Si no revertimos la situación de caída libre deshumanizadora, hasta la paz se verá amenazada por el sistema mismo
(Gabriel Mª Otalora)- A estas alturas, pocos desconocen el origen de los problemas e injusticias que padecemos con trasfondo económico y financiero. Otra cosa es el detalle. Pero el afán por centrarnos en torno a las causas y sus culpables está eludiendo nuestra directa responsabilidad. Ahora es necesario mostrar una actitud personal en nuestros círculos de influencia, tratando de influir positivamente en el día a día. Ya no bastan la teoría, la denuncia y la queja aunque sean necesarias. Tampoco sirven como excusa las incongruencias de los demás ni los incumplimientos flagrantes de los derechos sociopolíticos legalizados. Las acusaciones, si quedan en un mero desahogo, solo ayudan a enfangar la convivencia.
Una de las mayores dificultades que encontramos para actuar es que nadie alcanza a predecir adonde nos llevará esta situación tan cambiante y confusa: final de un tiempo conocido y principio ¿de qué nueva época? Todo lo más, constatamos el interés de las grandes corporaciones para hacerse con el poder de todo lo que huela a dinero y que todavía no controlan. Por ahí va ese tratado oscurantista entre USA, UE, y adláteres, llamado TISA, que pretende ser el mayor acuerdo comercial de la historia amparados por la necesaria complicidad política para hacerse con lo que todavía no tienen: la privatización legal de los servicios públicos esenciales (educación, pensiones, sanidad, el consumo del agua…) pero sin correr riesgos financieros -para eso estaría lo público- ni responsabilidades públicas. Y como botón de muestra, el recorte de 50.000 millones sociales del socialista francés Camps «por exigencias de la globalización».
En cambio, coincidimos en que la capacitación es muy necesaria para transitar en la jungla laboral actual: idiomas, tecnologías, masters, prácticas en el extranjero… Con todo, esta capacitación resulta insuficiente para educarse. Nuestros chavales serán -ya son- los mejores capacitados de la historia, pero también los más indefensos porque no saben qué hacer con sus conocimientos.
¿Qué se supone que es estar hoy bien preparado? Parece evidente que esta educación basada en conocimientos y saberes no bastase por sí sola para salir adelante como profesional ni como persona. Lo digo porque incluso logrando un puesto de trabajo, que ya es mucho, no garantiza salir de la pobreza. De vivir a espaldas a los pobres (aporofobia) y a la pobreza, la sociedad ha pasado a padecerla bien cerca.
No es normal que una sociedad altamente universitaria baile al son del consumismo sin una comprensión crítica del mundo que le rodea. Tampoco lo es que se dominen competencias pero con poco sentido crítico ni criterios propios capaces de liderar desafíos más allá del ganar dinero. La autonomía de pensamiento y el criterio no se consigue solamente con conocimientos ni con la saturación de información ya que se desliga el conocimiento de la experiencia. Paradójicamente, la universidad está enfocada a la particularidad o especialización de conocimientos no vinculados necesariamente con la formación integral de las personas como tales. Incluso los centros que hacen bandera de lo contrario por su ideario cristiano tienen mucho recorrido de mejora por delante.
El problema es de actitud y de buena educación, de experiencias compartidas y aprendizaje crítico y responsable poniendo en práctica lo aprendido. Porque solo una metamorfosis del individualismo hacia la solidaridad a corto plazo puede mejorar esta crisis sistémica.
Para lograrlo, en la manera de educar urge otra actitud rectora que abandere en el día a día la necesidad de que todo no vale. El esperpento de la Lomce solo aporta más sombras. La decisión de quitarle importancia educativa a las humanidades y a la Ética borrándola del currículo como asignatura básica de la cultura del comportamiento, es un error mayúsculo porque ha supuesto la legalización de un modelo de educación que ya estamos pagando muy caro.
