Ellos dos, desde luego, y muchos miles de otros, presentes y no en la Plaza de San Pedro aquella mañana, lo recordaban mejor que nadie: incluso que todos los que habíamos acudido sólo por Él: por el Papa Juan XXIII
(José Luis González Balado).- Estaba previsto que el día 27 de abril ya pasado, queriéndolo Dios que… -¿cómo no lo iba a querer estando implicados en el tema dos representantes suyos tan rectos y buenos como Angelo Giuseppe Roncalli y Jorge Mario Bergoglio?-, dícese, que más bien se dijo, que de quererlo Dios quiere, que claro que sí, el primero de los dos iba a quedar definitiva y canónicamente reconocido como santo por muy apreciable y autorizada decisión del Papa Francisco. Y que el Papa Francisco sería -¡que vaya si lo ha sido!- objeto de reconocimiento agradecido y legítimo por haber puesto las cosas en su sitio.
El hecho podría -¡debería!- haber ocurrido años ha por más que
semejante expresión puede sonar quizá a no muy bien usada. En todo caso, cabe repetir, por aproximación, aquello de que «no hay mal que por bien no venga». Si bien más que mal, lo que se dice mal, apenas había sido. Pero sí es verdad que Juan XXIII pudo haber sido canonizado bastante antes y… ¡Él solo!
A partir del aún relativamente reciente 27 de abril, que ya ha quedado felizmente atrás, Angelo Giuseppe Roncalli, al que casi más, o por lo menos tanto, se le conoce y repite con cariñoso afecto como bendito San Juan XXIII, ya está reconocido e invocado como santo, en vez de como, hasta días meses y años antes, solo simple beato.
Uno tiene fresca la memoria, por haber estado presente, el día aquel que fue el 3 de septiembre del Año Santo 2000 en que Juan Pablo II lo proclamó Beato con no muy gran sino casi más bien con escasa satisfacción de los que llenábamos, no exactamente a reventar, la Plaza de San Pedro.
Y sin duda incluso también la de bastantes más JuanVeintitresÓfilos que a Roma, en tal circunstancia, se habían abstenido de acudir.
Sí: uno recuerda aquella mañana climatológicamente espléndida, emocionalmente sólo casi alegre, pero en verdad menos feliz y triunfal de lo que podría y hasta casi debería haber sido.
Juan XXIII, Angelo Giuseppe Roncalli, era uno de los «festejados». Sin duda alguna el que había representado el más que principal, casi único, atractivo del -diríamos- aproximadamente ochenta y tantos por ciento de los que habíamos afrontado el viaje y gastos de alojamiento para acudir a Roma como apéndice de las vacaciones veraniegas -reiterado: 3 de septiembre- que estaban a punto de culminar.
Los otros cuatro «festejados» -a los que en seguida se va a mencionar en escueto detalle- apenas se podrían sumar, como atractivo y por razones de accidental parentesco-familiar.
Los cuatro podrían sumar el atractivo de un muy escaso quince/veinte por ciento de los demás presentes aquella mañana en la Plaza de San Pedro.
En realidad, de la inclusión en el bloque de los cuatro restantes casi todos nos enteramos al llegar a Roma. Porque el más único que principal estimulante del traslado desde España y otras partes, con el consiguiente desembolso del viaje en avión tras el desembolso vacacional, había sido uno solo: Juan XXIII.
Uno -en compañía de su esposa- se enteró poco menos que accidentalmente, en un segundo último momento, de que en el «paquete» de los cinco entraba otro papa, además de Juan XXIII. Lo supo la noche antes, la del sábado día 2, después de cenar, viendo la televisión en un hotel escasamente «estrellado» cercano a la Piazza del Pópolo, donde había reservado alojamiento.
A tal hora la televisión transmitía un apasionado debate de buen nivel intelectual-dialéctico en el que participaban una docena de personas entre intelectuales, historiadores, políticos y un par de eclesiásticos.
Entre todos eran más numerosos los que estaban en contra que los a favor. Tengo que decir que en el debate no entraba el Papa Roncalli-Juan XXIII, que en ninguno de los participantes despertaba la menor duda ni polémica sino que más bien era objeto de unánime muy sereno consenso. El que constituía tema de apasionada discusión de carácter esencialmente histórico y polémico era el otro Papa: Pío IX.
En el debate televisivo -que se transmitía a través de una RAI/TV en la que aún no había metido las manos el Cavaliere Berlusconi- hubo un candidato a beato del día siguiente que, además de papa, había sido, por un tiempo, el último Papa-Rey de unos Estados otrora infelizmente definidos Pontificios, de dimensiones que nada tenían que ver con las del poco menos que liliputiense Estado Vaticano actual.
De tales Estados Pontificios, con el consiguiente nada esencialmente religioso «dominio temporal», un considerable número de italianos -¡y no sólo italianos!- arrastran un recuerdo tirando a infeliz, por haberlo vivido, estudiado y en parte sufrido. Sí, porque está emparejado con el recuerdo, durante siglos, de rivalidades, enconos y batallas nada, o casi, ejemplares, en que, también, por parte de varios sucesivos papas-reyes, la religión casi quedaba al margen si no se convertía en pretexto, y las alianzas y víctimas eran fruto y consecuencia de rencores y de despojos.
