En San Antón me están cuidando mucho. Han tenido muchos detalles conmigo. Caí enfermo y yo me iba a morir... Tal y como estaba, si no hubiera sido gracias al Padre Ángel me habría muerto esa noche
El miércoles, 24 de mayo, a las 11 de la mañana, la iglesia de San Antón acogerá la presentación a los medios de «Padre Ángel, la humildad y la rebeldía» (Planeta), una crónica de la vida del fundador de Mensajeros de la Paz y del pequeño milagro que se renueva cada día en la iglesia de San Antón y en muchos otros lugares de la Tierra.
El libro, escrito por Lucía López Alonso, nos muestra un relato hermoso y delicado, que recorre la biografía del sacerdote de Mieres y de su ONG, a través de la mirada de los más pobres, unidos todos en la convicción de que un mundo mejor es posible.
Por su interés, ofrecemos un adelanto de la obra:
Fausto le ha dado su manzana a Luis. Están cenando en el restaurante Robin Hood, y el postre de hoy no es para él: tiene los dientes destrozados y le faltan muelas para morder.Por eso le ha dado su manzana a Luis, con el que se entiende bastante bien, y no ha querido cambiarla por otra cosa, como le ha propuesto María, la camarera.
Convaleciente como está, a menudo tiene que obligarse a cenar, y casi nunca es capaz de tomarse los dos platos. Sus ojos verdes destacan, elegantes y dispuestos, sobre unas mejillas raquíticas. Solo tiene treinta y ocho años, y hace algo así como año y medio que conoció San Antón, la iglesia abierta del Padre Ángel.
Suele contar, cuando le preguntan por su historia, que ha estado cuatro veces en la cárcel. La de Brians 2, en Barcelona, fue la segunda de su vida. Y sin duda la que más dolor le dejó. «En Barcelona todo lo que me rodeaba era delincuencia. Me junté con gente que solo estaba para robar. Por quitarme de Barcelona, me quedé en la calle. Me vine a Madrid sin nada», cuenta mirando un
punto en el horizonte.
Llegó a la capital sin ilusiones. Era un expresidiario y no conocía a nadie. Empezó a quedarse en la plaza de Chueca. «Coincidí con gente alcohólica, que estaba ahí todos los días, y volví a engancharme al alcohol».
Entonces Fausto se dio cuenta de que, sin quererlo, había entrado en su tercera cárcel: la calle. De nuevo ese círculo cerrado que le hacía sentirse señalado, indispuesto, solo y sin valor. Hasta que un día alguien le habló de esa iglesia. «Estaba durmiendo en el cajero de Alonso Martínez y una mujer se paró y me habló de San Antón. Que allí te ayudaban, que al menos se está calentito. Como estaba cerca, me dio el punto y fui. Empecé a hablar con el Padre Ángel. Yo me fío de tan poca gente ya… Pero él es uno de los que sí».
Para el Padre Ángel, ocurrió en Viernes Santo. Para Fausto, sin embargo, solo era una noche de marzo. Y lo que pasó lo recuerda porque más tarde fue el Padre Ángel quien se lo contó. Uno de los amigos de Fausto entró en la iglesia y pidió ayuda al presidente de Mensajeros. Le dijo que Fausto se estaba muriendo. En ese momento, el Padre no recordó la cara de Fausto, pero supuso que era una de las personas que entraban a su templo a desayunar.
No caminaron mucho hasta que dieron con él. Estaba tirado, entre unos contenedores de basura en los que habría tratado de apoyarse, y el hueso del pómulo le resaltaba una mueca de dolor. «Dejadme aquí…, me muero». Fausto gemía. Pero el Padre Ángel venía acompañado, dispuesto a levantarle.
