La "era Rouco" quedará en la memoria de la Iglesia española sólo como una oscura e inesperada pesadilla premoderna. O como una tentación de poder que es necesario evitar
(José Manuel Vidal).- Siempre fue una voz libre, capaz de disentir y de ir contracorriente. El sacerdote y catedrático de Filosofía lucense Xosé Alvilares acaba de publicar ‘El contagio del tedio, presente y futuro de la Iglesia en Lugo’, en el que, al estilo Bernanos, denuncia la plaga de esa enfermedad del tedio, que asola a la diócesis lucense de la mano de monseñor Carrasco Rouco, sobrino del todavía cardenal de Madrid. A este último le acusa de ser «un hombre de poder» y califica su «era» de «vuelta al nacionalcatolicismo rural» y una época «religiosamente insignificante e indigente».
El contagio del tedio, presente y futuro de la Iglesia en Lugo. El título lo dice todo, ¿no?
El título del libro «El contagio del tedio» se inspira en el «Diario de un cura rural» de Bernanos. «Mi parroquia está devorada por el aburrimiento, esa es la palabra exacta. ¡Como tantas otras parroquias! El tedio lo consume todo a nuestra vista y nos sentimos impotentes para hacer nada. Acaso algún día nos alcance el contacto y descubramos en nosotros mismos ese cáncer». El tedio, además de un sentimiento de penuria vital, de desmotivación, es, en el texto, una situación espiritual: «Es esta una desesperación abortada, una especie vil de desesperación, algo así como el fermento de un cristianismo descompuesto». La desesperanza, la falta de proyecto sugestivo de vida, distingue también la situación actual de la Iglesia en Lugo. Su presente no da confianza para imaginar un futuro. Por qué caminos se ha llegado aquí, a esta desilusión colectiva es la pregunta.
También aquí el Concilio Vaticano segundo supuso una esperanza colectiva no del todo definida. «El objetivo primero e inmediato del Concilio es presentar al mundo la Iglesia de Dios en su perenne vigor de vida y de verdad y con su legislación ajustada a las circunstancias actuales de manera que responda cada vez más a su divina misión y esté preparada para la necesidades de hoy y de mañana», se había propuesto el papa Juan XXIII. Esas «necesidades de hoy y de mañana» vinieron a concretarse , en el posterior Concilio, como paso de una Iglesia «sociedad desigual» a una Iglesia «pueblo de Dios». Sólo así podría aparecer la Iglesia «en su perenne vigor de vida y de verdad»
¿No era una ambición imposible?
En el mundo político transformar al súbdito en ciudadano fue el empeño de la Ilustración. No se consiguió sin atravesar la época de las revoluciones. Más de doscientos años y sigue en obras. El llamado Postconcilio nos liberó de cualquier esperanza ilusoria de Ilustración eclesiástica.
No hubo «restauración», sino simplemente la reinstalación en el pasado absolutista medieval. «Paradigma católico medieval» de Hans Küng. «La Iglesia es por su naturaleza una sociedad desigual, comprende dos categorías de personas. Los pastores y el rebaño. Sólo la jerarquía mueve y dirige», establece Pío X el año 1907.
Que el Concilio tratase de suavizar la doctrina «jerárquica» del documento papal no resolvió el problema de la minoría de edad de los cristianos.»Cristo cumple su misión no sólo a través de la jerarquía sino también por medio de los laicos». Su eminencia Don Julián Herranz, cardenal del Opus Dei, tiene su visión personal , y probablemente de su grupo, de los errores del postconcilio. Contesta a una entrevista sobre su santo fundador el marqués de Peralta: «Me duele la Iglesia» decía en los años sesenta Escrivá.
¿A qué se refería?
Se refería a la llamada «crisis postconciliar». Interpretaciones erróneas del Concilio llevaron a muchas almas a consecuencias tremendamente tristes y dolorosas. Por ejemplo, el deseo de actualizar la fe marginando a Dios y realizando una reducción temporalista del mensaje evangélico de salvación».
