Su desarmante cercanía pone en evidencia lo caduca y anacrónica que resulta aquella expresión que aún timbra los títulos académicos de algunas universidades pontificias: "gloriosamente reinante"
(Adrián J. Taranzano)- La inesperada renuncia de Benedicto XVI ha sido un acontecimiento casi inédito en la historia bimilenaria de la Iglesia y absolutamente singular en la reciente. El acontecimiento marcará un antes y un después en la concepción y en el ejercicio del ministerio «petrino» del obispo de Roma.
La «lógica» reacción inicial de algunos miembros de la Iglesia ha sido el temor de un «debilitamiento del papado», un peligro que esta decisión acarrearía casi de manera inevitable. Para una lectura de este tipo, el camino adecuado para contrarrestarlo no podría ser otro que elegir un papa que no sólo sacase a la Iglesia de la crisis, sino que también robusteciera la figura misma del primado. O también, dicho de otro modo: superar la crisis de la Iglesia mediante el robustecimiento de la figura papal.
La elección de Jorge Mario Bergoglio no parece responder precisamente a esta expectativa «comprensible» expresada desde algunos sectores. Si la renuncia de Benedicto – leída teológicamente – contribuyó a desmitificar y modernizar el papado y a concebirlo más adecuadamente dentro de una eclesiología de comunión (J.-H. Tück), la llegada del cardenal argentino a la cátedra romana y los acentos que ha puesto pueden entenderse como un ahondamiento significativo en esta misma dirección.
Ello es percibido desde los momentos iniciales de su ministerio: a nadie ha pasado desapercibida la insistencia de Francisco en presentarse fundamentalmente como «obispo de Roma». En su primera aparición pública ha dejado suficientemente claro que concibe su ministerio ante todo como el servicio del pastor de la diócesis de Roma, «aquella que preside en la caridad a todas las iglesias».
Con ello aludía claramente a una expresión de Ignacio de Antioquía, que dirigiéndose a la Iglesia romana – no a su obispo, a quién nunca menciona -, entre muchos otros epítetos elogiosos, la describe como aquella que «preside en la caridad». Esta cita en boca del nuevo obispo romano dejaba traslucir una determinada concepción eclesiológica y, dentro de ella, una precisa comprensión del ministerio «petrino» que acababa de asumir.
No han sido sólo sus gestos, su cercanía y su familiaridad los que han delatado al mundo cómo Bergoglio entiende su ministerio como obispo de Roma. La reciente publicación de su primera exhortación apostólica, Evangelii Gaudium, ha retomado explícitamente la cuestión del papado y ha formulado de manera audaz lo que se trae entre manos: la conversión del papado.
Para las concepciones que acríticamente entienden y defienden el pontificado como el ejercicio de gobierno absoluto del «dulce Cristo en la tierra» estas palabras suenan casi heréticas. Sin embargo, la revisión del ejercicio del ministerio del papa ya había sido expresado por Juan Pablo II en 1995 en la encíclica Ut Unum Sint. Allí manifestaba su disponibilidad a «encontrar una forma de ejercicio del primado que, sin renunciar de ningún modo a lo esencial de su misión, se abra a una situación nueva» (nro. 95). Con esa invitación el papa polaco admitía que el ministerio del obispo de Roma necesitaba ser replanteado teológicamente y que la esencia de su misión debía distinguirse claramente de todas aquellas manifestaciones y prácticas contingentes, históricamente condicionadas, asumidas a lo largo de los siglos, pero que en modo alguno pueden invocarse como prerrogativas irrenunciables.
A pesar de aquella iniciativa sorprendente de Juan Pablo II, la historia reciente muestra que los avances han sido más bien escasos. La exhortación de Francisco reconoce «que hemos avanzado poco en este sentido» (EG 32). Ello no es inofensivo, ya sea en el seno mismo de la Iglesia católica como también a nivel ecuménico.
