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28/10: Memoria de Juan XXIII

José G. Rodríguez, Jueves, 25 de octubre 2007

El 28-10 será, para algunos, una fiesta gorda. No tanto para otros, a los que me sumo. Coincido con éstos en, cuando menos, razones de escasa oportunidad. Pero tengo para mí que una contrariedad íntima se puede contrarrestar con una satisfacción no menos íntima y acaso no menos auténtica.
Uno la propone y sugiere a cristianos sinceros. Los hay, aunque no formen parte de la jerarquía eclesiástica ni estén apuntados a grupos que usan la religión más como instrumento de poder que de testimonio cristiano. Tienen derecho a una satisfacción legítima.

Me vino, hace casi un mes, de conversación telefónica con un arzobispo italiano ya emérito, que fue varias cosas. A sus ya 91 años de edad recién cumplidos, mantiene una lucidez envidiable. El arzobispo Loris Francesco Capovilla.

Cincuenta año de la elección de Juan XXIII

¿Verdad que les suena? Sí, estoy convencido de que a muchos. El mismo que fue secretario del Cardenal Patriarca de Venecia, Angelo Roncalli desde 1953 hasta 1958, y que, desde exactamente el 28 de octubre de 1958, lo siguió siendo del que resultó elegido Papa con el nombre de Juan XXIII. Lo fue hasta la muerte de este Papa por antonomasia Bueno, el 3 de junio de 1963.

Según le escuché al arzobispo Capovilla, el 28 de octubre de 2007, en coincidencia con la “fiestaza” de los quinientos-menos-dos mártires de la… “cruzada”, arranca en Bérgamo, cuna de Angelo Roncalli, el comienzo del cincuentenario de la elección de uno de los Sumos Pontífices más queridos no sólo del siglo pasado y de lo que llevamos de éste, sino de toda la historia de la Iglesia.

¡Qué gran Papa el sencillo, prudente, culto, manso y humilde de corazón Juan XXIII! Uno recuerda la casi retórica con que se decía, recién fallecido Pío XII, que difícilmente iban a dar los cardenales con un sucesor a la altura del Papa Pacelli. Y recuerda, como recordarán cuantos vivieron aquellos hechos la feliz sorpresa que en todos produjo, ya al día siguiente de la elección, la noticia de los primeros gestos llenos de humanidad y de evangélica sabiduría del nuevo Papa.

Se lo quiso canonizar “por aclamación”

Hubo desde entonces otros Pontífices grandes, empezando por su inmediato sucesor Pablo VI: el que no le cayó bien al Caudillo Franco y a su régimen, ni —por nada ejemplar contagio— a no pocos seudocatólicos que abundaban entre sus adictos. No parecen haber desaparecido del todo. Y, si por espectacular “mediaticidad” fuera, no digamos la que cosechó, en su largo pontificado, el que, después de siglos, interrumpió con su llegada la casi regla de la italianidad papal. Pero en punto a bondad, a imagen creíble y cercana del Jesús de Nazaret de quien los Papas se dicen vicarios, el buen Angelo Roncalli permanece imbatido.

Fue tal la fama de santidad que lo acompañó en vida y que culminó en los momentos de su muerte que, en la segunda sesión de “su” Concilio, el Vaticano II (noviembre de 1964), una mayoría cualificada de padres conciliares solicitaron fuese canonizado “por aclamación”, método de canonización tan legítimo que permaneció en vigor hasta el siglo XIII: los santos más famosos y venerados de la hagiografía cristiana fueron objeto de tal método de elevación a la gloria de los altares, que implica la legitimidad de su culto.

Pablo VI estaba más convencido que nadie de que Juan XXIII había sido un gran santo y de que la “aclamación”, en tales circunstancias conciliares y con el soporte de tantos “padres”, hubiera sido teológicamente tan válida como ejemplar. Pero quiso evitar el pequeño cisma con que amenazaba un reducido sector de oponentes para quienes canonizar de tal suerte al Papa Roncalli hubiera representado una afrenta para la memoria de su predecesor Pío XII.

Amante como ninguno de sus sucesores de la concordia y buena armonía, hasta el punto de que casi parecía más respetuoso de las minorías que de las mayorías, Pablo VI renunció a dar curso a tal forma de canonización, y complació a la minoría, introduciendo simultáneamente el proceso regular de los dos papas Roncalli y Pacelli. Aclarando, eso sí, que “cada proceso, seguiría su curso”. De hecho, el de Pío XII parece empantanado, por las razones que sean. El de Juan XXIII, aunque tropezó con algunos obstáculos no muy… “canónicos”, fue proclamado Beato el 3 de septiembre del Año Jubilar 2000.

