Gracias. Gracias a nuestro querido y amado Papa Pablo VI. Gracias por tu humilde y profético testimonio de amor a Cristo y a su Iglesia
(J. L. Gzlez. Balado /Jane Playfoot).- La fe y disciplina católicas nos obligan a aceptar algunas -más bien todas las- decisiones solemnes y formales de la Iglesia, si bien uno no está del todo convencido de tan definitiva afirmación. Sin embargo aun añadiría, apurando el lenguaje, que hay afirmaciones y decisiones eclesiásticas, sobre todo las reforzadas con la fórmula que suena Ex cathedra, que no consienten excepciones que excluyan consenso. Tales expresiones exigen ser soportadas para no salirse de una tranquilizante ortodoxia.
Lo cual no deja de constituir un arranque algo atrevido, casi misterioso. El tema que sugiere el título antepuesto a esta reflexión no se propone seguir por donde parece. Simplemente se centra, como sencillo análisis, en un acontecimiento que, anunciado con suficiente antelación y claridad por el buen Papa que se presentara como «llegado del fin del mundo» hace algo más de doce meses, se acaba de cumplir muy puntualmente. Un acontecimiento concretado en la declaración de Pablo VI como Beato.
A buen seguro que, de haberse producido antes la tan feliz como sorprendente elección sumopontificia de Jorge Mario Bergoglio como cuarto sucesor de un Juan Bautista Montini legítimamente considerado un Gran Papa culto, humilde y santo, para estas fechas el mejor conocido y venerado como Pablo VI ya hubiese llevado bastante más tiempo inscrito en la lista de beatos (¡y virtualmente casi santos!).
Bueno, ya: lo de un Papa Francisco cuarto sucesor de Montini Pablo VI… Pues sí, porque el «novedoso» Francisco vino después de dos Juanes Pablos primero y segundo. El primero, conocido y recordado también como Papa Luciani, de pontificado brevísimo (¡33 días: 26 agosto-28 septiembre 1978!). El siguiente, de nacionalidad polaca, conocido también como Papa Wojtyla, de pontificado muy largo: 27 años y meses (16 octubre 1978-4 abril 2005). Vinieron luego los ocho años escasos (19 abril 2005-28 febrero 2013) que «aguantó» sin dimitir el paciente Benedicto XVI.
Aquí se piensa y repite, con pensamiento que a nadie implica más que a quien lo expresa con consciencia de semi-cuasi-utopía, que de haberse producido antes la elección de Jorge Mario Bergoglio, no ya como cuarto sino como segundo o tercer sucesor de Pablo VI, muy posiblemente el sucesor inmediato de su admirador y amigo San Juan XXIII hubiera llevado ya más tiempo inscrito en la lista oficial de los Beatos y Santos. Sí, porque el que luego sería Papa Giovanni il Buono, ya desde que era Visitador vaticano en Bulgaria (1925-1934), luego Delegado apostólico en Turquía y Grecia (1935-1944), Nuncio pontificio más tarde en Francia (1945-1952), y Arzobispo-Cardenal finalmente de Venecia (1953-1958), conocía muy bien -y, tanto como lo conocía, lo estimaba y consideraba ejemplar- a su amigo y compaisano lombardo-bresciano Giovanni Battista Montini (Roncalli era… lombardo-bergamasco: ¡de allí al lado!). Claro que aún más santo consideraba Giovanni Battista Montini a Angelo Giuseppe Roncalli. Por más que es muy verdad que el metro definitivo de la santidad está de la Otra Parte…
Quede claro que uno no se atribuye la menor constancia ni intuición final sobre el plazo de mayor o menor espera previa de cara al momento de arranque que los candidatos potenciales tienen para recorrer el turno, unas veces más largo, discrecional y sometido a influencias humanas nada infalibles que otras, que tienen que permanecer en espera antes de verse empujados a emprender el recorrido hacia etapas sucesivas y convencionales de venerabilidad, de beatitud y de santidad.