Fausto entreabrió los ojos, al contacto del agua templada en su espalda. Le estaban duchando en el baño de una pequeña pensión de la propia calle Hortaleza, la misma de la iglesia. Antes de eso habían tenido que preguntar en más de cinco. Todas les habían cerrado la puerta, porque Fausto olía a orina y heces y llevaba toda la ropa manchada. El Padre Ángel no había recurrido a ninguna charla moral para conseguir el sí del dueño de algún hostal. Tal vez, en el fondo, incluso a él le preocupaba que Fausto pudiera morirse ahí mismo, aquella noche arrendada. Estaba desnutrido, deshidratado y apenas podía moverse.
Así que el Padre Ángel no suplicó a nadie. Simplemente lo pidió con el mismo desenfado con que pide otras cosas. Sonriendo, ofreciendo un llavero de la Virgen de Covadonga a quien le escuchaba, dando las gracias cuando le daban el portazo y explicando que él se ocuparía de todo si dejaban pasar a Fausto esa noche en cama.
Por fin había dejado de pasar frío. Entre sábanas limpias, ya bañado, a Fausto le costó incorporarse para comer algo. Junto al Padre Ángel vinieron tres reyes magos. Paco, el director de San Antón en ese momento, le traía un termo con caldo. Sor Consuelo, la monja que capitaneaba la enfermería que el Padre Ángel acababa de montar en la sacristía de la iglesia, le dejó un bocadillo y algo de fruta, pero Fausto no tuvo fuerzas para probarlo. Y una tercera persona, una chica que también trabajaría en Mensajeros de la Paz, simplemente se sentó con él mientras Fausto se esforzaba en tomarse con pajita un poco de ese caldo.
A la mañana siguiente sor Consuelo le acompañó al hospital. Lo dejaron ingresado y en aislamiento unos cuantos meses. «Me dio un neumotórax y también me pusieron el tratamiento de la tuberculosis. El jamacuco hizo que me prometiera que dejaría el alcohol radicalmente. Porque no puede ser», cuenta un Fausto visiblemente recuperado.
El hospital fue su cuarta cárcel. De estar solo pero libre, en la calle, volvió al encierro. «Estaba atrapado entre la cama y la tele y tenían incluso que bañarme. Era como una especie de cárcel. Me sentía torpe y perdido otra vez». Pero Maite, una enfermera, le cuidó mucho. Los domingos, en su casa, preparaba tuppers y el lunes se los llevaba para que Fausto comiera lasaña y otros platos
que le apetecían más que la dieta del hospital de Cantoblanco.
Y un día de otoño, de repente, Fausto reapareció en la iglesia. Le habían dado el alta. El Padre Ángel dijo que era un resucitado, porque había desaparecido en Viernes Santo y volvía más vivo. Había engordado y se le veía guapo, en mejor forma.
El Padre Ángel le sonrió y le abrazó. «¡Cómo no voy a acordarme de ti!». Lo siguiente que hizo fue llamar por teléfono a esa chica de Mensajeros que seguía preguntándole si sabía algo de Fausto. Como le quedaban lagunas de aquella noche en la que le dieron el caldo con pajita, Fausto no se acordaba del nombre de aquella joven. Y desde entonces, cuando volvió a coincidir con ella en el
Robin Hood o por la iglesia, empezó a llamarla «mi niña sagrada». La que le acompañó la noche en que el Padre Ángel le salvó la vida. Quizá ella, que parecía tener veintipocos años, le recordara a su exmujer. A Rosa.
Fausto y Rosa se casaron cuando él tenía diecinueve años y estaba ya en la cárcel. Se conocían desde la adolescencia. Las únicas personas que iban a verle eran ella y la abuela de Fausto. Los demás no habían dado señales de vida en los dos años y veinticinco días que estuvo preso.
Pasó dos meses en La Modelo y después lo trasladaron a Brians 2. Dos años y veinticinco días que fueron la segunda y peor cárcel de su vida. «Yo no he tenido permiso y la condena me la he tirado a pulso. Me tiré dos años sin terceros grados, entre cacheos, recuentos y alienación».
