Reírse de uno mismo es sano. Reírse con los amigos es una enorme satisfacción. Reírse de los amigos es señal de gran libertad. Reírse de los menos conocidos requiere sumo cuidado
(Jorge Costadoat, sj).- En la tradición judeo-cristiana tenemos dos variantes paradigmáticas del humor. En la Biblia se cuenta que El Señor prometió a Abraham un hijo cuando él y su mujer andaban por los 100 años. Sara se río del Señor, no le creyó. El Señor se río de Sara, le dio a Isaac, que significa: «Dios ríe».
El otro caso es Jesús en la pasión. Los soldados romanos para reírse de él lo coronaron de espinas. «¿No se decía rey?». Los evangelistas consideraron este gesto una burla. Para los cristianos piensan que reírse de los demás es un pecado. En lo sucesivo han debido poner mucha atención en distinguir las variadas declinaciones del humorismo para alegrarle la vida a los demás y evitar hacer sufrir a alguien.
La teología cristiana apuesta a que en la eternidad reinará el humor. Pero, mientras se esté en camino al reino de los cielos las cosas pueden ser muy complejas. El humor, una de las manifestaciones más positivas de la convivencia humana, mal ejercido, puede ser deletéreo. Caben también las malas interpretaciones.
Hay tiempos, hay personas, hay culturas, hay una infinidad de factores que hacen difícil saber si una broma, por ejemplo, sirve para apoderarse de la tierra o para compartirla. Una misma frase puede resucitar a uno y matar a otro. La posibilidad de no atinar con la palabra justa se ha vuelto cada vez más común. En la actualidad se están conjugando todos los mundos al mismo tiempo. Las posibilidades de no entendernos son máximas.
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