Dicho con palabras de Francisco: o nos quedamos en una Iglesia autorreferencial que se inciensa a sí misma o nos atrevemos a salir de nuestras "estructuras caducas"
(Adrián J. Taranzano).- Normalmente alguien se corrige enseguida cuando por inadvertencia ha tratado con el «Tú», de manera indebida o precipitada, a otra persona. Casi como por un reflejo de cortesía y educación se pasa velozmente al debido «Usted«, intentando disimular de alguna manera la falta de precaución o el atrevimiento.
En el encuentro de Francisco con los niños y jóvenes de las escuelas jesuitas de Italia y de Albania se ha verificado el «reflejo» contrario. Cuando Caterina se dirige al obispo de Roma, se le escapa un «Usted» – la forma quizás más políticamente correcta para la ocasión – que inmediatamente corrige por un «Tú».
Con sus pocos años, la niña conoce por cierto la diferencia entre una y otra forma. Sin embargo, ha percibido que con aquel hombre vestido de blanco la relación es como aquella experimentada con un padre, con un amigo o con un hermano mayor. La distancia no cabe. La solemnidad hierática traicionaría el clima de familia que están llamados a vivir los discípulos de Jesús.
Ninguno de los niños o jóvenes se ha dirigido al obispo como «Santidad» sino como «querido papa Francisco». No se han sometido a un protocolo distante que hubiese hecho perder de vista que aquel era el encuentro con el obispo de Roma, esencialmente un pastor en medio de su pueblo.
Más allá del estilo suelto y desenvuelto que puede atribuirse al origen «latinoamericano» de Jorge M. Bergoglio, la anécdota nos sumerge en una cuestión de importancia no menor para la vida y misión de la Iglesia en la sociedad contemporánea: la relación de aquellos que desempeñan un ministerio de conducción en la Iglesia con el resto de los fieles. Se trata de una de las insistencias más felices del obispo «llegado desde el fin del mundo». Una de sus frases frecuentemente repetidas en Buenos Aires y dicha ahora «urbi et orbi», sintetiza con la fuerza de la imagen su comprensión del ministerio eclesial: se trata de ser pastores con «olor a oveja».
La unción recibida con el crisma – oleo perfumando – no es para «perfumarnos a nosotros mismos» sino para la misión de acompañar al pueblo de Dios. El pastor se involucra profunda y personalmente en el caminar cotidiano de su gente, en sus búsquedas, en sus alegrías y, especialmente, en sus dolores. De lo contrario se convierte simplemente en un «funcionario» de lo sagrado. No se puede ser pastor simplemente desde un escritorio o limitándose al púlpito. No se puede dar la vida por las ovejas (cf. Jn 10,11) sin estar en medio de ellas, sin conocer sus nombres o sin acudir con solicitud a vendar sus heridas.
En este sentido, también la cuestión del lenguaje usado habitual y oficialmente en la Iglesia es sintomático. Más de una vez expresa una determinada autocomprensión y predispone para una particular manera de ejercitar el munus. Si alguien se siente «promovido» a la «dignidad» episcopal, en lugar de descubrirse «llamado» al «ministerio» episcopal, posiblemente no encontrará nada más razonable que ser tratado de acuerdo con esa dignidad: «Excelencia», «Eminencia», «Monseñor» o alguna otra forma que ponga claramente de relieve su superioridad y la necesaria distancia que debe procurar.
Basta hojear el evangelio para descubrir que determinadas usanzas se encuentran a años luz del espíritu que Jesús quiso transmitir a sus seguidores (Mt 20,24-28; 23,1-12; Lc 22,24-27). Evangélicamente hablando, una Iglesia que necesite tllamar a sus ministros «Santidad», «»Excelencia» o «Eminencia», muestra que todavía se encuentra en un estado de decadencia, porque aún no ha entendido lo que significa seguir a un crucificado.