«Educar la mente sin educar el corazón no es educación en absoluto». Pero ahora, Aristóteles se ha quedado fuera, como tantos otros ¿Qué estamos haciendo con todos los saberes que tenemos? ¿Al servicio de quiénes están? Últimamente, ni siquiera sirven a quienes los adquieren cuando buena parte de una generación está perdida en el paro.
Estamos cada vez más afanados en ser competentes en conocimientos y en sacar conclusiones sistémicas, pero solo desde el lado de las rentabilidades económicas. Hemos avanzado muchísimo menos en las actitudes que ayudan a crear un mundo más habitable desde el ser, centrados como estamos en el tener. La insolidaridad y el crecimiento insostenible son déficits graves de una mala educación centrada en adaptarnos a la tecnocracia en lugar de en la verdadera educación.
Si no revertimos la situación de caída libre deshumanizadora, hasta la paz se verá amenazada por el sistema mismo y la ausencia de una alternativa viable. Sin la fortaleza de una buena educación la amenaza resulta más peligrosa ante la desconsideración generalizada de los valores como guía social que veneramos pero solo en los códigos legales y en las declaraciones de intenciones, convencidos de que no son la solución para esta crisis.
Esta bajada de brazos puede ser la que sentencie a la insolidaridad estructural como inevitable ante el regocijo de la minoría que más tiene. Nos compraron la conciencia con el bienestar materialista y ahora ni siquiera pueden mantener al Primer Mundo acomodado, cada vez más rodeado de pobres y excluidos del Sistema en el mismo corazón de Europa y de otras zonas de opulencia desequilibrante.
Nos hemos vuelto hedonistas y acomodaticios, como la rana del relato de Oliver Clerc, que se calentaba perezosamente en el fondo del caldero recién puesto al fuego en lugar de dar un salto para salir fuera cuando aun podía. Pero los que azuzan el fuego sin parar no reparan en que el caldero puede estallar y abrasar también a ellos, henchidos de soberbia. Es lo que tiene globalizar la economía codiciosa: que han logrado colocar a todo el planeta Tierra sobre un mismo fuego, y cada vez está más candente.
No creo que es un desbarre decir que la fe en la humanidad, que reemplazó para muchos la fe en Dios, también se está viniendo abajo. Muchas personas están dejando de creer en el ser humano; sufrimos en silencio y nos desmoralizamos porque no vemos la manera de cambiar esta situación sin un cambio de conductas personales que nos parece poco menos que imposible. Y el peligro es que este desánimo suele ser la antesala de apoyar a quien esté dispuesto a dar un puñetazo en la mesa aunque luego haga lo mismo con todos los que están sentados alrededor. Se está acabando con la paciencia de los paganos de los recortes, cada vez más estructurales y visibles, mientras que algunas grandes injusticias de personas execrables acaban sin responsabilidad alguna.
Todo el mundo dice querer un cambio de paradigma, de conductas y de políticas, pero nadie quiere ser el primero en empezar. Y mientras tanto, presionamos igual a los buenos gobernantes y a los malos aunque sin mojarnos en nuestras prácticas. La disyuntiva es clara, entre el dormitar irresponsable de la rana, o propiciar un rearme moral en la práctica donde cada persona priorice su actitud comprometida elevando el listón del bien común.
Mimbres y ejemplos existen a montones para acelerar un giro en la reeducación de nuestras actitudes, aunque sea a contracorriente, hasta que la verdadera educación tenga el lugar social de guía que le corresponde. Y aunque una minoría pretende triunfar a costa de casi todos (¡cómo está el mundo!), nuestra complicidad irresponsable añorando que vuelva la jauja anterior a la crisis es no ver que nuestros derechos más elementales legalmente aprobados no se cumplen o se consolidan a la baja como estrategia para acaparar más. ¿Hasta cuándo? Pues si seguimos así, hasta que esos derechos vayan desapareciendo también del ordenamiento jurídico.