Lo que propone el cardenal del Opus , como contrapartida, es, por tanto, una fe no actual (es decir, «eterna» a su modo o «semper idem», el lema del cardenal Ottaviani) que sitúe a Dios arriba, con el poder, no entre los marginados, en una espiritualidad intemporal, es decir, ajena a las condiciones «temporales» de los hombres, la economía o la política. Esa fe sería, efectivamente, una fe sin esperanza.
Por aquellos años el teólogo José María González Ruiz hacía una propuesta bien distinta en su libro «Dios está en la base». Esto es, entre los marginados o excluidos. Casi un hereje para el Opus Dei, por supuesto.
¿Por qué está la Iglesia de Lugo «en caída libre»?
Me limito a una razón puramente estadística. De trescientos sacerdotes que aparecen en la guía diocesana del año 2012, sólo cincuenta tienen menos de sesenta y cinco años, y menos de cuarenta años, sólo veinte. Es decir, el clero de Lugo está en galopante vía de extinción biológica. Teniendo en cuenta que para la eclesiología católica clásica la Iglesia es una sociedad jerárquica, la desaparición del clero lleva consigo la desaparición de la Iglesia. La Iglesia de Lugo está, pues, «en caída libre». La precipitada desbandada «religiosa» de la sociedad lucense a partir de los años sesenta es, en buena parte, una versión local de la secularización universal. Coincide con una cierta urbanización rural. La urbanización sitúa a los individuos en el anonimato y consolida así la pluralidad en todos los órdenes. Es, piensan los sociólogos, el más típico factor de la crisis religiosa moderna. No se pueden excluir, de todos modos, responsabilidades personales y colectivas. Aunque nada resuelva la denuncia de esas responsabilidades. La urbanización del mundo rural que desde entonces se viene dando entre nosotros es un factor decisivo en esa secularización. ¿Para qué buscar culpables?
Parece que se va el cardenal Rouco, pero se queda su sobrino, cuyo caso, a su juicio, “rompe todas las medidas de imparcialidad y decoro”. ¿Por qué? ¿Por qué esta sociedad semiurbana y en vías de secularización del Lugo actual cae en el tedio y la desesperanza religiosos? ¿Qué papel tiene en ello la «política» eclesiástica de monseñor Carrasco y su tío don Antonio Mª Rouco en Lugo?
Tedio y desesperanza religiosos.
Hay que preguntarse por el modelo cristiano que la Iglesia hace presente en nuestra diócesis. Pudiera ser el propuesto, antes recordado, por Monseñor Julián Herranz. Inactual, o pretendidamente eterno, «espiritualista», con un Dios aliado del poder, ajeno a los marginados. Tres errores a los que el último Concilio Vaticano había puesto nombre: ritualismo, legalismo, espiritualismo. Su programa común se expresaba en una fórmula clásica: la «salvación de las almas». No la salvación del hombre.
«En la vida del pueblo de Dios se ha dado a veces un comportamiento menos conforme con el espíritu evangélico», reconocía, con modesta astucia, la Declaración Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa del Vaticano segundo. El «espiritualismo» permitía, de hecho, echar mano de todos los recursos «materiales» para sus objetivos «espirituales», el poder en todas sus formas. Lo que colocaba a los pretendidos beneficiarios en súbditos permanentes. «Sólo la jerarquía mueve y dirige».
¿No nace de aquí el anticlericalismo?
El anticlericalismo es una actitud muy reconocida en la sociedad gallega, en la cultura gallega, es sabido. La autoridad eclesiástica. Una cita elocuente del poeta del XIX Curros Enriquez «Con solo que diga «¡Pauliña no herexe!» o herexe é borrado da lista da xente. Sólo la jerarquía mueve y dirige. Eso se cumple aun, más de cien años después del documento de Pío X, con el nombramiento de don Alfonso Carrasco como obispo de Lugo. Pero la sociedad es otra. No hay autoridad eclesiástica capaz de borrar al hereje de la lista de la gente. La gente se desentiende. ¿Para qué sirve un obispo? Su llegada fue una verdadera «toma de posesión» de la diócesis. Ante la opinión pública era la expresión del «poder» eclesiástico de su tío, el cardenal Rouco. Expresión «sin complejos», que diría aquel inolvidable político de bigote de todos conocido: se celebró con un banquete para seiscientos invitados, entre los que brillaban superlativamente más de treinta obispos de la facción de la Asamblea episcopal favorable al cardenal arzobispo de Madrid.
