"Mi hermana me recuerda mucho a Jesús: pisar tierra y pisar nube"

José Gómez sj: «María Victoria estaba con los perdedores, los atacados, los represaliados, los descalificados»

"Tenía una vocación especial en la Iglesia, precisamente porque amaba a los marginados"

José Gómez sj: "María Victoria estaba con los perdedores, los atacados, los represaliados, los descalificados"
José Luis Gómez, sj RD

Tenía un carisma especial, una gracia y una simpatía, que casi todos los testimonios de este libro subrayan la luminosidad de su mirada

(José M. Vidal).- «Auténtica persona, auténtica humana, auténtica cristiana». Así es como José Luis Gómez, sj describe a su hermana, María Victoria Gómez Morales, en su nuevo libro, «Libre me hiciste, y libre con amor a todos me entregué» (Nueva Utopia). Una mujer que «tenía una vocación especial en una Iglesia que ha usado la represión, precisamente porque amaba a los marginados»: Estaba siempre «con los perdedores, con los atacados, con los represaliados, los descalificados: con los descartados, que diría Francisco».

Hoy tenemos con nosotros José Luis Gómez. Es un jesuita con muchas horas de vuelo y mucha dedicación a distintos ámbitos de la Compañía, tanto en España como en Latinoamérica, especialmente en Perú. Ha trabajado, entre otros, con el padre Llanos y con el padre Díez Alegría, y hoy viene a Religión Digital a presentarnos un libro. Un libro experiencial sobre su hermana, una mujer extraordinaria que falleció hace unos meses.

Bienvenido, José Luis.

Muchas gracias por invitarme.

¿Quién es José Luis? Sabemos que es un jesuita muy comprometido; toda la vida en la brecha del compromiso del ámbito social de la Compañía, ¿no?

Pues sí. Yo creo que he tenido, dentro de la vocación a la Compañía, una vocación especial a la marginación desde siempre. Ya en mis estudios buscaba ir a fábricas; en mis ratos libres iba a dar clases a obreros de Pegaso. Y lo mismo en Granada, donde estuve en barrios periféricos. Y cuando me destinaron a un colegio de clase media en Villafranca de los Berros, no me sentía a gusto y pedí al provincial traslado a una escuela profesional, para trabajar con gente obrera.

Después, pedí el traslado al Perú pero no a Lima -donde se vive de una forma más occidental, sobre todo en el centro- sino a zonas marginales, como la sierra o la selva. Y allí fui, primero un año a Abancay, un departamento pequeño. Luego, cinco años en Arequipa trabajando en barriadas, que allí se llaman pueblos jóvenes, con los jóvenes y los habitantes de la inmigración interior.

En Vallecas ¿estuviste mucho tiempo con Llanos, con Alegría y con esta gente famosa?

Sí. Catorce años. Además, quiero reseñar que Díez Alegría fue el que me marcó mucho más las tendencias críticas -que ya tenía yo- frente al franquismo. Y, sobre todo, como profesor de ética nos dejó una huella muy profunda en cuanto que nos daba una visión muy crítica, pero muy evangélica de la moral y de la historia de la Iglesia y de nuestro mundo occidental.

¿Con Llanos también conviviste?

Sí. De los catorce años que estuve en El Pozo del Tío Raimundo, los últimos diez estuve viviendo con él.

¿En su misma casa?

Sí.

Entonces, ¿teníais una pequeña comunidad?

Sí. Éramos tres. Curiosamente, y aunque era maravilloso y un genio, tenía un carácter muy difícil. Fui el único jesuita -como digo en una entrevista que me hizo el padre Lamet- que le aguantó un poco. Recuerdo que me decía: «qué curioso; no sé por qué todos los jesuitas viven en la otra casa».

Creasteis una forma de especial de ser jesuitas en las periferias -que dice Francisco- de Iglesia en salida.

