El mártir cristiano no es un desesperado que renuncia a continuar viviendo; ni es un hastiado de la vida que ve en la muerte la liberación; ni es un kamikaze, como los pilotos suicidas japoneses de la Segunda Guerra Mundial
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(Ricardo Blázquez, vicepresidente de la Conferencia Episcopal).-Los santos son el fruto más precioso del poder del Espíritu Santo en la Iglesia para alabanza de la gracia de Dios y servicio de la humanidad. La fe manifestada en el amor y la entrega generosa de la propia vida hasta la muerte hace de los santos la más elocuente acreditación del Evangelio. Es justo que no se enjuicie a la Iglesia sólo por sus debilidades olvidando los santos que son admirable irradiación humanizadora. Donde surgen personas como el padre Damián, apóstol de los leprosos, o la madre Teresa de Calcuta, o el hermano Rafael, es una tierra muy fértil.
La vocación de los cristianos es la santidad en el seguimiento de Jesús, el santo por excelencia. De entre los santos sobresalen desde el principio de la historia de la Iglesia los mártires, cuyos cuerpos destrozados fueron recogidos y enterrados por los cristianos con entrañable amor y cuyos trofeos, es decir, los momentos-insignia de su victoria, fueron lugar de visita, de peregrinación, de culto, de memoria agradecida a Dios por el triunfo de su muerte y de aprendizaje de la esperanza en la vida eterna, que ilumina las oscuridades de la vida presente. Consiguientemente, felicito a don Jesús Bastante por su libro, para prologar el cual he escrito a petición suya con mucho gusto estas páginas.
«Martirio» significa originariamente testimonio; el «mártir» es, por tanto, un testigo. Estas palabras deben entenderse a la luz del testimonio del mismo Jesús (cf. Jn 18, 37; 2 Tim 6, 13) y de los cristianos sobre Él. El mártir es testigo del Evangelio, de Jesucristo, de la palabra hecha carne (cf. Jn 1, 14). En el siglo II, después de la muerte de los apóstoles, la expresión martirio recibió el significado preciso que ahora posee en el lenguaje cristiano: dar testimonio del Señor derramando la sangre y entregando la vida.
El martirio es un signo elocuente de la verdad del cristianismo; es, podemos decir, como un control de calidad. Los mártires sellan con su vida la fe y el amor a Dios como suprema realidad y verdad poniendo al descubierto la tentación de reducir las realidades creídas y esperadas a palabras, interpretaciones, ideas, símbolos o proyecciones. Así escribió en el siglo II San Justino: «Yo mismo, cuando seguía las enseñanzas de Platón, oía repetir todo linaje de calumnias contra los cristianos; sin embargo, al contemplar cómo iban intrépidos a la muerte y soportaban todo lo que se tiene por más temible, empecé a considerar ser imposible que hombres de ese temple vivieran en la maldad y en el amor del placer.Y, efectivamente, ¿quién, dominado por ese amor de los placeres, puede recibir alegremente la muerte que ha de privarle de todos los bienes, y no tratará más bien por todos los medios de prolongar indefinidamente su vida presente?» (Apología II, 12, 1-2).
El mártir atestigua su condición cristiana de manera muy concreta, concentrándose su fidelidad en actos determinados, que en el contexto histórico preciso tienen valor de signo. Puede ser el gesto idolátrico de quemar incienso ante la estatua del emperador (cf.Apoc 13, 7-10), o proferir una blasfemia o fornicar, o proclamar que el césar es el Kyrios, el Señor, o revelar el secreto de la confesión… San Valentín de Berrio Ochoa y compañeros mártires en Tonkin, en lugar de pisar la cruz que habían colocado en el suelo por donde habían de pasar, se arrodillaron ante ella. A veces eran invitados los cristianos en tales trances a no exagerar el alcance de los gestos y a ser razonables, salvando así la vida. Pero ellos sabían bien que en esos signos se concentra la prueba de la fe, de la esperanza y del amor al Señor. Si hubieran introducido reservas interiores o hubieran buscado escapatorias, habrían rehuido en la situación dada amar a Dios con todo el corazón y con toda el alma (cf. Mt 22, 37).
El mártir cristiano no es un desesperado que renuncia a continuar viviendo; ni es un hastiado de la vida que ve en la muerte la liberación; ni es un kamikaze, como los pilotos suicidas japoneses de la Segunda Guerra Mundial, que murieron sembrando destrucción y muerte; ni es un «héroe rojo», según lo ha descrito el marxista E. Bloch, que cerrado a la supervivencia personal muere por un «mundo nuevo». El mártir cristiano ama la existencia; muere perdonando; espera intensamente la vida definitiva en comunión con Jesucristo resucitado. El emperador filósofo Marco Aurelio, molesto por el heroísmo de los cristianos, trató de interpretarlo como fanatismo y gusto por lo trágico; pero se equivocó. Le faltaba el secreto del cristianismo: la resurrección de Jesucristo crucificado como fundamento de la esperanza de los cristianos. El amor a la vida nueva en Cristo vencía los suplicios de la muerte; de aquí brotaba una libertad incomprensible para los paganos. Sin esa esperanza queda desnaturalizada la Iglesia y el martirio cristiano es incomprensible.
