Compañero de los mártires salesianos

Emilio Alonso: «Yo no morí, porque estaba de Dios»

Emilio Alonso: "Yo no morí, porque estaba de Dios"

Sintió el miedo en sus entrañas. Miedo a ser asesinado, sin juicio previo. Simplemente por ser salesiano. Tenía tan sólo 20 años y se salvó por los pelos. Hoy, Emilio Alonso tiene 91 años y recuerda aquella dolorosa época y a los compañeros y amigos que se quedaron en el camino, víctimas del odio a la fe. Y que él mismo no murió “porque no estaba de Dios”. Al tiempo que rechaza la ley de la Memoria Histórica por “carroñera”.

El padre Alonso recuerda aquella etapa trágica de su vida: “Cuando empezó la Guerra, yo tenía 20 años y estaba preparando tercer curso de Filosofía en el Seminario salesiano de Mohernando, a veinte kilómetros de Guadalajara. Anteriormente, me había pillado en Madrid la quema de conventos. De los cuatro que terminamos el noviciado, dos irán a los altares en la próxima beatificación de mártires españoles en Roma; y de los 63 salesianos a los que beatificarán, yo conocía a unos treinta”.

“Tras estallar la Guerra, nos echaron del Seminario y estuvimos tres días escondidos. Después nos llevaron a los 90 jóvenes salesianos que éramos a Guadalajara. Delante del Gobierno Civil nos tuvieron tres horas en la calle, mientras la gente que pasaba nos insultaba y blasfemaba delante de nosotros. De allí nos mandaron de nuevo al Noviciado para que nos sirviera de cárcel, porque en Guadalajara no había espacio suficiente para nosotros en la cárcel”.

Y entonces cayó el primero de sus amigos. “A la vuelta, Dios escogió a uno de entre nosotros, sacerdote, y le llevaron aparte porque le encontraron un crucifijo entre la ropa. Tiraron el crucifijo al suelo y le obligaron a pisarlo. Él no quiso, y allí, entre unos rastrojos, lo fusilaron. Se llamaba Andrés Jiménez”.

Otros mártires no tardaron en llegar: “Ya en Mohernando de nuevo, un día vinieron los rojos mientras estábamos comiendo. Leyeron una lista de seis nombres, los seis compañeros nuestros que aquel año les tocaba entrar en quintas para hacer el servicio militar. Se los llevaron delante de todos nosotros, y entonces el director, Miguel Lasaga, salió adonde estaba el camión y pidió acompañarles. Sube, le dijeron. Los llevaron a todos a la cárcel de Guadalajara, y allí los tuvieron hasta el 6 de diciembre de 1936, cuando la cárcel fue asaltada por una multitud, enardecida tras un bombardeo nacional, y allí mataron a cientos de personas, entre otros a estos siete salesianos”.

El padre Alonso sigue recordando: “Al resto nos mandaron, al cabo de un tiempo, a la cárcel de Madrid. Curiosamente, el jefe de la milicia que nos llevaba fue, de niño, alumno de nuestro Provincial, que estaba en ese momento con nosotros. Entonces le reconoció y se ofreció a ayudarnos en lo que pudiera, y evitó que sus compañeros nos lincharan. Nos llevaron a la cárcel de Ventas y nos fueron juzgando en los llamados tribunales populares. Un compañero que estaba enfermo y necesitaba medicinas, al no tenerlas, murió allí mismo, y él también está entre los salesianos a los que beatificarán el 28 de octubre en Roma. En el juicio nos preguntaban nuestros nombres, de dónde éramos, y si estábamos dispuestos a defender la República con las armas. De ahí salíamos como podíamos, y como la situación no era tan grave como en los meses anteriores, nos dejaban libres para incorporarnos a filas. Yo pude refugiarme en la embajada de Rumanía hasta que acabó la Guerra. Tengo que decir que, en la cárcel, nuestra actitud era martirial. Discutíamos qué hacer en caso de que vinieran a por nosotros, y todos decíamos que, si eso llegara a ocurrir, moriríamos diciendo Viva Cristo Rey”.

Algunos recuerdos están más gravados que otros en la mente del padre Salesiano. Por ejemplo, “no podíamos celebrar misa, porque no teníamos vino ni hostias y, entonces hacíamos la misa seca”. O lo que le decía un compañero que después fue martirizado: “Estoy dispuesto a que me maten y hasta les perdono con la mano izquierda”. También asegura que los milicianos “tenían obsesión por todo lo religioso, obsesión por los frailes y las monjas, odio a todo lo que oliese a religión”.

Cuando acabó la guerra, el padre Emilio regresó a su pueblo de Burgos y su madre apenas le reconocía. “¿Tú eres mi Emilio?”, le dijo como saludo. Hacía 8 años que no se veían.

A su juicio, la beatificación es “un acto de justicia de la Iglesia. No es una reivindicación, sino un reconocimiento de que su vida es en la Iglesia un valor. Porque la riqueza de la iglesia es la santidad, no las catedrales”.

Por eso, pide que la ceremonia se haga “sin miedo y sin vergüenza” y reprocha a algunos obispos “que no quieren iniciar los procesos de beatificación, para no enemistarse con el pueblo”. Y añade: “Yo no morí, porque estaba de Dios, pero estaba dispuesto a ello, como todos los demás”.

En cambio rechaza la Ley de la memoria Histórica, por “carroñera”. “Que el Gobierno sea carroñero no lo veo ni estético. La Ley es algo vergonzoso y antiestético”.

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