Ante un alarde tan ostentoso de poder clerical ¿cómo se podría tomar en serio la doctrina correctora del Vaticano segundo: «Cristo cumple su misión no sólo a través de la jerarquía, sino también por medio de los laicos»?
«El nombramiento de Alfonso Carrasco como nuevo obispo de Lugo ha suscitado polémica debido a su parentesco con el cardenal Rouco Varela», escribió un periódico digital gallego. Y añadió: «La simple duda de un despotismo tan descarado debería haber abortado el nombramiento».
Ese alarde de poder «puro» -es decir, sin ningún otro fundamento, como cualidades del nombrado o necesidades de la diócesis, que la voluntad del señor Rouco- es una condición negativa permanente e insuperable en la actividad episcopal de don Alfonso Carrasco. Esto «rompe todas las medidas de la dignidad y del decoro». La Iglesia en Lugo está en caída libre. No hay ninguna duda.
Como argumento a favor del episcopado de don Alfonso Carrasco se usó ampliamente su prestigio de teólogo: decano de la facultad de teología de san Dámaso de Madrid y consultor de la comisión episcopal para la doctrina de la fe. Pero Don Alfonso no tiene obra teológica alguna. El tema de su tesis doctoral es, más bien, de derecho canónico: «el poder de jurisdicción del obispo de Roma, su coherencia eclesiológica y canónica». Si se recurre a sus escritos «pastorales» en busca de su teología y se los compara con las recomendaciones del concilio Vaticano segundo a los obispos: «Es muy propio de la Iglesia el dialogar con la sociedad humana en la que vive; por ello los obispos tienen el deber primordial de llegar a los hombres y buscar y promover el diálogo con ellos» , se comprobará que nada de esto se encuentra en esos escritos de don Alfonso Carrasco, obispo de Lugo. La teología «pastoral» de don Alfonso contagia generosamente el tedio. «Dejad toda esperanza los que entráis».
¿Es posible que la Iglesia española como institución recupere la credibilidad y la confianza social perdida en la era Rouco? ¿Qué rasgos definen esa llamada «era Rouco» dentro de «la Iglesia española como institución»?
Admitamos, por pura comodidad, la opinión muy común de que «Ya conocemos el pensamiento ultraconservador del personaje que representa el ala más radical y reaccionaria de la Iglesia católica». (Patricio Simo Gisbert, Cartas al director, El país, 3 de abril de 2014). Admitamos también, con el editorialista del mismo periódico y del mismo día, «Rouco demuestra que este no es su tiempo ni su lugar». Y concluyamos con el juicio más profundo del político vasco peneuvista Ïñigo Urkullu: «El arzobispo de Madrid tiene un concepto de los ámbitos de la religión y la política no superados desde la guerra civil y desdeña la democracia basada en la voluntad de las personas y los pueblos». (El país, 1 de abril 2014)
¿Cuáles son los caracteres de esa «era» Rouco episcopal?
A mi entender, la nota más importante de esa «era Rouco» es el recurso al «poder» como medio para la acción de la Iglesia. Vendría a ser una vuelta al nacionalcatolicismo. Un nacionalcatolicismo demasiado rural, tan propio del personaje. De ahí la constante, beligerante confrontación con los poderes políticos por la promulgación de leyes que don Antonio considera no sólo como incompatibles con el Evangelio, sino, según sus denuncias, con el «derecho natural».
Todas se refieren principalmente a la familia. Se atribuye a sí mismo o a la Iglesia la autoridad universal para definir lo que es «natural» o «racional» – «derecho natural»- e intenta imponer su criterio a todos los ciudadanos, sean cuales sean sus religiones o filosofías. Don Antonio Rouco no ha ahorrado esfuerzos en ese «recurso al brazo secular» para imponer a la sociedad sus propios puntos de vista, que él parece considerar que son los de Dios. Manifestaciones lo más concurridas posibles, invasión de calles en grandes ciudades, jornadas mundiales de la juventud. Y, naturalmente, guerra abierta a los partidos políticos de izquierda considerados «laicistas».
