Quien vive de la fuerza de Dios se acerca al hombre, a todos los hombres sin excepción y a todos los caminos de los hombres
(Cameron Doody).- «Una Iglesia que sorprende y turba», tal y como los madrileños estuvieron sorprendidos y turbados con el descubrimiento hace siglos del lienzo de la Virgen de la Paloma. Eso es lo que ha pedido hoy en su sermón en la fiesta de la patrona popular el cardenal Carlos Osoro, quien además ha destacado que María nos muestra que «quien vive de la fuerza de Dios se acerca al hombre, a todos los hombres sin excepción».
El purpurado ha empezado su homilía con un breve relato del hallazgo del cuadro de la Madre de Dios custodiado hoy en la iglesia de la Virgen de la Paloma, donde el arzobispo de Madrid ha celebrado la liturgia de hoy. Cuadro que en un principio fue dejado a unos niños para que jugaran con él, solo para ser restaurado y colocado en el templo posteriormente. La historia del cuadro, ha observado Osoro, «es muy sencilla, como son todas las cosas que vienen de Dios, para que los hombres comprendamos mejor lo que desea de nosotros».
Esta «sencillez llena de profundidad» asociada desde siempre a la fiesta de La Paloma la tradujeron los madrileños a las costumbres y tradiciones que fueron tejiendo en los márgenes de las conmemoraciones litúrgicas, según ha continuado el cardenal de Madrid. Raíces culturales que seguimos manteniendo hoy «porque sabemos que un pueblo sin raíces ni hace presente ni futuro«, ha sostenido Osoro, haciéndose eco de las advertencias del beato Pablo VI y san Juan Pablo II que una fe que no se hace cultura es una fe mal vivida.
Por mérito de esta sencillez de la que nos recuerda María -y por mérito de la fortaleza de las costumbres que se han desarrollado en torno a ella en su advocación de la Virgen de la Paloma- nos acordamos de «las grandes aspiraciones que todos los hombres tenemos en lo más profundo de nosotros», ha proseguido Osoro. «Deseos de un reino de verdad, justicia y paz», «donde todos los hombres perciben que son hermanos los unos de los otros». «Donde todos viven sabiendo que son para los demás y no para sí mismos o para quienes son o piensan como ellos. Somos de todos y para todos», ha precisado.
Como mujer, en fin, «María nos enseña que ‘no hay que temer ensuciarse las manos’«, según ha sostenido el cardenal. Nos muestra, en otras palabras, que «quien vive de la fuerza de Dios se acerca al hombre, a todos los hombres sin excepción y a todos los caminos de los hombres».
Todas estas cualidades de la Virgen, ha sostenido el purpurado, se pueden percibir en tres detalles del cuadro en la presencia del cual se ha celebrado hoy la misa de la fiesta de La Paloma.
Por un lado, la mirada que nos mira «a todos sin excepción, enséñanos a cuidar los unos de los otros, sin poner cortapisas a nadie». Mirada que el purpurado ha pedido que la Virgen nos la regale, para que nos aparte de la discordia «que nos impide vivir como hermanos», y también de la envidia y la violencia.
Por otro, el rostro que, manifestando paz y fe, nos enseña que «escuchando a Dios aprendemos a escuchar a todos los hombres». «¿Tenemos miedo a escuchar?», ha preguntado el cardenal a propósito de esta virtud de la Virgen. «Nunca lo tengamos», ha replicado enseguida, «pues es un bien para construir nuestro mundo» a medida que «trae paz, libertad, entrega, pasión por el otro, servicio desinteresado».
Por último, las manos. Manos llenas de «solidaridad, encuentro, ayuda mutua, la fraternidad por encima de todo». «Para vivir escuchando como María, acojamos de Ella tres enseñanzas necesarias: dejémonos sorprender siempre por Dios, vivamos la fidelidad a Él y vivamos con la fuerza que viene de Dios», ha concluido el cardenal su apreciación del cuadro.
¿Y la lección resumida de la fiesta? Que «Dios sorprende siempre y nos cura», es como la ha resumido el cardenal. «Lo hace en la pobreza, en la debilidad, en la humildad», fragilidades las tres que nos aquejan a todos y con las cuales «buscamos a quien nos puede curar».
«María nos dice que Dios siempre responde liberándonos, curándonos», ha concluido su sermón el purpurado, antes de dejar el púlpito con una sentida oración. Que «seamos capaces de vivir desde la fuerza en la que María sostuvo su vida, para curar siempre, estemos donde estemos».