Pedro mismo se avergonzaría de recibir un tratamiento de ese tipo y el resto de los apóstoles lo hubiesen encontrado incoherente con ese «último lugar» asignado por Dios del que hablada Pablo (1 Co 4,9). Quizás todo ello sea más bien una expresión concreta de esa «mundanidad espiritual» fustigada casi cotidianamente por Francisco y que contribuye en gran medida al culto narcisista de sí mismo. «En el principio no fue así» (cf. Mt 19,8) y en la «frescura de los orígenes» (Francisco, a los obispos de la CEI) no había necesidad de esa hieratización porque el ministerio eclesial era claramente un servicio.
En este sentido, es muy sugerente la decisión de aquellos obispos que poco antes de la clausura del Concilio Vaticano II firmaron el así llamado «Pacto de las Catacumbas», en Roma. Entre los audaces compromisos que asumen los 40 firmantes iniciales, hay uno que tiene que ver con el lenguaje y la praxis aún hoy vigentes: «Rechazamos que verbalmente o por escrito nos llamen con nombres y títulos que expresen grandeza y poder (Eminencia, Excelencia, Monseñor…). Preferimos que nos llamen con el nombre evangélico de Padre (Mt 20, 25-28; 23, 6-11; Jn 13, 12-15).»
No se trata de un signo de modestia o de pobreza sino de una eclesiología diversa. Esos títulos expresan, a juicio de los firmantes, «grandeza y poder» y se colocan por lo tanto en un espíritu diametralmente opuesto al de las bienaventuranzas (cf. Mt 5,1-12). Suponen casi la contradicción de anunciar a un crucificado con las prerrogativas de Herodes el Grande. Contribuyen a acentuar esas distancias entre ministros y fieles que son verdaderas «herejías pastorales» y que no rara vez impiden ese «tocar pastoral», característico de la cercanía de Jesús de Nazaret (cf. Mt 8,3).
Este lenguaje inadecuado – revelador de una concepción insuficiente del ministerio – no sólo debería revisarse por fidelidad a la entraña misma del mensaje que anunciamos, sino también por una exigencia de la hora que estamos viviendo. Nuestra sociedad contemporánea anhela relaciones cercanas y más naturales. Lo contrario no sólo le resulta extraño sino además como poco genuino. No atender a ello es fatal para la misión de comunicar que tiene la Iglesia. Es casi tan nocivo como continuar anatematizando beligerantemente los «ídolos» de la «sociedad secularizada» sin reconocer ante todo sus búsquedas y hacer de ellas el punto de partida para el encuentro, como Pablo en el areópago de Atenas (cf. Hch 17,22-23).
La persistencia de aquellos lenguajes, modos, vestimentas y protocolos históricos – y por ello absolutamente contingentes – que resultan extraños y chocantes a la sensibilidad del mundo al que tenemos que hablar del Dios de Jesús de Nazaret es una clara falta de docilidad a ese Espíritu que constantemente sopla para navegar mar adentro (cf. Lc 5,4). Se trata, en definitiva, de una opción fundamental: o continuamos mirándonos a nosotros mismos y conservamos esa «cultura eclesiástica» prolija o tomamos la decisión de mirar a nuestros destinatarios que hablan otro lenguaje y que nos desafían a usar odres nuevos (cf. Mc 2,22).
Seguimos llamando «Excelencia» al tercer grado de la «Jerarquía» para remarcar así claramente la «diferencia ontológica y no sólo de grado» con el resto de los bautizados o atendemos a la sensibilidad de las nuevas generaciones. A nuestros jóvenes les resulta extraña esa formalidad y nuestros niños casi no saben pronunciarla. Dicho con palabras de Francisco: o nos quedamos en una Iglesia autorreferencial que se inciensa a sí misma o nos atrevemos a salir de nuestras «estructuras caducas» (Aparecida), porque no queremos salvarnos a nosotros mismos (cf. Mc 8,35), sino ser fieles a la misión recibida (cf. Mt 28,19).