La que con su compañía frecuente suavizaba toda esa frustración era Rosa. Pero en una ocasión le contó que estaba enferma. Le habían descubierto un cáncer de ganglio. Murió a los pocos meses, en el Hospital del Mar. Fue la tía de Rosa la que se lo dijo a Fausto cuando salió de la cárcel. Desde entonces, Fausto es viudo y tose con tristeza, como dentro de una cadencia de recuerdos de Rosa. Lo único que no le quitó la cárcel se lo arrebató el destino. Rosa, que era de las montañas, de Vic.
Siempre le gustó su nombre. Rosa de las montañas. Como de cuento. Porque a él su nombre, como la marginación, le había tocado de rebote. No lo eligió. Fausto, como el de Goethe. Fausto de la ciudad. Que sabe a qué huele el infierno y cómo tienta Mefistófeles. Que ha conocido muchas cárceles y el recuerdo de cada una le remuerde la piel.
«Si tengo que elegir alguna… A malas, prefiero estar en la calle. En la cárcel no hay libertad. Eso no puede ser para las personas. Te dan un sitio donde dormir, una ducha y un plato de comida, pero se te olvida quién eres». Fausto marea con la cuchara el plato de judías que se le ha quedado helado, mientras Luis se toma su segunda manzana.
«No lo sé, pero diría que el 90 por ciento de la gente que sale de allí no se reintegra. Te cabrea, pero es así. Te quedas fuera. Y de hecho hay muchos que salen y se van a robar al supermercado de enfrente, para que vuelvan a meterles». Fausto recuerda a uno que salió en la tele, que llevaba veinte años allí dentro… y al salir no encontró nada fuera. «Eso es tremendo. Pero yo le vi las orejas al lobo. Nunca volvería a la cárcel. Ni volvería a hacer nada que se castigue así».
El Padre Ángel, por suerte, no le hace sentirse como un niño desobediente. Como aquella Juana de Arco, él entiende que algunos pobres hacen cosas malas solo a consecuencia de su pobreza. Que personas como Fausto no han tenido malas intenciones, pero han robado lo que salía (bicis, en tiendas, tirando de bolsos) no tanto por voluntad como por haber padecido una enorme desigualdad
en las oportunidades. Porque han tenido que lidiar con una infancia inexistente, una educación truncada y un ambiente deprimido.
Y es que la marginación fue la primera cárcel que Fausto conoció. Estudió solo hasta la EGB. «En mi familia, en aquellos entonces, había pobreza… Éramos cuatro hermanos y era suficiente que no diéramos problemas». Desde pequeño, se movió en un barrio marginal, y a los trece o catorce años ya robaba. Fausto del arrabal. Al final, a sus padres sí que les terminó trayendo problemas.
Él era pescador y ella ama de casa. Fausto estuvo un año en el mar, trabajando con su padre, pero por un problema en la vista no pudo continuar. Su padre era pescador, pero era, por encima de todo lo demás que le importaba, una persona alcohólica. Repartía las palizas entre su mujer y sus hijos. Un día Fausto no aguantó más y le amenazó poniéndole la plancha en la cabeza. Le llevaron a un reformatorio en la costa. Se escapó y se quedó con su abuela, en su casa de la Barceloneta. Sus padres se estaban divorciando. Cuando cumplió la mayoría de edad, le trasladaron a cumplir condena en la cárcel.
«Le pedí a mi madre que dejara a su nueva pareja, que también le pegaba. Pero sigue con él y no tenemos relación. Se marcharon a vivir a Perpiñán y tuvieron otro hijo, Ismael, al que no he visto nunca». A su hermana Isa también lleva sin verla más de siete años, desde que se fue para Sabadell. En realidad, solo Jose, que vive en el Palacio de la Música, sigue yendo a ver a la abuela y a veces llama a Fausto y le informa de cómo está. «No hemos tenido infancia. Infancia ninguna. Y hemos terminado desperdigados. Nos quitamos de en medio para romper con nuestros padres».
