La Iglesia, más que excomulgar, debe tratar a la mujer -desesperada, presionada o mal informada-, con amor
«Dilema» puede ser el término más correcto para graficar el juicio -y en su caso la decisión de un cristiano ante el flagelo social del aborto. Están sobre la mesa dos razones para existir: la de la madre y la del hijo. Ella tiene derecho pleno a disponer de su cuerpo, de su realización, de su existencia. El hijo también.
Ella puede determinar lo que crea más conveniente para su vida, y así se puede entender la justa y encendida campaña por «los derechos sexuales y reproductivos de la mujer». Pero nadie puede -en virtud de esos derechos ni de ningún otro-, arrogarse la supuesta facultad personal de eliminar a otro ser humano -como lo es el que se encuentra en gestación-; un ser humano distinto a la mujer que lo lleva adentro, y sujeto, como ella, del más primordial de los derechos, el de la vida. Ese otro ser está al resguardo de la madre por un tiempo. Y aunque tenga absoluta dependencia materna para vivir, tiene su propio derecho a existir y a ser cuidado.
El tema es que estos dos derechos se dan al mismo tiempo en una sola «institución», por inventar un término que se acerque al misterio de dos personas que conviven por nueve meses en la más estrecha unión que ha previsto la naturaleza.
¿Matar a uno de los dos?
¿Se puede matar a una de esas personas para que la otra tenga vida más plena? Desde luego, no. Y menos todavía a un ser absolutamente indefenso y que, por añadidura, es el propio hijo de la otra.
¿Se puede permitir, en casos graves de salud, que el uno sufra consecuencias al tratar de salvar a la otra? Bueno, ahí está el dilema.
Un criterio fundamental de moral cristiana, que se remonta con santo Tomás de Aquino al siglo XIII, sienta como regla de oro el llamado «principio del doble efecto» para hechos humanos tan cruciales como el de este caso.
Este principio establece, de partida, que para salvar a uno de los involucrados, nadie puede matar al otro; quien lo hace comete un asesinato; al menos objetivamente o de hecho; aunque alguien, como la madre, no haya tenido conciencia de ello.
Lo que corresponde en un caso así es hacer cuanto sea posible por salvar ambas vidas. Pero si en ese intento se produce, por un lado, el resultado directo y buscado de salvar la vida de la madre y, por otro, un segundo efecto, no pretendido ni deseado, que es la muerte del nonato, no se habrá cometido un crimen, como es el aborto voluntariamente inducido.
En el Cono Sur de América
Recorriendo las legislaciones de nuestros países del sur de América tenemos este panorama:
* En Argentina, el aborto, como interrupción voluntaria del embarazo, es un delito. Pero se convierte en «no punible» el que se realiza con el fin de evitar un peligro para la vida o la salud de la madre; así también el interrumpir un embarazo fruto de una violación.
* En Chile, las leyes al respecto son severas; el aborto es ilegal. Y como es penado con cárcel, las madres que abortan lo hacen en pésimas condiciones clandestinas, si son pobres; si son ricas, lo realizan en clínicas sofisticadas y onerosas, instituciones que delinquen gracias a la venda que la diosa Justicia lleva sobre los ojos.
El 21 de mayo, la Presidenta Michèlle Bachelet, en el primer mensaje oficial de su segundo mandato, ha anunciado que el Congreso Nacional debatirá próximamente un proyecto que propone despenalizar el aborto en casos de riesgo vital para la madre, violación o inviabilidad del feto.
* En Paraguay, también el aborto es ilegal, salvo el caso en que peligra la vida de la madre. Aun así, un 23% de las muertes de mujeres jóvenes es por causa de abortos ilegales.
* La legislación del Uruguay no penaliza el aborto dentro de las 12 primeras semanas de embarazo.
Enfoque cristiano: ¿basta el anatema?
Cada vez que se ha tratado el tema, tanto en ámbitos médicos como en estamentos políticos, las iglesias cristianas han levantado la voz, han denunciado y han condenado todo intento de legislar sobre la materia del aborto. La Iglesia Católica ha decretado excomunión contra todo el que voluntariamente y a sabiendas colabore en un aborto, quienquiera que sea.
Pero fuera de hablar y de condenar, es poco lo que aportan las iglesias en este tema. ¿Qué hacemos los cristianos para evitar el aborto? Lamentarnos, prejuzgar, condenar y poco más. En ese sentido somos todos cómplices pasivos.
En una carta del teólogo José Comblin a un amigo, se lee:
«Muchas mujeres que recurren al aborto son mujeres angustiadas, desorientadas, desesperadas. Que se sienten en una situación sin salida. Muchas buscan el aborto porque sus padres no quieren que tenga el hijo; otras, por imposición del hombre que las forzó. Otras, porque en la empresa en que trabajan no permiten que tenga un hijo. Otras son empleadas domésticas, y la patrona no acepta la situación. Otras muchas son casi niñas y, asustadas, no saben qué hacer. No reciben atención, no reciben asesoramiento, no tienen apoyo ni moral ni material, porque todo es clandestino. Ni siquiera lo pueden hablar en voz alta. Al no encontrar alternativa, con mucho sufrimiento recurren al aborto. La iglesia no las ayudó cuando lo necesitaban».
Así, el aborto, en muchos casos, es fruto del desinterés de la comunidad cristiana.
El Estado debe intervenir y legislar en este tema. El aborto es un mal, y no puede quedar en manos de los negociantes en vidas humanas. Así como el alcoholismo es un mal y se ha debido legislar sobre él. También la prostitución; también los derechos humanos conculcados. El drama del aborto no conozco a ninguna mujer que se lo haya realizado sonriendo no puede quedar sujeto a la ley de la selva.
Pero hasta ahora ni el Estado ni la Iglesia lo han enfrentado con respuestas eficaces. El primero, penaliza. La segunda, excomulga. Pero muy pocos proponen, y menos aun llevan a cabo, soluciones de apoyo moral y material: programas escolares; talleres formativos; casas de acogida para ayudar en casos de embarazos no deseados; dineros en proyectos de educación popular; planes de asistencia a madres en situación difícil; apoyo económico a los recién nacidos en hogares pobres.
Creo que el Estado debe legislar con inteligencia, sabiendo que se trata de vidas humanas. Lo ha hecho, con aplauso de los empresarios, para la exportación de trigos, carnes, vinos y sandías, pero no lo hace para importar nuevos ciudadanos a la mesa de la vida.
Por su parte la Iglesia, más que excomulgar, debe tratar a la mujer -desesperada, presionada o mal informada que ha pasado por esta experiencia tremendamente traumática, con el amor y la delicadeza especial que el Señor Jesús tuvo con las mujeres. Ojalá todos los cristianos podamos llegar a decir, como El: «mujer, ¿nadie te ha condenado? Yo tampoco te condeno».
(Agustín Cabré, revista claretiana TELAR).-