Esta «conversión» del papado augurada y emprendida por Francisco abarca tanto las formas como las estructuras eclesiales. Por poner un solo ejemplo en relación con las formas: si el obispo de Roma dejó de ser la figura hierática escoltada herméticamente por fuerzas militares y gendarmes, alcanzable sólo para aquellos que superaban las antecámaras, cámaras y logias de los Palacios Apostólicos, ello se debe a la convicción central de Francisco: el obispo – ¡incluso el de Roma!- es un pastor en medio de su pueblo. El pastor conduce, enseña, exhorta no exclusivamente desde la cátedra sino a través del mezclarse con su pueblo, encarnándose en su historia concreta, «tocando» las heridas y mirando a los ojos. Con ello trasparente una concepción premonárquica del papado. Su desarmante cercanía pone en evidencia lo caduca y anacrónica que resulta aquella expresión que aún timbra los títulos académicos de algunas universidades pontificias: «gloriosamente reinante». La conversión del papado pasa en primer lugar por recordar y poner en práctica aquellas palabras de San Bernardo al papa Eugenio: «Recuerda que no eres sucesor del emperador sino de un pescador» (De Consideratione, IV, III). Volver a la frescura de los orígenes supondría reemplazar definitivamente el «gloriosamente reinante» por un «humildemente sirviendo».
A nivel estructural la conversión del papado propuesta por Francisco pasa por la descentralización y por una mayor colegialidad. Ello se concreta en el replanteo del estatuto teológico de las Conferencias Episcopales y por la rehabilitación del Sínodo de los obispos. Sobre las primeras, Francisco ha expresado su intención de clarificar y profundizar su rol. Con ello parece querer ir más allá de la posición que no les reconoce estatuto teológico sino más bien una saludable función pastoral-práctica. Sólo el papa y el obispo en su propia diócesis tienen razón teológica. En Informe sobre la fe de J. Ratzinger, el entonces prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe sostenía fuertemente esta enseñanza. Marcaría profundamente la doctrina expuesta en el Motu Proprio Apostolos Suos aún vigente, considerado como un «resultado parcial» por W. Kasper.
Con todo, no faltan los teólogos que remitiéndose a a la antiquísima tradición sinodal de la Iglesia ponen en duda la contundencia de la postura representada por Ratzinger. En los años 60 un brillante teólogo alemán hablaba de lo parcial y ahistórico de una postura semejante. Si este mismo teólogo hubiese mantenido esta posición como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, probablemente la realidad eclesial de las últimas décadas no hubiese estado marcada por el centralismo denunciado ahora por Francisco mismo.
La otra estructura fundamental es el Sínodo de los Obispos, instituido con Pablo VI durante la primavera conciliar. Si uno abre hoy la página web del Vaticano encontrará que ese organismo se encuentra ubicado dentro del apartado «Curia Romana». Ello no deja de ser sintomático e ilustrativo de la teología que subyace. Tal y como está concebido actualmente, el sínodo no es una instancia del episcopado mundial, presidido por el obispo de Roma, sino un órgano del obispo de Roma mismo.
Prácticamente como si el episcopado fuese una delegación del papado. Por ello, no han faltado las críticas tanto de teólogos como de padres conciliares que han puesto de manifiesto sus insuficiencias. Entre otras cosas, se ha manifestado que tal y como ha sido practicado es un órgano que no rara vez es meramente formal y donde no siempre se da una verdadera discusión. En este contexto, es donde la insistencia de Francisco en la «sinodalidad» con carta de ciudadanía teológica se revela prometedor.
Por más que concentre la atención pública, la reforma concreta de la curia vaticana es secundaria en relación con la tarea inacabada de profundizar la recepción de la eclesiología conciliar, aquella que «completó» la eclesiología «incompleta» del Vaticano I, como enseñaba Benedicto XVI poco antes de su renuncia. No se trata simplemente de hacer más «eficaz» la curia o de aligerar su mastodóntica estructura.
Un «mejor funcionamiento» de la curia sin un replanteamiento del ejercicio de ministerio petrino terminaría simplemente favoreciendo un gobierno centralizado que seguiría dejando en penumbras la corresponsabilidad episcopal y la legítima autonomía de las Iglesias locales. Por ello, proponiendo audazmente «la conversión del papado», Francisco parece empeñado en evitar ese peligro y en hacer definitivamente de la Sedia Gestatoria una pieza de los museos vaticanos.