Legiones aguerridas de periodistas, izquierdistas reconvertidos, vociferantes de todo tipo contra los «enemigos de la Iglesia» de siempre. La Cope radiofónica, la televisión 13. Se juntan los actos de culto con las proclamas políticas incendiarias de la derecha más guerrera. En esa cruzada nacionalcatólica Don Antonio Rouco no ha descuidado la «cantera» episcopal. Es opinión común que la influencia del cardenal de Villalba en el nombramiento de obispos en esta su «era Rouco» es todopoderosa. Exalumnos del seminario de Toledo de Monseñor Marcelo González, exprofesores del mismo reconvertidos en profesores de su pasantía teológica de san Dámaso de Madrid ocupan las diócesis vacantes sin excepción . Batalladores incansables contra toda doctrina sospechosa para ellos.
El caso del «Jesús» de Pagola quedará como muestra del espíritu sectario de los escogidos por don Antonio María Rouco Varela. Innumerables nombres. ¿Quién no los conoce? La gran ambición de Monseñor Rouco es, en efecto, el poder. Una muestra irrefutable es la que tenemos en Lugo, la diócesis en manos de su familia a través de su sobrino don Alfonso.
El «poder» sitúa la conciencia religiosa en el exterior de sí misma, en el espectáculo, en las «Jornadas mundiales de la juventud», en las misas de la familia en la plaza madrileña de Colón. «Mirad que no hagáis vuestra justicia delante de los hombres para que os vean, porque entonces no tenéis mérito ante vuestro Padre que está en los cielos» (Mat. 6, 1). El filósofo polaco Leszek Kolakowski comenta: «Los mandamientos evangélicos más importantes apelan al «corazón humano», a los sentimientos y a la fe, es decir, a una realidad en la que nada puede imponerse ni prohibirse por ley y donde faltan medios para castigar y meter entre rejas a aquellos cuya actitud, que Dios ve pero los hombres ignoramos, es incorrecta».
Por eso la era Rouco es religiosamente tan insignificante e indigente. Puro e inútil espectáculo. Pura e inútil propaganda.
¿Cuándo llegará el «efecto Francisco» a la Iglesia gallega?
Un conocido monje e historiador de la Iglesia española piensa que el actual episcopado español ha conseguido un nivel de reconocimiento inferior a cualquier otra época histórica. No lo sé. Refiriéndose a la obra Erasmo y España de Marcel Bataillon, escribe Juan Marichal: «Se vio entonces que había habido también dos Españas eclesiásticas: la inquisitorial y la antiinquisitorial».
¿Hay también en la «era Rouco» dos episcopados? ¿O sólo uno inquisitorial?
Lo que importa es que ni el presente ni el futuro de nuestro Cristianismo se reduzca a los avatares de la Conferencia Episcopal Española. Es cierto que en ella no se ven muchos místicos ni profetas. Se ven, más bien, funcionarios, sujetos a un escalafón y a un reglamento. Para la modesta tarea de «abrigar la esperanza» (contra el tedio), y como remate de estas notas, recurro a otra cita de Kolakowski: «El cristianismo está sometido a una prueba muy dura por culpa de su poca habilidad para predicar la Palabra de una manera que la haga viva, que llegue a las conciencias y las abra a través de la ejemplaridad y de la fe, sobre todo entre los jóvenes altamente formados. Sin embargo no creo que vaya a perder. Se salvará, pero lo salvarán los santos varones y no los burócratas, la gente de bien y no los envidiosos presumidos, lo salvarán probablemente también las comunidades de creyentes que actúan en la frontera de la Iglesia o en su periferia cercana» (Leszek Kolakowski,»Un sermón de aficionado sobre los «valores cristianos», en ¿Por qué tengo razón en todo? Melusina, 2007).
La «era Rouco» quedará en la memoria de la Iglesia española sólo como una oscura e inesperada pesadilla premoderna. O como una tentación de poder que es necesario evitar.