¡Por fin beato! (En fiesta pequeña)

Pero existió cierta “tacañería” en el gesto, que pudo haber sido triunfal, de la beatificación de un Juan XXIII a quien cuantos lo recordamos seguimos considerando un gran santo. En vez de dedicarle en exclusiva el acto solemne de aquel domingo 3 de septiembre de 2000, los mandamases de la Curia le sumaron cuatro candidatos más. Tres de ellos eran clérigos relativamente desconocidos: el italiano Tommaso Reggio, el irlandés Columba Marmion y el francés Guillaume Chaminade. El cuarto fue… un papa: Pío IX. Éste, nada bien visto por la mayoría de los italianos. ¿Que por qué? Último Papa-Rey con “poder temporal”, obstaculizó todo lo que pudo, hasta con excomuniones, la unificación de del Reino de Italia, con Roma convertida en capital.

Cuando el 28 de octubre de 1958 Angelo Roncalli “llegó” a Papa, para muchos fue una sorpresa; para otros, en absoluto. Claro está que lo más reciente de su currículum había sido Venecia, allí cerca. Pero ni en Venecia había hecho ningún ruido. Se había contentado con ser un pastor sencillo —a imagen del Buen Pastor— de sus ovejas. Hasta protagonizó un gesto de limpia voluntad por el que tuvo que dar explicaciones a quienes, no tan limpios de corazón, lo interpretaron mal. Un año antes de su elección, el Partido Socialista liderado por Pietro Nenni había decidido celebrar en Venecia un congreso nacional. Por pura —¡ejemplar!— cortesía, el Cardenal Patriarca aludió a la cordial acogida de que sin duda serían objeto los congresistas por parte de los venecianos. A ella se sumaba él mismo, haciendo propio el precepto de San Pablo que recomienda al obispo ser hospitalis et benignus.

Su mansedumbre evangélica

Eran tiempos —lo fueron en gran parte hasta que llegó él como Papa—, en que en Italia, a pesar de que llevaban tres lustros de democracia, aún reinaban prejuicios diestro-clericales que aún parecen sobrevivir aquí y acullá. Los de residuos mussolinianos que quitaban el sueño a algunos jefes y/o militantes de la DC italiana. A cualquier asomo de la que se llamó apertura a sinistra, sonaban truenos apocalípticos de cardenales de la Curia que se llamaron Ottaviani, Pizzardo, Canali… Dicen que Juan XXIII, que creía más en la Providencia que sus Cardenales, trató de disuadirlos de sus interferencias tranquilizándolos con expresiones que sonaban tal que Ma lasciateli fare; sono bravi ragazzi che di queste cose se ne intendono meglio di noi: Dejad que actúen; son buenos muchachos que en estos temas son más expertos que nosotros.

Algunos que se dedicaron a analizar la posible sociología de la elección sólo-en-apariencia-sorprendente de Angelo Roncalli como Juan XXIII, interpretaron que los promotores más convencidos de su bendita candidatura fueron los cardenales franceses, que habrían convencido fácilmente a los demás.

Le horrorizaban las “cruzadas”

Aparte de los cinco años de patriarcado veneciano, el currículo eclesiástico de Angelo Roncalli registraba en torno a un veintenio de ministerio en el remoto Oriente como Visitador apostólico en Bulgaria (1925-1934) y Delegado apostólico en Turquía y Grecia (1935-1944), y un septenio como nuncio apostólico en Francia (1945-1952).

En Francia, el nuncio Roncalli había desempeñado una labor callada labor pastoral a través de un ministerio silencioso y eficaz pero también a través de una tenaz labor diplomática esencialmente evangélica, con la que logró desarmar la animosidad del Gobierno surgido de la Resistencia degaulliana contra los obispos, que eran mayoría, acusados de haber colaborado —¡qué iban a hacer en tal contingencia!— con el Vichy del general Pétain.

Una peripecia, la del visitador, delegado apostólico y nuncio Roncalli sembrada de anécdotas de inspiración muy esencialmente cristiana. Todo lo que hizo, por ejemplo, durante la Segunda Guerra Mundial en favor de las víctimas judías de la persecución hitleriana. Y hasta —significativo, aunque mínimo— el consejo que dio a un sacerdote francés que buscaba su apoyo para promover una cruzada de oración por las víctimas de la violencia. El nuncio alabó su buena voluntad, pero le hizo un encarecido ruego, disuadiéndole de bautizar su iniciativa con el abusado nombre de cruzada: su prolongada experiencia entre los orientales le había hecho percibir el horror que sentían aquellos buenos cristianos, de rito romano u ortodoxo, contra una expresión bajo la que se habían querido justificar horrendos atropellos.

Los mártires y sus pregoneros

Pues sí: la “fiestaza” del 28.10 por los quinientos menos dos mártires de la Guerra (in)Civil y sus pregoneros, obispos o asimilados (Juan Antonio Martínez Camino). Como no llevan trazas de llegar a mártires —aunque a veces se hagan tales de boquilla, hablando de persecución que… sólo ven ellos—, sería de desear que los obispos españoles, mayormente los más encumbrados (el a-veces-ninguneado monseñor Ricardo Blázquez aparte), sonasen en la vox populi con fama de santos. Y no. Cosa bien triste…