Cuando yo llegué a El Pozo ya no era el primitivo Pozo: embarrado, sin luz y con chabolas muy míseras. Ya estaba asfaltado, con luz, con chabolas un poco mejoradas, con gente trabajando y con transportes muy cercanos a Madrid, que enseguida se llegaba a Atocha.

Pero, sin embargo, cogí la remodelación del barrio que, por presiones de líderes que formó Llanos y él mismo, consiguieron que el ministro de la Vivienda firmarse la remodelación de El Pozo, que eran 2.000 familias. La comisión de la junta de vecinos que se formó seguía las obras muy estrictamente y no permitían que dieran gato por liebre; vigilaba que se mantuvieran los planos, la dimensión de los tabiques, etc., y salieron unas viviendas magníficas. Yo estuve en ese cambio: vivíamos en una chabola un poco grande, pero vi cómo la derribaban y nos daban una vivienda nueva. En ella viví tres años más con Llanos. En total pasé siete años en la chabola y tres en la vivienda nueva con él.

¿Con Alberto Iniesta coincidiste?

Sí, plenamente. Justo tengo un recuerdo magnífico de él, porque puso en marcha el Concilio en Vallecas; llegó a crear 2.000 grupos de presión. Luego fue un palo muy grande el que tuvo que soportar cuando le prohibieron la clausura de ese trabajo por presiones de los Guerrilleros de Cristo Rey.

La Asamblea de Vallecas.

Sí, por estas presiones de los Guerrilleros de Cristo Rey y del Opus, parece que el ministro del Interior dijo que peligraba la seguridad y suprimió el acto. El mismo Tarancón no dio la cara y le dejó a Iniesta, en la Ciudad de los Muchachos, decir a la gente que se había suprimido el acto, con gran contrariedad de todos los que habían trabajado en en esos grupos.

Fue una persona muy cercana, muy sencilla. Un poco marginado por la jerarquía, que hasta le llegaron a enfermar con el vacío que le hicieron en la Conferencia Episcopal.

Fue cuando se tuvo que ir a Albacete.

Sí. Y pasando antes por el psiquiatra dos veces en Barcelona. Le dijeron que si quería curarse que no tuviera responsabilidades, y que se dedicara a escribir o a dar charlas. Entonces se fue a Albacete.

Al seminario.

Era una persona entrañable, cercana, comprensiva… Tengo un gran recuerdo de él. Un gran pastor.

Con Tarancón también coincidiste, claro.

Sí, sí.

Aunque imagino que le verías menos.

Sí, pero le admiré muchísimo, sobre todo cuando mi hermana misma también lo quería a rabiar. Vi todo lo que fue perseguido y atacado en el último franquismo. Era un modelo de dejar hacer y de comprensión total, como por ejemplo con el rector del seminario, que le presentó su plan y le dijo: mira, yo no lo veo, pero si tú lo ves, adelante.

¿Estás hablando de Juan de Dios Martín Velasco?

Sí.

Tarancón era extraordinario. Extrañó mucho a los curas de Vallecas el que no diera la cara. Pero eso es peccata minuta.

¿Eráis tan rojos como decían en aquella época: Vallecas, la roja? A Iniesta le llamaban el obispo rojo, a los curas… ¿A qué venía ese mito?

Sí, sí. Me acuerdo de mis compañeros, algunos han evolucionado hacia la derecha… Pero yo pegaba carteles del Partido Comunista de noche, como un laico más. Y recibimos en casa una visita de Carrillo cuando todavía estaba clandestino. El padre Llanos también iba a ver normalmente a la Pasionaria. Yo le llevaba a su casa, porque hacía calor y me daba pena; tenía que coger varios autobuses. Nos era muy querido el Partido Comunista, y las fiesta del PC en septiembre, pues estaba allí en la mesa presidencial.

