La fuerza de las imágenes y las dimensiones de la tragedia parecen reclamar que, más allá de la casa común europea, el proyecto aspire a tintes de hogar. En este sentido, vuelve a ser constatable que el sufrimiento es uno de los motores de la historia. Así fue tras la Segunda Guerra Mundial para el impulso del proyecto de los derechos humanos. La verificación no deja de ser motivo de vergüenza para los sistemas democráticos a los que se les presupone una capacidad de prevención como primera conclusión del contrato social, sin necesidad de esperar a que las tragedias se ofrezcan como motor de la convivencia.
La casa preside las negociaciones. Por eso la cumbre ha reunido a los Ministros de Interior como icono de las estrategias adoptadas en este tipo de problemáticas. El edificio adquiere protagonismo. Se trata de conservarlo y defender los intereses de los propietarios. Y no parece fácil. La casa debe ser protegida. Y discernido el número de sus habitantes. Y los realojados deben serlo de manera proporcional al tamaño de las viviendas y a los intereses de los dueños que no logran el acuerdo.
De esta forma, sobre los cuarenta mil anunciados, según la cuenta oficial de Twitter de la delegación de Luxemburgo, que ocupa la Presidencia de la Unión, serán 32.256 los aceptados. El resto tendrá que esperar.
Desde una lectura ética, el acontecimiento debe tildarse de fracaso en la historia de la solidaridad, si se reconociera esta perspectiva. Primero por la incapacidad para un acuerdo global. En segundo lugar por la conversión del drama humano en un ejercicio de contabilidad. En tercero por una manifiesta racanería como reacción al problema.
Semanas antes la Unión Europea tuvo que aceptar que el establecimiento de cupos fuera voluntario y no impositivo. En ese escenario, España fue el único socio que no había concretado previamente la oferta a realizar. Lo hizo en un contexto de intereses divididos entre la negativa a la aceptación de Austria o Hungría, y la mayor generosidad de Francia o Alemania. En una postura intermedia, España anunció la aceptación de una cifra cercana a un tercio de la propuesta inicial.
Para nuestro Ministro se trata de taponar las goteras y no distribuir el agua. Y, no perdamos la referencia de que estos enfoques son imprescindibles. Pero incluso, aunque fuéramos capaces de aceptar la metáfora, una gotera es un problema suficientemente grave y complejo como para no otorgarle la suficiente relevancia. Si es una avería podemos aceptar la propuesta de taponar. Pero, en no pocas ocasiones, las goteras evidencian que las instalaciones resultan caducas y que más allá de las reparaciones el edificio entero necesita una reforma.
La gestión de las migraciones continúa priorizando el concepto de soberanía territorial en un contexto histórico y social en el que la categoría no puede resultar ya tan evidente. La soberanía como fundamento político está en crisis. Para empezar no se trata de un concepto unívoco. Lo que en la Paz de Westfalia parecía ser suficiente asociado a la territorialidad, ahora ha diversificado sus implicaciones y debemos referirnos a la soberanía alimentaria, a la soberanía tecnológica, a la soberanía intelectual, en un nuevo marco como el de la globalización.
Pero, paradójicamente, el propio proyecto de la Unión Europea constata las estrecheces de la soberanía territorial, en dos direcciones. En primer lugar por su propia naturaleza que persigue la creación de nuevas fórmulas políticas que permitan la competencia con las grandes potencias mundiales, aceptando que la globalización pone en cuestión las posibilidades de gestión de los Estados sobre sus propios problemas, en los términos que entendíamos clásicamente.
En segundo lugar, por las dificultades internas a la Unión Europea en la concesión de la soberanía de los Estados miembros constatado en el fracaso de la constitución europea y ratificado en las dificultades actuales y las tensiones planteadas por algunos de las grandes potencias que incluso parecen cuestionar el futuro de la Unión.
En este punto se debe ser preciso en el lenguaje. La discusión gira en torno a los refugiados políticos, no en torno a los migrantes en situación irregular o refugiados económicos, categoría que podría ajustarse mejor a su realidad. No es lo mismo.
Los dos conceptos hacen referencia a personas. La Declaración de los Derechos Humanos de 1948 describe las exigencias en relación con unos y con otros. Pero solo reconoce el primer estatuto para quienes se ven perseguidos por causas ideológicas, políticas o religiosas. No hizo lo mismo con las personas que reivindican los compromisos de la Declaración de los Derechos Humanos en relación a un nivel de vida digno y a unas condiciones de justicia en el orden internacional. En 1948 la tragedia vivida y el recuerdo aún fresco de las atrocidades de Austwich parecían justificar el concepto de refugiado político pero no el económico.
Con estos datos, la gotera no parece tan sencilla de reparar. Las dificultades para la acogida de personas a las que se ha reconocido un estatuto de refugiado compromete la credibilidad del Estado que protagoniza las resistencias y el calado del proyecto constitucional que defiende. No se trata del rechazo al emigrante llamado «irregular», sino del incumplimiento de los deberes morales adquiridos con la ratificación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y, más en concreto, de los acuerdos vinculados al estatuto de refugiado.
En la lógica actual del derecho internacional, que nosotros cuestionamos, pero que es la lógica que impera, los refugiados económicos podrían referirse a goteras a reparar. Que un Estado no sea capaz de cumplir los requerimientos del Estatuto del Refugiado, amparado por la propia Constitución, habla de goteras que quizá se refieran a instalaciones caducas. No olvidemos que nuestro país continúa envejeciendo con tasas de natalidad por debajo de las de reposición. No se trata de excedentes de población, de casas repletas; Sino de edificios muchas veces vacíos, que se lo pregunten a los entornos rurales, en los que elegimos el perfil de vecinos con los que queremos convivir.
El administrador de la finca reclama, con lógica, el carácter pragmático de las medidas a adoptar porque la casa debe ser gestionada. Y no le falta razón. Pero si las goteras evidencian que las instalaciones son caducas, el administrador debe aceptar la trascendencia de su gestión. Por otra parte, el administrador también sabe que la convivencia entre los vecinos es un elemento indispensable para la gestión común. Las personas aspiramos a vivir en hogares, no solo en casas. Las sociedades son proyectos hogareños, no caseros. En la solución ofrecida al problema de los refugiados no está solo comprometido su futuro sino nuestra capacidad de construir un espacio cálido en nuestra propia sociedad.
El administrador es sabedor de que la mayoría de los problemas se resuelven mediante la creación de hogares que implican reconocimiento mutuo, posibilidad de decorar de manera personal el espacio habitable y la construcción de un espacio de convivencia. La casa hace referencia a la dimensión jurídica. El hogar es la aspiración de todos los participantes. Y, en definitiva, el criterio por el que acabamos eligiendo a un administrador u otro.
Quizá los hogares no tengan que estar todos en la Unión Europea. Cierto es. Pero entonces tendríamos que revisar el discurso para valorar la posibilidad de que los hogares se construyan también en los lugares de origen. Entonces deberíamos aceptar otras lógicas más cercanas a la cooperación internacional, al desarrollo de espacios regionales donde el derecho a una vida digna sea posible; al desafío del fundamentalismo islámico, origen de gran parte de las últimas movilizaciones; y que requiere una respuesta conjunta por parte de los Estados. Quizá una cumbre de ministros de exteriores, o ministros de la solidaridad otorgara otros réditos a la discusión.
Fuera de la casa quedan más de siete mil refugiados. Fuera de la finca los refugiados económicos. El administrador acepta la existencia de goteras. Quizá sea el momento de aceptar la caducidad de las instalaciones y la reforma del edificio. Primero en lo estructural y después, y más importante, en el horizonte de un hogar.