Por eso a Fausto le hieren los listos que le juzgan porque nunca han tenido problemas. A menudo se pregunta cómo habrían reaccionado ellos para salir adelante desde una infancia como la suya. «Cuando los mossos me metían en el calabozo y me daban la paliza, pensaba que siempre funciona así. Que somos los cuatro pobrecitos que acabamos en la cárcel. Porque los grandes empresarios…».
Pero Fausto habla sin rabia perceptible. Aprieta los labios y mira fijamente, tan solo como niño cabreado reclamando atención. Como hombre sin un mínimo depeligro, que no puede morder ni una manzana. Lleva cuatro meses sin tocar el alcohol ni las drogas, y está mejor, aunque el tabaco está siendo lo más difícil. «En San Antón me están cuidando mucho. Han tenido muchos detalles conmigo. Caí enfermo y yo me iba a morir… Tal y como estaba, si no hubiera sido gracias al Padre Ángel me habría muerto esa noche».
La ayuda de los voluntarios de Mensajeros y el recuerdo de esa noche en la que casi tocó fondo le dan esperanza para tirar adelante. Sobre todo, la idea de una casa, en un futuro próximo. Una casa, que es lo contrario de una cárcel. Conseguir intimidad. Un sitio en el que estar, donde dormir, donde ser libre. Con una tele en su habitación, porque a Fausto le gusta dormirse con algo de luz y ruido, tal vez por la costumbre adquirida a la intemperie. E intentar hacer los papeles para que le den trabajo en la Once, que puede ser fácil a través de su minusvalía. Trabajar y estar tranquilo.
Cataluña le da una ayuda. Una no contributiva, que son 400 euros. Pero tiene que salir de la calle. Cubrir demasiadas necesidades. No tiene ahorros, ni despensa, ni nada. Aunque ahora sabe que cuenta con la ayuda del Padre Ángel y todos los que trabajan en San Antón. «Yo he visto al Padre por la tele irse a la otra punta del mundo para ayudar a alguien. Hoy está aquí, ganándose el
cielo conmigo, y mañana otra vez en un avión. No tiene prejuicios ni miedo a nada y eso nos lo pone más fácil a los que tenemos que pedir ayuda diariamente».
Fausto habla de la Sagrada Familia y de la Catedral del Mar. Y se acuerda, a saber por qué triste razón, de la esquina cercana en la que cuentan que los franceses bombardearon a unos niños del Barrio Gótico, y que siguen los agujeros en la plaza. Se sienta después de cenar en un banco de la iglesia de San Antón, y alguien le dice que el Padre Ángel ha querido convertirla en lo mismo que quiso Gaudí que fuera la Sagrada Familia. Una catedral de los pobres. Una casa para que los de los márgenes se sientan en el centro.
Antoni Gaudí lo consiguió representando en los muros de la catedral símbolos de la vida cotidiana de los más humildes. Pavos y gallinas. Los animales domésticos de las familias de clase trabajadora, en esa Barcelona a medio camino entre la dependencia del mundo rural y la industrialización. Los animales, en definitiva, que todos ellos tenían en casa.
El Padre Ángel, con el mismo objetivo -persiguiendo un sueño parecido-, colocó mesas camilla alrededor de la nave del templo. Y les puso mantel tricotado, como los de la casa de la abuela de Fausto. Y puso, además, enchufes y wifi, porque hoy el entorno de cualquiera es tecnológico. Así que Fausto puede poner a cargar su móvil y enchufar también la máquina de afeitar.
No puede pagarse un barbero, pero quiere dejar de ir tan estropeado. Y mientras maquinilla y móvil cargan, piensa en que, sin ese aparato, no podría saber nada de cómo está su abuela. Ese móvil y ese lugar le dan una tranquilidad especial.
Tan cuerdo como puede, después de haber recibido cien mil golpes en su vida, Fausto ahora quiere quedarse tranquilo. Recuperarse del todo y seguir siendo Fausto, un niño bombardeado, pero con un futuro más fácil que el pasado.