No era un mito Llanos. Y, normalmente, todos los otros o eran curas obreros o como yo, que me dedicaba a la enseñanza, porque ya llegué con cierta edad y no encontré otro trabajo. No queríamos vivir cobrando por nada en la parroquia. Eran servicios gratuitos. Fue un cambio de mentalidad que hubo en nosotros, y de vivir -que eso fue lo grande de Llanos- como un vecino más. Sin buscarse una casa especial ni querer elegir una parroquia de lujo, sino sencilla.

Por cierto, ¿cómo casaba él eso de tener el carné del PC, de ser comunista y ser cristiano? ¿Lo casaba bien?

Sí. Yo, cuando vine del Perú, venía tocado por la pobreza que vi allí. Asistí al nacimiento de la teología de la liberación y teníamos grupos. Precisamente por pertenecer a uno de esos grupos estoy aquí: la policía me puso en el avión por presiones, parece, clarísimas del arzobispo, que no estaba de acuerdo con los teólogos de la liberación.

Entonces, cuando llegué aquí, tocado de que había que dar un cambio a a Iglesia, -habíamos estudiado mucho los fantásticos documentos de Medellín, este año se celebra el 50 aniversario- me encontré con la base que tenía yo de Díez Alegría, que nos había desmontado ese anticomunismo visceral, como él decía, y que tardó diez años en superar. Entonces, con ese ambiente que encontré en El Pozo, nos hacíamos del partido.

Y a la pregunta de cómo conciliaba, te diré que lo conciliaba muy bien, porque nosotros, todos, entonces pensábamos -yo sigo pensando así y otros han evolucionado- que el capitalismo también es ateo.

El comunismo ha sido muy atacado no por ser ateo, sino porque quería un cambio de mentalidad y de política. Quería quitar privilegios y hacer más igualitaria la sociedad. Y se esgrimía el ateísmo para justificar estos ataques. Como decía Alegría, Llanos y yo mismo en mi modesto saber, si Marx hubiera cogido una Iglesia progresista o de tipo comprometido con el Concilio Vaticano II, lo mismo no hubiera proclamado tan fuerte el ateísmo ni la alienación religiosa.

En ese sentido veíamos, por ejemplo, a un gran amigo de Llanos, Comín, que por cierto me hizo muchísimo bien el libro «Cristianos en el partido, comunistas en la Iglesia». La idea era cómo, con un cristianismo abierto y crítico, se puede compaginar tener un carné del partido comunista. ¿Por qué? Porque pensábamos que no era esencial el ser ateo en el mundo comunista, o marxista mejor. Lo que pasa es que el comunismo ha sido muy desprestigiado por las actuaciones de Stalin y la dictadura de la URSS. Pero el eurocomunismo que trajo Carrillo, con Marchais en Francia y Berlinguer en Italia, hizo un comunismo de rostro humano.

Es lo que ahora dice el papa Francisco, que los primeros comunistas fueron los primeros cristianos. Un poco en esa línea.

En Hechos 2 está la frase famosa, que es muy socialista: que a cada uno se le repartía según sus necesidades. Y en la parábola de los talentos, se pide que cada uno rinda según sus posibilidades.

Vamos a hablar del libro. Hemos hablado un poco del autor, que eres tú. El libro está dedicado a tu hermana. Cuéntanos un poco, para que la conozca la gente. Para los que la conocimos y la quisimos, fue una mujer extraordinaria.

Sí, así lo creo y el que lea el libro verá que no es cariño de hermano, como me han dicho algunos al leerlo: «pensábamos que era cariño de hermano, exageraciones… Pero no, es que tu hermana era fuera de serie».

¿En qué sentido? Cuáles crees tú que eran las cualidades más importantes que tenía María Victoria Gómez Morales.

Como he subrayado en el libro, lo que más me gusta de ella era que sabía conciliar extremos aparentemente irreconciliables. Del libro ochenta páginas son mías y cincuenta de colaboradores; gente que la conoció, sobrinos, parientes y amigos.

