¿Qué mensaje es más revolucionario que el sermón de la montaña, el discurso de las bienaventuranzas, que derriba todas las jerarquías e idolatrías mundanas? Es "la fuerza irrefrenable" de la Resurrección
(Guzmán Carriquiry, en Tierras de América).- Han pasado sólo dos años, pero han sido de tal intensidad que el camino del pontificado del papa Francisco parece ya bien trazado. No faltarán, sin embargo, muchas otras sorpresas del Espíritu, esas sorpresas que el Papa acoge y discierne en sus largos tiempos de oración y de las cuales se hace portador para el bien de la Iglesia y de su servicio a los hombres.
Creo que nos encontramos frente al alba de una revolución evangélica, y esta afirmación no tiene nada de retórica. Ya Benedicto XVI nos recordaba que el cristianismo es «la mutación más radical en la historia». Tras el agotamiento y fracaso histórico de la tradición revolucionaria sin Dios, contra Dios, sólo la Iglesia podía retomar con credibilidad el lenguaje de la revolución.
El Papa Francisco nos llama a ser testigos y protagonistas de la «fuerza revolucionaria del amor y de la verdad», de la «revolución de la ternura y de la compasión», de la «revolución de la gracia», sin duda la más revolucionaria porque cambia radicalmente, ontológicamente, la persona e inyecta sin cesar dosis de amor y verdad, de solidaridad y fraternidad en la vida de los pueblos.
¿Qué mensaje es más revolucionario que el sermón de la montaña, el discurso de las bienaventuranzas, que derriba todas las jerarquías e idolatrías mundanas? Es «la fuerza irrefrenable» de la Resurrección, afirma el papa Francisco en la «Evangelii Gaudium» (n. 276). Él nos guía hacia el centro del Evangelio, rezado y meditado, proclamado, comentado y compartido, como lo hace en sus homilías de cada día que nos sorprenden, sacuden y alimentan en nuestra vida cotidiana.
Desde el inicio de su pontificado, el papa Francisco ha puesto en juego todos los medios de que dispone ─oración, palabras, gestos, acciones y decisiones─ para llegar al corazón de las personas que tiene delante. Estos medios conducen siempre a invitar «a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso» (E.G. n. 3) .
Por eso el papa Francisco nunca se cansa de repetir las palabras de Benedicto XVI que llevan al núcleo del Evangelio: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (E.G.n. 7). Él quiere sacudir nuestro conformismo mundano para llamarnos siempre de nuevo a la conversión: sentir como Cristo, pensar como Cristo, vivir como Cristo. Quien no capta esta centralidad en el pontificado Francisco termina desorientado o reducido a hacer juicios que pueden ser importantes pero siguen siendo secundarios.
Qué sorpresa del Espíritu pasar en tan poco tiempo de ese clima de asedio que sufría la Iglesia como una especie de melancólica declinación a la explosión de alegría y esperanza que suscita por doquier el pontificado de Francisco, venido de lejos, portador de los sufrimientos y de las esperanzas de los pueblos latinoamericanos -donde vive casi el 50 por ciento de los católicos de todo el mundo- y de la experiencia de madurez de la Iglesia en esas tierras que se expresa en Aparecida.
Esa atracción no es ni mucho menos el resultado del carisma mediático de Francisco; hay algo mucho más profundo que él hace emerger de las necesidades y anhelos de las personas. Se derrumban muros de prejuicios y resistencias, se plantean preguntas y expectativas incluso en los que pensaban haber cerrado sus cuentas con la fe y con la Iglesia; para muchos es la hora del despertar de una fe adormecida, para otros es un nuevo florecimiento, para todos el renacer del «orgullo» por la dignidad y la belleza de confesarse cristianos.
La libertad, la fuerza y la determinación del papa Francisco están basadas, por una parte, en la conciencia serena y alegre de dejarse conducir por el Espíritu de Dios y, por otra, en el afecto que le expresa el pueblo de Dios, inspirado por su instinto evangélico, por el «sensus fidei», pero que le manifiestan también, más allá de las fronteras eclesiásticas, todos los pueblos de la tierra y que lo ha convertido en sólo dos años en líder mundial en el dramático escenario que se está viviendo.
La gente que desde el comienzo del pontificado llena la plaza de San Pedro ─como nunca hemos visto─ y las impresionantes muchedumbres que lo acogen y acompañan en sus viajes apostólicos nos ayudan a relativizar una mirada limitada y estrecha, a menudo reducida a los «palazzi romani», a las vicisitudes de la burocracias o a los comentarios auto-referenciales de los «intelectuales». El real, el verdadero «católico medio» ─título con el cual se ha presentado Messori en un reciente y polémico artículo de prensa─ se encuentra en todos los que siguen y quieren al Papa, atraídos por su testimonio y por el mensaje que comunica: un Evangelio con pocas glosas pero radical, en un intercambio profundo de humanidad. ¡Qué lejos están estos «católicos medios», sorprendidos, agradecidos y felices por el acontecimiento que les llega al corazón, de poner su ego como medida y criterio de la realidad!
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