Se trata de un plazo que, por supuesto, nada tiene que ver con una ya aludida y rigurosa expresión que se dijo sonar como Ex cathedra. Hay sobrada constancia, a veces más bien sospechosa evidencia, de que tal inevitable permanencia y arranque están siempre condicionados por no del todo ejemplares estímulos y empujes humanos, de apariencia siempre devota, bien que a menudo no tan esencialmente devoto-religiosa como aparentan.
Llegados aquí, uno ha de confesar no tener paciencia y aún menos capacidad adecuada de análisis para garantizar a los lectores curiosos, si es que los hay que posiblemente sí, datos exhaustivos y del todo fiables sobre un tema relativamente espinoso y de enfoque más bien complejo.
Dícese -es historia muy reciente, casi de anteayer- que el ya aludido Papa polaco Juan Pablo II, de quien ya se aseguró haberlo sido -Papa- durante un período más largo en años que la casi totalidad de los Papas que lo precedieron y todavía más de los muy pocos que le han seguido. Díjose del Papa Wojtyla, y se sigue diciendo, que él solo declaró beatos y santos a más sujetos que la mayoría (¡y hasta que todos juntos!) de los fueron papas antes que él e inmensamente más todavía que los sólo tres que le han seguido. (La verdad es que suena a mucho, casi exagerado, pero uno ha leído y anotado que el total de beatificaciones de Juan Pablo II fueron 1.338: ¡mil trescientas treinta y ocho!, y el de canonizaciones 482: ¡cuatrocientas ochenta y dos!).
Bien entendido que sus cifras de beatificaciones y canonizaciones no sería alcanzable a menos que el bueno, excepcional y convincentísimo Papa que pidió prestado el nombre -Francisco- al Poverello de Asís se nos pusiese a beatificar y canonizar a un sinnúmero de candidatos que tendría que sacar de su manga de jesuita-afranciscanado.
Santo desde luego -¡bendito sea Dios!-, por efecto de una vox pópuli que a casi todos nos resulta convincente, lo es y seguirá siendo el buen Papa Francisco. Aunque ¡no se olvide!: los santos, también oficiales pero aún más si reales, se proclaman definitivamente cuando ya están de la Parte de Allá, a veces tras más bien una larga espera. Aunque verdad es, no menos, que los reconocidos como santos de la Parte de Allá se «maduran» como tales ya de la Parte de Aquí.
Como se maduró larga y convincentemente el pacientísimo culto, humilde y santo Pablo VI, a quien nos acaba de declarar Beato su cuarto muy querido sucesor Papa Francisco. (Suenan voces fiables de que, cuando el Cardenal Jorge Mario Bergoglio estaba ya casi elegido como Papa sucesor del dimitido Papa Ratzinger, de entrada pensó en llamarse Juan XXIV, pero que un buen amigo y más que probable votante suyo -hay quien asegura que, con algunos otros purpurados brasileños más, fue el promotor de su candidatura- el Cardenal Claudio Hummes, que fuera franciscano antes de ser Arzobispo de Sâo Paulo y luego fue Prefecto de la Congregación del Clero y ya de ambos cargos es «emérito», lo convenció para que optara por el nombre de Francisco: es que ya lo conocía y admiraba como auténtico practicante del espíritu franciscano sin menoscabo de que fuera también, como buen jesuita, un excelente seguidor de Ignacio de Loyola).
Pues sí: desde el domingo día 19 de octubre de un año que es éste aún en curso pero casi próximo al cierre, Pablo VI ya ha sido ¡finalmente! proclamado Beato. En la Plaza de San Pedro, de la mano, corazón y voz del muy sereno y convencido Papa Francisco, fue proclamado Beato, con día especial y fijo para su celebración el 26 de septiembre que trae al recuerdo el remoto también 26 de septiembre de 1897 en que naciera un hombre tan excepcional y sufrido -¡sí: lo de sufrido hay que subrayarlo!- que terminó siendo un Gran Sumo Pontífice de la Iglesia. Lo ya dicho: ¡culto, humilde, sufrido y santo!