Por alguna de estas contradicciones aparentes que ella sabía compaginar con sencillez, a mí me recuerda mucho a Jesús de Nazaret: pisar tierra y pisar nube. Amante de la utopía y luego cercana y real en sus enfrentamientos con la situación y queriendo responder a esa situación.

Otra cualidad, por ejemplo, la curiosidad inmensa que tenía por todo y la frialdad absoluta por los que se enriquecen. Y otra cosa que hizo muy bien: hacer bien lo difícil y dificultad para hacer lo fácil, si no lo veía.

Siendo sesenta años religiosa, que se salió, -con esa gran libertad que tuvo- a los ochenta años, mi hermana es un grito de libertad. Siendo, además, una religiosa que estaba de vida contemplativa, como decía ella.

¿En qué congregación?

Redentorista.

Era un grito de libertad; mi hermana vivió muchos años antes del Concilio, cuando se sacralizaba la autoridad del superior, y que ella haya hecho unas denuncias espectaculares contra jerarcas de la Iglesia que le parecía que no vivían el Evangelio, es un milagro psicológico o, para un cristiano, es una acción fulminante de la gracia del amor de Dios en ella.

Sale, entonces, a los ochenta años de la congregación y nunca deja de ser monja.

No, ella no sale porque quiera llevar una vida más mundana, al revés: el convento se había dividido en tendencias y ella llega a decir que quiere salir para poder seguir su vida contemplativa. Y se defiende frente al vicario para religiosas, que no creo que la comprendiera. A un cardenal que lleva su caso, cuando le pide la exención de votos, llega a decirle en una carta respetuosa, pero firme: «Usted está muy lejos y no se da cuenta de las circunstancias de mi vida, pero yo no me salgo porque quiera rechazar la cruz de Cristo, sino porque quiero vivir mi vida de unión con Dios».

Hasta tuvo los planes de hacer una ermita en la ciudad, en un piso, para que la gente fuera allí a reflexionar y guardar silencio.

Era unos de sus sueños.

Sí. No llegó a tener la financiación necesaria, pero lo intentó.

Y fue toda su vida una mujer consagrada.

Sí.

Que jamás dejó sus votos; vivió como una monja pero exclaustrada, digamos.

Sí, es otra unión de cosas contradictorias: fue enormemente contemplativa y el que lea el libro verá que tiene tintes fuertes místicos, pero con una acción exterior vibrante, apasionada, en defensa de los débiles, de las prostitutas, de los gays, de las lesbianas, de los presos, de los alcohólicos, y que lo manifestó en diversos sitios. Por ejemplo, en sus cartas al Papa y a varios obispos defendiendo a los gays, que habían sido atacados por algunos jerarcas de la Iglesia, y a las lesbianas. Ella oraba con un grupo de gays y lesbianas.

Con los alcohólicos y ex-drogadictos, mientras se repartía la metadona hablaba con ellos. Un día vino la televisión y lo hacía tan bien, tan espontánea y tan sentida que todos le dijeron: habla tú. Y cuándo le preguntaron: ¿cómo, a sus ochenta años, se ha puesto usted unos vaqueros y ha venido aquí a hablar con esta gente tan deteriorada?

Ella contestó: Precisamente por eso, porque están deterioradas hay que darles ilusión, esperanza y amor en la vida.

Porque tenía aspecto muy frágil, y al mismo tiempo era tremendamente fuerte a todos los niveles.

Sí, sí. Eso decían sus amigos, porque supo rodearse de grandes amistades y sencillas. Siempre de calidad humana.

A mi amigo Jaime Garralda, creador de Horizontes Abiertos, le quería muchísimo. Nosotros teníamos una comunidad en Cadarso, enfrente de donde fue ella a parar, en una residencia de carmelitas. Se hicieron muy amigos. Él narra lo que tú me dices: «la niña nos mandaba a todos; pequeñita, indigente, suplicante en su pedir, parecía viejecita. Pero si te acercabas caritativo a ayudarla, te encontrabas con diez órdenes tajantes de obligado cumplimiento». Y luego describe su cuartito especial: «No tenía nada, pero tenía de todo para dar». «Con frecuencia se iba corriendo, como siempre, a no sé dónde». «Ella, a veces tampoco, pero siempre encontraba a Dios».

