El hombre - y más el cristiano- es -debiera ser- tanto, o más, filósofo, que teólogo
(A. Aradillas).- «Probablemente no haya ningún otro caso en la historia de la filosofía contemporánea de un filósofo cuya vida y obra -desde su primera juventud hasta su vejez-, estén tan orientadas hacia Dios. A pesar de tantas dificultades, calumnias e incomprensiones, Julián Marías nunca se desanimó en su tarea de construir una filosofía más apta para hacer inteligible la revelación cristiana. Por eso merece ser calificado como apóstol de la divina razón«.
Subscribo con feliz complacencia el juicio anterior relativo al libro sobre Julián Marías, cuyo autor es Enrique González Fernández, doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación, profesor de la Universidad de San Dámaso de Madrid, y entre cuyas obras editadas por «San Pablo», destacan «Conocer a Dios» y «La belleza de Cristo: una comprensión filosófica del Evangelio».
Sus 573 páginas están antecedidas por un prólogo de Harold Raley, quien reconoce y proclama que, «con singular acierto, el autor ha podido organizar, desde una perspectiva particularmente atractiva, el vasto panorama intelectual y humano que son la vida y la obra de Julián Marías. Este libro invita a meditar, pensar y sobre todo, a seguir explorando los terrenos y horizontes que descubre…»
Y es que, de filósofos- filósofos está hoy necesitado el mundo en el que vivimos. También lo está la Iglesia. La filosofía que encarnó y encarna «el insigne filósofo español» (1914-2005), a cuyo adoctrinamiento y vivencia consagró su vida, es de radical importancia en el pensamiento actual, como respuesta a los profundos interrogantes y problemas que la definen con exactitud. El subtítulo del libro «Apóstol de la divina razón», es eco fiel, y está tomado del primer soneto de las «Rimas sacras» de Lope de Vega, poeta arrollador y también filósofo, «razón vital esencial, en el cristianismo», en la que Marías encontró su máxima manifestación en el contexto cristiano», y a cuya temática este dedicó el artículo titulado «La divina razón en olvido», convencido, al igual que lo estuvo San Bernardo, de que «este mundo tiene sus noches, y no pocas».
A título personal, y para mayor conocimiento de Marías, recomiendo la lectura del libro de E. González, quien en sus páginas 483-484, refiere que «cuando murió Ortega, en 1955, Marías escribió que espetaba «seguir conversando con él. Como creo en la vida perdurable, cuento con esa conversación infinita. Y como también creo en la resurrección de la carne, espero oír otra vez su voz entrañable y sentir en mi mano su mano eternamente amiga». Por cierto, recién muerto Ortega, un artículo de un conocido eclesiástico, en uno de los ataques más llenos de odio que contra él se han escrito, llegaba a decir -¡un religioso¡- que confiaba en que hubiese encontrado las puertas del cielo cerradas…En la muerte de Azorín escribió «creo que ahora tendrá Azorín, junto, ante sus ojos nuevamente abiertos, todo lo que fue mirando con amor durante casi un siglo…Siento ahora la necesidad de tender la mano a Azorín, en despedida, y darle las gracias. y de darle las gracias a Dios por él».
Filósofos como Julián Marías son tan necesarios hoy en la Iglesia como los teólogos. Me atrevo a aseverar que lo son en mayor proporción y urgencia. La clásica referencia a la filosofía como auxiliar -«ancilla»- de la teología, precisa de un replanteamiento intelectual más serio y objetivo, y al margen de pías y timoratas consideraciones teocráticas. El hombre – y más el cristiano- es -debiera ser- tanto, o más, filósofo, que teólogo.
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