Tan sufrido que muy merece destacarse una original casi inédita anécdota papafranciscana, el Papa que decidió poner término al plazo de espera para incluirlo en la lista de los reconocidos como -¡de momento y casi provisionalmente!- Beatos, que no tardan luego en serlo como Santos. (Más que seguro que ocurrirá con Pablo VI).
El cual Papa Francisco, con su excepcional capacidad de humor nada banal, en un grupo de obispos italianos con los que comentaba el hecho que acababa de anunciar de la beatificación para fecha inmediata, se dejó escapar una confidencia que les hizo sonreír. Les dijo que estaba tratando de despejar una duda sobre el color de los ornamentos que debería usar para la ceremonia de la beatificación. Dudaba entre si vestir una casulla blanca, destacando los méritos del candidato como confesor de la fe, o de color rojo, para poner de relieve el martirio que soportó el gran Papa Montini por las incomprensiones de que había sido víctima a lo largo de toda su vida, pero aún más como Sumo Pontífice.
La duda resultó despejada en la fecha del domingo día 19. La casulla fue blanca, igualmente significativa: fue la que el propio beatificando había recibido como regalo de sus diocesanos milaneses en su 80 cumpleaños, ya como Papa, poco antes de su muerte, ocurrida el 6 de agosto de 1978, fiesta religiosa de la Transfiguración.
Bromas, que tampoco lo quieren ser mucho, porque el tema no deja de ser serio, aunque tampoco definitivo. Siempre, a Dios gracias, ha habido beatos y santos, reconocidos y muchos más celebrados el Primero de Noviembre de cada año. ¿Quién no celebra el Día de Todos los Santos, y también otros días, que pueden ser todos los del año civil y litúrgico: o mejor, quiénes no celebramos el dicho Primero de Noviembre a santos para la mayoría de los demás anónimos, que llevaron y llevan en sus corazones los nombres de nuestras madres y de parientes que practicaron de manera casi heroica las virtudes de la fe, de la esperanza y sobre todo de la caridad y que, posiblemente olvidado por los otros, perviven objetos de nuestro amor en nuestro recuerdo y en nuestros corazones?
¡Oh Beato Pablo VI, a quien contribuyeron a hacer santo los sufrimientos que tuviste que sobrellevar por las incomprensiones de -entre otros fieles tuyos como Papa- un gran número de connacionales nuestros españoles, adheridos y víctimas de un circunstancial nacionalcatolicismo falsamente disfrazado de evangélico!
Tratóse, Tú bien lo sabes y lo sufriste, de un seudo-cisma circunstancial que tú ya has perdonado. ¡Ojalá que por tu generosa intercesión errores tales no se vuelvan a repetir! ¡Ojalá que tu magisterio pontificio y tu ejemplo de singular cristiano nos sirva de ejemplo y estímulo de bien a todos los fieles, especialmente a los de este País que alardeó -hoy ya alardea menos, con lo que miente menos- de muy católico sin realmente serlo!
Casi huelga recordar que los actos de beatificación y canonización suelen, muchas veces, convertirse en fiestas y celebraciones sagradas. Como lo constituyó tan recientemente la beatificación, por el Papa Francisco, de Pablo VI. Una celebración multitudinaria y feliz.
Pero eso no siempre ocurre. En parte depende del -o de los- protagonista activo y pasivo. Del beatificante/canonizante y de los beatificados y/o canonizados. A veces hay algo parecido a competencias que, más que a los beatificados o canonizados, se refieren a los asistentes, sobre todo si los beatificados/canonizados son más de uno y cuentan, en los que llenan -o más bien llenaban, porque salvo en el caso de beatificados sumos pontífices, los de menor rango -digamos canónico- ya son proclamados beatos localmente, con un público asistente más reducido y menos plural.
Uno recuerda haber asistido en la Plaza de San Pedro, entre otras, a una beatificación múltiple realizada por Juan Pablo II el 1 de septiembre del Año Santo 2000. Los beatificandos eran dos Papas, Pío IX y Juan XXIII, un arzobispo italiano (de Génova, del siglo pasado) y dos religiosos, también del siglo pasado, uno francés y otro irlandés, vinculados -uno como fundador y otro como miembro destacado- a dos congregaciones religiosas distintas.