Otra de sus características era esa precisamente, que dentro de su fragilidad, pero dentro de su fortaleza, consiguió aglutinar a toda una serie de personas con las que mantenía una estrecha vinculación: llamaba continuamente, estaba al día, le llegaban informaciones por todas partes. Y gente muy diversa; desde la más marginada hasta teólogos, obispos, etc. ¿Cómo era posible que aglutinase a gente tan dispar?

Primero, porque no tenía barreras. Y luego, tenía una vocación especial en una Iglesia que ha usado la represión, precisamente porque amaba a los marginados. Ella y yo éramos hermanos y pensábamos prácticamente igual. Tuvimos esa vocación. Nos compenetrábamos perfectamente; ella me envidiaba a mí y yo a ella en lo que hacíamos cada uno.

Ella estaba con los perdedores, con los atacados, con los represaliados, los descalificados: con los descartados, que diría Francisco. Y en ese sentido con los que luchaban desde la pluma; teólogos, periodistas, gente de pensamiento y hasta gente de acción, como Jaime Garralda, de las cárceles, y los mismos colectivos marginados como los gays y lesbianas o los drogadictos y alcohólicos que iban a tomar la metadona al templo de Debod, enfermos, ancianos, niños…

Tenía un carisma especial, una gracia y una simpatía, que casi todos los testimonios de este libro subrayan la luminosidad de su mirada. Que tenía una impresionante luz en los ojos y que nada más verla se quedaba uno impactado. Bastaban quince minutos con ella para estar en su bolsillo. Lo mismo se mete en el bolsillo a su profesor de informática, que se hace amigo y le lleva a la novia, viéndose más como amigos que como informáticos, que a su dentista, que no la cobra y encima la ayuda económicamente, y como tantísima gente del barrio, que se conocía el nombre de los porteros, de los comerciantes…

Era de una simpatía arrolladora. Tenía una cosa especial, que los cristianos llamamos la gracia de Dios: una alegría, entusiasmo, paz, equilibrio y armonía tales, que cuando fue a ver al que fue provincial de los carmelitas y experto en espiritualidad carmelitana, después de dos horas me dijo «quédate tranquilo que si tu hermana sale del convento es de Dios. Porque la veo así, con esa paz, con esa luz, con esa alegría, que esto es de Dios».

Era capaz de luchar y al mismo tiempo conservar la serenidad. De conservar la paz. Porque, en sus denuncias -que decías antes- también fue muy contundente; todos recordamos una carta célebre, que salió en el diario El País denunciando al cardenal Rouco.

Sí. Al cardenal Rouco, a Fernando Sebastián, arzobispo de Pamplona y a García-Gasco, arzobispo de Valencia.

Me pidió, un frío día de abril de 2006, que la llevara a la Nunciatura. Llevaba un mamotreto de 600 folios para presentar una denuncia ante ellos, por haber guardado ese silencio de los pastores -que diría Castillo- frente a los ataques de la extrema derecha, que ponían a parir a lo mejor del pensamiento teológico español, incluso a algunos ministros que no eran de su cuerda.

La extrema derecha tuvo -desde la COPE, la televisión de la Iglesia y algunas revistas que tenían la ayuda de estos obispados- carta blanca para decir toda cantidad de calumnias y de soecidades que mi hermana denunció y que apareció en doble página un domingo, entrevistada por José Luís Barbería, con esa libertad que dejó pasmada a la opinión pública.

¿Hubo alguna reacción por parte de Rouco, por ejemplo?

No personal. Ella siempre quiso hablar con él, pero no lo logró. Ella era amante del diálogo y pensaba que siempre era posible.