Si el sahid islamista es capaz de encerrarse en un coche, convertirlo en bomba y morir matando, el mártir cristiano no es un suicida que se quita a sí mismo la vida. El testigo del Señor no busca la muerte ni se considera a sí mismo dueño absoluto de su vida. Si otros lo ponen en el trance supremo de tener que elegir entre la fe en Dios o renegar de Él, apoyando su debilidad en el poder de Dios, Señor de la vida y de la muerte, está dispuesto a hacerle el homenaje de la propia existencia. El mártir cristiano no se prende fuego a lo bonzo, rociándose de líquido inflamable, en público, como signo de protesta o de solidaridad, rechaza la violencia contra otros y contra sí mismo.
Puede, en un acto supremo de generosidad, presentarse libremente a morir por otra persona, como San Maximiliano Kolbe el año 1941 en el campo de concentración de Auschwitz, que se ofreció en lugar de un judío, casado y padre de familia, que había sido condenado al búnker de la muerte. De manera semejante se ofreció el pasionista Padre Francisco (Aita Patxi) a morir por un comunista de Asturias en Miranda de Ebro; la aceptación inicial del canje le produjo una honda satisfacción que se convirtió en frustración al ver el desenlace.
La clave de los mártires fue enunciada por Tertuliano con frase lapidaria: Christus in martyre est, es decir, Cristo está presente, sufre y vence en el mártir. Cristo renueva su pasión en los seguidores; en la menuda y frágil Blandina, mártir de Lyon, los cristianos contemplaban a Cristo crucificado por ellos, según escribió Eusebio de Cesarea. El mártir no es un «superhombre»; dejado a sus fuerzas no podría resistir los tormentos; por esto no debe provocar temerariamente la persecución alardeando de un poder que le es regalado por Dios en el momento preciso.
El mártir remite a las dimensiones últimas de la vida cristiana: Dios actúa en la historia cuidando con providencia especial de sus fieles; Jesucristo ha resucitado verdaderamente; la Iglesia es familia de hermanos y hermanas en la fe que se fortalece con el testimonio cotidiano y con la gracia del martirio; la esperanza en la vida eterna no quedará defraudada; la fidelidad diaria en medio de las pruebas se corrobora con el ejemplo de los mártires. El martirio está situado en una constelación de realidades vigorosas; por esto, en un mundo que debilita todo lo que toca, es un enigma el martirio; o mejor, el martirio denuncia como decaimiento de la grandeza de las personas la vida light.
El mártir es testigo de la verdad entregando la vida por amor. A ejemplo de Jesús, el mártir es testigo de la verdad, que se identifica con Dios mismo y su voluntad, sellando la comunión de amor con Él hasta el sacrificio supremo de sí mismo. Las tres referencias, a saber, testificar la verdad, hasta entregar la propia vida, y movido por el amor identifican al mártir cristiano.Verdad, vida y amor se abrazan y funden en la sangre de los mártires. El martirio es la rúbrica del amor mayor (cf. Jn 15, 13), es el signo inequívoco que certifica la credibilidad que merece la palabra de Dios y es la prueba más fehaciente que puede aportar el hombre para mostrar la autenticidad de su fe cristiana.
Citamos de nuevo a Tertuliano; con fórmula concisa y atinada escribió: «La sangre de los cristianos es una semilla». Se multiplican los cristianos cuando son segados por los perseguidores. La sangre de los mártires es semilla de cristianos. Por paradójico que parezca, la persecución despierta del sopor a los cristianos, los fortalece y multiplica. Lo flácido e indolente no atrae; en cambio lo pletórico de vida ejerce un atractivo singular. Como escribió J. Ortega y Gasset: «Lo que no nos incita a morir no nos excita a vivir». La grandeza de los mártires, que entregaron su vida por el Señor, suscitó admiración también entre los no cristianos.
La muerte de los mártires es una victoria sobre la muerte. Con la entrega de su vida temporal glorificaron el poder de Dios y recibieron el premio de la vida eterna. El martirio es un bautismo de sangre que posee una plena eficacia perdonadora. Recibieron los mártires la corona de vida y de gloria que no se marchita (cf. 2 Tim 4, 7-8;Apoc 2, 10). Por esto, desde muy pronto a los mártires se les tributó culto, ya que aparecían ante los cristianos con una aureola sublime.
