Pablo VI supo conducir con sabiduría y con visión de futuro, quizás en solitario, el timón de la Barca de Pedro sin perder nunca la alegría y la fe en el Señor
(J. L. González Balado/Jane Playfoot).- ¡Quién hubiera pensado que la coincidencia visible -en una Plaza de San Pedro abarrotada de público- de un dimitido Benedicto XVI, también conocido como ex Papa Ratzinger, con un archisimpático Jorge Mario Bergoglio, mejor conocido como Papa Francisco y llegado -en autoconfesión propia- del «fin del mundo», daría lugar a un edificante y sereno espectáculo menos ruidosamente aplaudido que los goles -¡un suponer!- del Club de Fútbol San Lorenzo de Almagro.
Había ocurrido ya en una coincidencia parecida algo diferente: el 27 de abril de 2014, un domingo, romano también, igualmente soleado. Aquel día habían coincidido los mismos dos Papas, casi por primera vez tan en público. Fue una circunstancia más vistosa cuando el Papa que lo era en activo, Francisco Bergoglio, acababa de cumplir un año en la profesión.
El otro día -la mañana del domingo día 19 de este mes- se pudo ver algo que ya había ocurrido en una circunstancia menor, sólo que, por lo que fuera, menos adecuada y solemne: el día en que había tenido lugar la canonización conjunta de dos sumos pontífices que habían sido Juan Pablo II y Juan XXIII.
Una canonización más importante, sin duda, desde el punto de vista digamos «cuantitativo»: dos Papas recientes, canonizados de una tacada, pero -uno se atreve a pensar ¡con perdón!- de apariencia menos afín. San Juan XXIII era (sigue siendo en la apreciación popular) pues eso: Juan XXIII, el gran inolvidable Papa Buono que siguen diciendo los italianos y que decimos incluso los que italianos no somos pero que hemos asimilado como exclusiva la expresión definitoria.
Y Juan Pablo II, el gran Papa Viajero, que recorrió todo el mundo y recogió aplausos atronadores y entusiastas por todas partes, por más que, lo que es parecer, no se pareció a ningún otro Papa anterior ni siguiente, aunque sin dejar de ser definitivamente él mismo.
¿Acaso porque hubiera llegado al pontificado romano-universal de tan relativamente lejos como Polonia? La verdad es que, si por distancia geográfica fuera, lo era inmensamente más «el fin del mundo» del ex jesuita Bergoglio «afranciscanado» cuando fue elegido Papa.
A propósito, no hay quien deje de constatarlo con relación al Papa Francisco: un Papa que aunque de entrada se dijo por algunos que se pareciera a Juan XXIII, por eso y por más cosas que no hace falta «delimitar», se ha ganado los corazones del inmenso territorio que media desde «el fin del mundo» hasta, pongamos, el mundo más escaso que tiene como capital el paradójico-liliputiano Estado de la Ciudad del Vaticano…
Lo previsto, preanunciado y esperado con ocasión del recentísimo 19 de este mismo mes era la proclamación como Beato del Papa Pablo VI. Un Papa relativamente reciente, aunque no recentísimo, que no fue, como Juan XXIII ni como Juan Pablo II -uno predecesor suyo y otro su segundo sucesor, con el fugaz inolvidable Papa Luciani de por medio- popular por su bondad excepcional (la del Papa Roncalli) y otro popular también por récords inigualables (los del Papa Wojtyla).
Pablo VI-Juan Bautista Montini no fue lo que se dice popular, pero fue, sin duda alguna, un muy digno grandísimo Papa. Un Papa de una grandeza profunda; de una paciencia inigualable; de una cultura singular, que en nada lo distanciaba de los que cultos no eran ni serían; de una paciencia no menos excepcional; de una humildad sincera y profunda, que no despreciaba a nadie y que amaba a todos: hasta más a los que a él no lo amaban o lo amaban poco. A los que se profesaban enemigos suyos.
Lo dijo de él un gran amigo y conocedor suyo: el gran académico francés Jean Guitton. Dijo Jean Guitton que para ser preferidos de Giovanni Battista Montini, tanto cuando era todavía Arzobispo de Milán (1.11.1954-21.06.1963) como cuando ya fue Papa (21.06.1963-6.08.1978) -en ambas contingencias tuvo Guitton en Montini y Montini en Guitton a un gran amigo- era mostrarse enemigos suyos. (Entre otras numerosas casi-pruebas se sigue recordando la carta que, como Pontífice ya poco menos que agonizante, dirigió el Papa reconocido como Beato a las Brigadas Rojas -amándoos siempre- para que liberasen a su amigo secuestrado Aldo Moro por tratarse «de un hombre digno e inocente», asegurándoles escribirles «de rodillas, por su condición de miembro de la gran familia humana, de hermano nuestro y vuestro en humanidad»).
La Plaza de San Pedro ha sido escenario de centenares de actos parecidos al del recentísimo 19 de octubre, por más que desde hace algunos años -salvo error, coincidentes en su inicio con el pontificado de Benedicto XVI- las beatificaciones parecen haber descendido de categoría teológico-canónica y se celebran localmente, como acaba de ocurrir en Madrid con la de Álvaro del Portillo y antes con las de otros «simples» beatos. Otra cosa ocurre, más que legítimamente, con las de sumos pontífices, como la del que nos ocupa, el gran Pablo VI.
De él, es decir del Beato Pablo VI, dijo el Papa beatificante que «en el momento en que estaba surgiendo una sociedad secularizada y hostil, Pablo VI supo conducir con sabiduría y con visión de futuro, quizás en solitario, el timón de la Barca de Pedro sin perder nunca la alegría y la fe en el Señor«. Y añadió que «contemplando a este gran Papa, a este cristiano comprometido, a este apóstol incansable, hoy ante Dios no podemos sino decir una palabra tan sencilla como sincera e importante: ¡Gracias!».
El Papa Francisco agradeció «el testimonio humilde y profético de amor por parte de Pablo VI a Cristo y a su Iglesia» diciendo de él haber sido el «gran timonel del Vaticano II», y añadiendo haber sabido «dar a Dios lo que es de Dios, dedicando toda su vida a la sagrada, solemne y grave tarea de continuar en el tiempo y de extender en la tierra la misión de Cristo».
En palabras del Papa Francisco «Pablo VI guió a la Iglesia para que fuera al mismo tiempo Madre amorosa de todos los hombres y dispensadora de salvación».
La impresión que se percibía el día 19 en la Plaza de San Pedro era la de un lleno a rebosar, calculado por quienes entienden del tema en más de setenta mil personas. En otras circunstancias de las que tuvimos la suerte de ser testigos, el ruido había sido bastante más sonoro, y casi de competición «plausométrica» entre devotos de distintos candidatos, nacionalidades o regiones.
En la beatificación de Pablo VI alguien ratificó la clara prevalencia de participantes procedentes de Lombardía, de las provincias de Brescia y Milán, lugares destacados de la vida y ministerio de Juan B. Montini.
Las crónicas señalaron de manera más o menos convencional y rutinaria que «la ceremonia contó con numerosas delegaciones internacionales», y que, por parte de España, había asistido el ministro de Asuntos exteriores y Cooperación, José Manuel García-Margallo«.
Lo que nos ayudó a olvidar el recuerdo de lo que Pablo VI tuvo que sufrir otrora por parte del gobierno franquista y de parte de parte de una jerarquía eclesiástica en los años previos a la transición más vinculada y representativa del nacionalcatolicismo que de una Iglesia representada con sinceridad y amor por el Papa Pablo VI…