A Rouco, en el convento sí que le puso alguna banderilla. En tres ocasiones. Por ejemplo un día, cuando se cambió de acera porque había algunos que empezaron a meterse con él. Aunque no directamente, mi hermana le preguntaba: ¿y por qué usted no se paró a hablar con ellos en vez de cambiar de acera?. O cuando Rouco ensalzó el documento sobre la eucaristía, mi hermana, que ya lo conocía, decía: «bueno, yo tengo una pega; ahí dice que de los sacerdotes que no cumplan las normas de los rituales, los mismos laicos informen al obispo. Esto es fomentar el chivateo». Y dice Rouco: ¿y cómo me podría yo enterar, si no?

Tenía una libertad que, junto con su dedicación a los perdedores y marginados de la sociedad y acompañada de esa gran espiritualidad, de esa vida íntima y profunda, llevaba siempre el sufrimiento de los pobres de la tierra a la oración. Y lo dice en un puñado de oraciones que dejó escritas, que indican que todo lo que vivía era fluencia sencilla y natural de su vida íntima con toda la trinidad. Tiene frases maravillosas, algunas las he reproducido en el libro.

Lo que más le dolía era la situación de marginación en que la propia institución dejaba a los colectivos más marginados. Últimamente me hablaba mucho del colectivo gay, el LGTB. Que acudían a ella par que les dijese que seguían siendo hijos de Dios y le dolía mucho que su Iglesia les cerrase las puertas.

Precisamente tiene una carta a Fernando Sebastián -que tildó de enfermos a los gays- diciendo cómo no son enfermos, sino que es una tercera manera de ver el sexo. Y cita a ilustres psicólogos, psiquiatras, médicos y moralistas que defienden esta postura. Y se lo dice al cardenal en defensa de este colectivo. Y también tiene una carta al Papa en la que le viene a decir que siga en esa línea de cuando este dijo que quién era él para condenarles.

Cuando llega Francisco se le abre un nuevo horizonte. Lleva toda una vida luchando, y la ve, al final, reconocida y valorada.

Se volvió loca de alegría y escribió esa carta, que reproduzco íntegra en el libro porque es una preciosidad. Y además de escribir al Papa felicitándole y animándole a proseguir, le dice -desde su humildad- una serie de campos en los que debe actuar. (Ríe).

Es maravilloso que, cuando ya denunció lo que había que denunciar, dice: «Deseo no poder nada… Nada, más que amar y no condenar. Por eso me alejo de tanto poder, de tanto dictar normas para los demás, de tanto enjuiciar y sentirme maestra de mis hermanos. No tenemos más que un Padre y un Maestro; todos somos discípulos indignos de tal Padre y de tal Maestro. Lo siento si ya no puedo denunciar más, me quedo con el amar a fondo perdido y pedir humildemente que Él y solo Él me enseñe la verdad de su Evangelio, de su entrega, de su comunión con el Padre y con los hermanos».

Hemos conocido y querido a una santa…

Sí. Aunque yo también pienso, como ella pensaba, que no hacen falta canonizaciones; más que santa, el ser auténtica persona, auténtica humana, auténtica cristiana. Si no hay humanidad en el cristianismo, con el humor con el que ella vivía… Como destaca mi hermano en un artículo: «si no hay humor, no hay amor». No cabe duda que ella supo conciliar esa alegría que decías que tenía siempre, a pesar de que trabajaba con los marginados.

Y a pesar de lo que sufría. Porque en los últimos años sufrió muchísimo, físicamente.

De su vida de dolor, lo que más me impresionaba fue una frase que reproduzco aquí: «Cuarenta y dos años llevo pasando hambre, hambre que me muero».

Y es que tenía muchas enfermedades, estaba hecha un cuadro: tenía hepatitis C, tenía el esqueleto de cristal, tenía cirrosis, las piernas ulceradas… Una debilidad extrema. Y a veces tenía que pasar cuatro o cinco días a base de agua de limón. Y no se le notaba. Y claro, pasaba hambre, pero si comía se le hacía un nudo en el estómago porque no digería bien. Y tenía que dejar de comer. Pasaba hambre.