Llama la atención la correspondencia que existe entre las actitudes de los mártires de los primeros siglos que conocemos por las actas de su martirio y las actitudes de los mártires de hace unos setenta años entre nosotros que conocemos por testigos oculares y por los relatos de su martirio. La fe valiente y humilde en Dios, la oración constante e intensa pidiendo la ayuda del Señor, el gozo desconcertante cuando la muerte atroz era inminente, el amor a Jesucristo al cual no anteponían nada ni la misma vida, la esperanza en la vida eterna prometida por el Dios fiel y amigo, forman una red de sentimientos en los mártires de las diferentes etapas de la historia de la Iglesia. La providencia singular del Padre los acompañaba, hacía fuertes y llenaba el corazón de paz (cf. Mt 10, 16-20). La verdad profesada con humildad y amor otorgaba a los mártires una libertad señorial para hablar con dignidad y afrontar la muerte con serenidad sorprendente.
«Vienen de la gran tribulación» (Apoc 7, 14; cf. Mt 24, 21).También los mártires cercanos a nosotros en tiempo y lugar han sufrido la persecución, la tentación escatológica y la prueba suprema, y han vencido. Estos hermanos nuestros, estos mártires tan próximos a nosotros, situados ante la alternativa, no deseada por ellos, de renegar de la fe cristiana y así salvar la vida o mantener la adhesión personal a Jesucristo y así perderla, prefirieron con una grandeza moral admirable entregar la vida temporal con la confianza en que Dios les otorgaría según su promesa la eterna (cf. Mc 8, 35). El amor a Jesucristo fue en ellos más poderoso que el temor a la muerte. Invocando a Santa María la Virgen recibieron la gracia de decir a Dios: «Hágase en nosotros según tu palabra» (cf. Lc 1, 38). La alternativa ineludible y el dilema forzoso en que fueron colocados eran radicales y requerían la más profunda respuesta.
La interrogación planteada a cada uno personalmente era ésta: ¿quieres continuar siendo cristiano o te arrepientes de serlo? ¿Estás dispuesto a permanecer como religioso-religiosa o renuncias a tu vocación? El martirio es indudablemente un mensurador singular de la grandeza moral de las personas.
Vienen de una gran tribulación, es decir, de un caos de violencia, del fracaso gravísimo de nuestra convivencia como pueblo, de una inmensa tragedia, de una guerra fratricida que asoló nuestro país. Esa tribulación de grandes dimensiones envolvió a tantísimas personas, muchas de las cuales viven todavía. ¡Cuántos sufrimientos y penalidades, cuántos heridos y muertos, cuántas ruinas y destrozos, cuántas represalias y represiones, cuántas humillaciones y expresiones de prepotencia, cuántos recuerdos amargos, cuántos exilios interiores y exteriores! La Iglesia no puede ni debe olvidar a ninguno de sus hijos. La Iglesia quiere recordar a todos: obispos, presbíteros, religiosos y religiosas, laicos y laicas, niños, jóvenes, adultos y ancianos, hombres y mujeres; y cuando consta el martirio se inclina con amor ante esos hijos eminentes testigos de la fe.
La Iglesia es comunidad de la memoria, de la presencia y de la esperanza, ya que Jesús es el mismo ayer, hoy y para siempre (cf. Heb 13, 8). En la eucaristía hace memoria de la muerte y resurrección del Señor, que murió por todos nosotros y derramó su sangre por nuestros pecados. En Jesús, que es nuestra paz (cf. Ef 2, 14), debemos encontrar la reconciliación. Que el perdón que pidió al Padre para nosotros desde la cruz (cf. Lc 23, 34) nos dé valor y humildad para perdonarnos mutuamente. La beatificación de unos mártires que murieron perdonando es un ejemplo excelente para todos nosotros.
Las palabras pronunciadas por Benedicto XVI, el día 28 de octubre de 2007, después de rezar el ángelus, son una preciosa exhortación para el presente y el futuro: los mártires, «con sus palabras y gestos de perdón hacia sus perseguidores, nos impulsan a trabajar incansablemente por la misericordia, la reconciliación y la convivencia pacífica».
Un mártir es un testigo eminente del Señor, es una palabra viva rubricada con su sangre, es un hermano que desde su unión con Jesucristo nos dirige una recomendación apremiante: recuperad la importancia de la fe en Dios, trabajad por la paz, vivid como hermanos.
1 de noviembre de 2009. Fiesta de Todos los Santos.
MONSEÑOR RICARDO BLÁZQUEZ
Obispo de Bilbao.Vicepresidente de la Conferencia Episcopal