Entre los devotos de los dos Papas había, o surgió circunstancialmente, una cierta competencia, porque uno era de cierta zona de Italia (Le Marche, al sur de Roma), mientras Juan XXIII, aunque de atracción y afecto universal, en cuanto italiano era de otra región: Lombardía. Cuando eran evocados sus nombres, los paisanos de Pío IX parecían sentir despertar sus rivalidades «marchisanas» que estimulaban sonoros aplausos regionales que los enfrentaban con los de los más numerosos devotos del buen Papa Roncalli, que por supuesto, además de sus paisanos lombardos, eran mucho más numerosos, aunque superfluo es decir que más serenos y menos fanáticos.
Los devotos de los otros tres beatos, de categoría muy inferior a la de los Papas, también aplaudían por grupos menos numerosos y bien localizados dentro de la Plaza de San Pedro. De ellos, unos hacían más ruido, aunque no necesariamente por más numerosos, sino por mayor seudofervor patriotero. La verdad sea dicha: aunque uno no llegó a escandalizarse, tampoco conserva un recuerdo agradable de tal aparente rivalidad plausométrica.
Bien ha hecho, bajo ese aspecto, el Papa reciente, que creo haber sido Benedicto XVI (si no ya, en los últimos años de su pontificado, Juan Pablo II), en haber desplazado de Roma, de la Plaza de San Pedro, los actos de simple beatificación, por lo general limitados a un solo candidato. Porque tampoco eran muy agradables ni del todo edificantes los actos de beatificación y hasta de canonización de fundadoras o miembros de familias religiosas, de frailes y aún menos de monjas, que compensaban con suspiros y seudoaplausos una, a veces bastante más ruidosa que numerosa presencia, la crisis concretada y sobrevenida de escasez de miembros.
En todo caso, aquí se habla de la beatificación del Papa grande, culto, humilde y santo Pablo VI por el simpático, generoso, popular y buen Papa Francisco llegado del fin del mundo poco menos que el otro día, el Domingo 19 de octubre, que fue, en denominación litúrgica, el denominado Domingo XXIX del Tiempo ordinario.
La beatificación se produjo en el curso de una misa. El Evangelio de la Misa era el tomado de Mateo 22, 15-21. Lo leyó y comentó el Papa Francisco, tanto para los que llenaban la Plaza de San Pedro como para los que seguían el acto por televisión. Era un trozo de Evangelio que refiere una tentativa de los fariseos de cazar a Jesús preguntándole si era lícito o no pagar el impuesto al emperador romano, pregunta que Jesús resolvió con la respuesta de que diesen al emperador lo que le correspondía y a Dios lo que a Él le correspondía igualmente.
El Papa Francisco supo referir a Pablo VI la conclusión de Jesús: «Contemplando a este gran Papa, a este Cristiano comprometido, a este Apóstol incansable, hoy ante Dios no podemos sino decir una palabra tan sencilla como sincera e importante: Gracias. Gracias a nuestro querido y amado Papa Pablo VI. Gracias por tu humilde y profético testimonio de amor a Cristo y a su Iglesia«.
Y aún dijo: «El que fuera gran timonel del Concilio Vaticano II, al día siguiente de su clausura anotaba en su diario personal: ‘Quizá el Señor me ha llamado y puesto en este servicio no tanto porque yo tenga algunas actitudes sino para que sufra algo por la Iglesia, y quede claro que Él, y no yo, es quien la guía y la salva. En esta humildad resplandece la grandeza del Beato Pablo VI que, en el momento en que estaba surgiendo una sociedad secularizada y hostil, supo conducir con sabiduría y con visión de futuro, y quizás en solitario, el timón de la Barca de Pedro sin perder nunca la alegría y la fe en el Señor. Pablo VI supo, de verdad, dar a Dios lo que es de Dios, dedicando toda su vida a la sagrada, solemne y grave tarea de continuar en el tiempo y extender en la tierra la misión de Cristo».
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