Y aguantó así muchos años. ¿Qué edad tenía cuando murió?

Noventa y uno: «Mujer enferma, mujer eterna».

Y últimamente en silla de ruedas; no se podía desplazar. Pero siempre que llamaba, cada vez que hablábamos, nunca se quejaba. Nunca hablaba de ella misma.

Nunca. Y si se le preguntaba, respondía rápidamente y además decía: «yo no soy como esas viejas que están siempre contando las pastillas y las recetas que le han hecho los médicos» Se limitaba a informarte escuetamente y pasaba a otra cosa.

Una delicia de persona para los que hemos tenido la suerte de conocerla y disfrutar de su amistad.

Para los que no la han conocido, aquí tienen un libro que lo explica bastante bien: «Libre me hiciste, y libre con amor a todos me entregué». Es de la editorial Utopía y está disponible para los que queráis conocer un poco más a esta mujer que ha sido María Victoria Gómez.

Tenemos un ángel en el cielo, ¿no?

Así es. Yo la veía tan deteriorada, que no he sufrido nada porque la fe me ha dicho: ha dejado de sufrir. Y aunque ella era inmensamente alegre, que llegaba a reconocer que había días que no podía dormir… ¡de la alegría que tenía!

De la alegría y de la espera de encontrarse con el amado. Era una espiritualidad de esas profundas, muy mística y al mismo tiempo muy realista: con los pies en la tierra.

Se ponía hablar de la muerte como el que habla de un viaje que va hacer en verano a un país bello. Era natural en ella. Nada de miedo; con ilusión y esperanza de encontrarse con su amado Jesús. Dejó la misa de pascua completamente milimetrada; cantos, lecturas, gente que la tenía que leer.

Y en el altar, sus símbolos, que sacó un grupo de amigos carmelitanos de la Unión Carmelitana Ecuménica, a la que ella pertenecía. Era una ecuménica convencida, estaba metida también, con su padre Galindo, en el diálogo con el mundo islámico, conoció a Bahais. También tenía grandes amigos que no eran creyentes, o eran agnósticos.

Dejó muy determinada la misa en todos los detalles. Hasta mi hermana mayor le pasó una mortaja, y ella la llevó a arreglar porque le quedaba un poco grande.

La modista le preguntó: y ¿esto qué es?
Y ella dijo: es para estar frente a mi esposo.
Pero su esposo… ¿Está casada?
Sí, sí, yo me casé con un señor que nació hace dos mil años.

Siempre decía: «yo soy el cervatillo de Dios» refiriéndose a la figura de Salmos.

O «el brinco de Dios», que dijiste tú en el reportaje de RD, que incluyo en el libro y que te agradezco de nuevo.

Es un placer. Ha sido un placer conocerla y contar con ella. Que desde allá arriba nos proteja. José Luis, muchas gracias.

A ti.

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Ella estaba con los perdedores, con los atacados, con los represaliados, los descalificados: con los descartados, que diría Francisco

Tenía un carisma especial, una gracia y una simpatía, que casi todos los testimonios de este libro subrayan la luminosidad de su mirada

Bastaban quince minutos con ella para estar en su bolsillo

Tenía una libertad que, junto con su dedicación a los perdedores y marginados de la sociedad y acompañada de esa gran espiritualidad, de esa vida íntima y profunda, llevaba siempre el sufrimiento de los pobres de la tierra a la oración

Aunque yo también pienso, como ella pensaba, que no hacen falta canonizaciones; más que santa, el ser auténtica persona, auténtica humana, auténtica cristiana

Para saber más acerca del libro, pincha aquí:

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Autor

José Manuel Vidal

Periodista y teólogo, es conocido por su labor de información sobre la Iglesia Católica. Dirige Religión Digital.

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