Estaba previsto y se sabía que el Papa polaco Juan Pablo II los iba a declarar beatos a todos. A los cinco -¡todos varones!- juntos, de una sola tacada. En el bloque entraba también, más bien destacado porque de la misma «categoría» que el Papa Roncalli, el otro papa, Pío IX, que por cronología lo había precedido de un siglo.
La verdad es que, aunque el Papa Wojtyla declaró, como estaba previsto, también beato a Pío IX, buena parte del público presente no se mostró tan satisfecha como acaso hubiera podido mostrarse, y como desde luego se mostró por la afectivamente prevalente compañía de Juan XXIII.
De los cuatro «festejados» como coprotagonistas por todos a la mañana siguiente presentes en la Plaza de San Pedro, el conocido, recordado y querido como Papa Buono, ninguno resultaba tan amado, recordado, y conocido como él. El cual Papa Buono, más que proclamado simple beato como estaba previsto, debería haber sido reconocido en justicia como santo, cual finalmente estuvo a punto de ocurrir ¡y ocurrió! quince años más tarde por ratificación de su homólogo y admirador ¡y dícese que parecido! Papa Francisco. (¿Hay algún lector que no haya tomado nota con adhesión a la confidencia que se le escapó a dicho Papa -en expresión con que se presentó a la humanidad, recién elegido, en el balcón central de la Basílica vaticana el 13 de marzo de 2013-: sí, la de Venido del Fin del Mundo?).
Pero ya ha llegado el momento de ofrecer unos datos esenciales sobre los cuatro «comparsas» cuyo reconocimiento de derecho a la «beatitud» no se cuestiona, habiendo todos ellos superado previamente los parece ser que rigurosos filtros de la Congregación para las Causas de los Santos. (Ya se sabe: examen de la vida, de la doctrina y… ¡un par de milagros!).
1) Pío IX: antes que papa con tal nombre, se había llamado Giovanni
Mastai Ferretti (13.05.1792-7.02.1878). Nacido en la provincia de Sinigaglia, de la región Le Marche, al sur del Lacio-Roma. Cuando él nació y hasta su casi ancianidad como papa, la región de Le Marche había formado parte de los Estados Pontificios. Fue Papa en el período 1846-1878. Convocó el Concilio Vaticano I, en el que quedó definida como dogma la infalibilidad papal y la Inmaculada Concepción de la Virgen. Un Concilio, por cierto, que se interrumpió y no llegó a clausurarse.
2) Tommaso Reggio: Nacido en Ventimiglia, Liguria, Italia (1818-
1901). Arzobispo de Génova y fundador de la congregación religiosa de las Hermanas de Santa María. Por supuesto, un hombre y pastor de almas muy espiritual, hoy conocido sobre todo por sus monjas, más bien escasas…
3) Guillaume Joseph Chaminade: Sacerdote francés, nacido en Périgueux-Mussidan, de la provincia de Burdeos (8.04.1761-22.01.1850). Dícese haber sido un hombre muy religioso, calificado como misionero apostólico, muy entregado a la formación de la juventud. Huyendo de la Revolución francesa, se trasladó por un tiempo a Zaragoza, convertido en muy devoto de la Virgen del Pilar y fundador de la Compañía de María (marianistas), conocidos en España por sus varios -otrora más importantes que hoy- Colegios del Pilar: en Madrid, Zaragoza, Valencia, Logroño, Cádiz, Jerez de la Frontera, Asturias…
4) Columba Marmión (1858-1901). De origen belga-irlandés, fue monje y abad benedictino, pastor de almas y autor de libros de reconocida doctrina ascético-litúrgica.
¿El recuerdo que uno conserva de aquella mañana romano-vaticana de clima espléndido? Habían transcurrido ya años -en torno a una veintena- desde que Juan Pablo II sufriera los disparos del turco Mehmet Alì Agka (13.05.1981) y de los ciento y pico viajes apostólicos realizados por el Papa polaco por el mundo entero (en España había estado -o pasado por- ocho veces), sin contar los viajes de «carácter doméstico» por Italia.
La mañana aquella del 3 de setiembre de 2000 lo habíamos visto acceder al altar instalado en la Plaza de San Pedro con una carga de años y de fatigas que de entrada lo hacían aparecer como físicamente tambaleante e inseguro, pero hacia el término de la larga ceremonia aparecía como sorprendentemente rejuvenecido.
Los peregrinos lo acogimos con generosos aplausos solidarios. Unos aplausos que parecieron ser aún más unánimes y generosos cada vez que pronunciaba el nombre del Beato Juan XXIII, al que elogió con generosidad, por más que sonaran más bien a elogios compartidos con Pío IX.
Por razones de simple «cronología papal», Juan Pablo II pronunciaba la lista de los cinco, empezando por el nombre de Pío IX. Arrancaban entonces unos aplausos que, siendo más bien breves, empalmaban con los que llegaban de inmediato subrayando el nombre del más reciente de pontificado y joven de años, Juan XXIII, que en realidad era más próximo y querido por los corazones de los presentes en la Plaza.
Sí, los aplausos del público que acogían la mención y elogio de Juan XXIII brotaban llenos de entusiasmo y se prolongaban más, bastante más, que los que hubieran sumado los de los cuatro restantes. Sin embargo, como la evocación ordenada de los nombres de componentes -¡cinco!- de la lista de «festejados» era seguida y larga, el «empalme» generaba una pequeña confusión.
Los devotos del Papa Bueno, pese a la circunstancial cualificación de simple beato, estaban esparcidos por toda la Plaza. Los que le aplaudíamos éramos, ya se ha aludido, más del ochenta por ciento del total de los presentes. A pesar de que -se leyó en más de un diario italiano y se notaba- al esparcirse la voz de que la efeméride iba a ser compartida por otros cuatro más y por un papa-rey, hubo no pocos devotos convencidos de Juan XXIII, mayormente bergamasco-lombardos, que con tácito disgusto habían renunciado a «bajar» hasta Roma…
A Pío IX le aplaudían -se aclararía en las crónicas periodísticas del día siguiente- sobre todo los procedentes de las regiones de Italia (Abruzos, Marcas, Puglia, Basilicata…) que habían formado parte de los Estados Pontificios. Lo cual no ocurría en razón de que la vida allí hubiera sido más cómoda y feliz que en otras regiones de Italia. Simplemente dependía de que entre tales regiones y otras, sobre todo las del norte -Piamonte, Liguria, Lombardía, Emilia, Venecia…- habían tenido lugar enfrentamientos bélicos que habían prolongado la dispersión italiana hasta que, justamente tras sucesivas invasiones llevadas a término por líderes que se llamaron Benso Cavour y Giuseppe Garibaldi, se llegaría a una tardía y sufrida unificación de Italia. Una unificación en la Italia actual que quedó ratificada con los Pactos Lateranenses firmados (11.02.1929) por el Duce Benito Mussolini en representación del rey de Italia, Víctor Manuel III, y el Cardenal Pietro Gasparri, Secretario de Estado vaticano, en representación del Papa que ya era -con otros tres de por medio: León XIII, 1878-1903; Pío X, 1903-1914; Benedicto XV, 1914-1922)- Pío XI (1922-1939) .
El lunes 4, antes de emprender un viaje de regreso a España donde el día siguiente tenía uno -y su esposa- que acudir al «curro», adquirí unos cuantos periódicos italianos que me refrescasen y analizasen, hasta donde fuese posible, el recuerdo de lo vivido el día antes en Roma.
Por cierto que, justamente el día 3 por la tarde, había acudido a una cita fijada telefónicamente ya antes de salir de Madrid con el arzobispo ya jubilado Loris Francesco Capovilla, otrora secretario particular, biógrafo, memoria viva y albacea testamentario de Juan XXIII.
Nuestro más que apreciado amigo Capovilla había llegado en coche desde Sotto il Monte en compañía de nuestro también entrañable amigo Marco Roncalli, resobrino y biógrafo detallista y objetivo de Juan XXIII.
Estaban cansados los dos, más un Monseñor Capovilla ya entrado en años, que bordea ya los cien en excepcionales condiciones de lucidez y buena memoria. El joven Marco Roncalli, que siempre ha vivido cerca del excepcional secretario de su Tío Abuelo Papa, actuaba como secretario suyo en aquella circunstancia, introduciendo y despidiendo por orden a la multitud de amigos -italianos, franceses, españoles, suizos, austríacos…- que nos habíamos citado con Loris Francesco Capovilla en circunstancia tan especial.
Un encuentro y cita que no se nos había fijado en ningún hotel o residencia eclesiástica del perímetro romano. Ocurrió en las cercanías vaticanas de donde Capovilla había transcurrido cerca de cinco años al lado y servicio de su inolvidable Papa Giovanni (para él en todo momento santo; para otros, por decisión más bien… escasa de su tercer sucesor, recentísimo simple beato). Para medio mundo y la otra mitad, santo. A Dios gracias ya reconocido por el Papa Francisco.
Capovilla y Marco Roncalli habían estado alojados, por escasas 24 horas, en el hostal vaticano de Santa Marta. Allí habían dormido, quizá no mucho, y allí nos recibieron a nosotros y a otros antes de emprender, la misma tarde del domingo día 3, viaje de regreso, en coche, con Marco Roncalli al volante, hasta Sotto il Monte.
No nos dijeron ni se lo preguntamos: si habían considerado proporcionada la celebración de «su» compartido generosamente con todos simplemente beatificado Papa Giovanni. Ellos dos, desde luego, y muchos miles de otros, presentes y no en la Plaza de San Pedro aquella mañana, lo recordaban mejor que nadie: incluso que todos los que habíamos acudido sólo por Él: por el Papa Juan XXIII.