En el desierto, lugar de combate y de presencia de las fuerzas del mal, se hace presente Dios y se hace presente el bien
(Carlos Osoro, arzobispo de Madrid).- Siempre me ha impresionado el deseo incansable de San Agustín de encontrar la verdad, descubrir qué es la vida, saber cómo vivir, conocer al hombre. Fue esta pasión por el hombre la que le hacía buscar necesariamente a Dios.
Él comprendió muy pronto que sólo a la luz de Dios puede manifestarse plenamente la grandeza del hombre y tomarse como tarea ineludible la gran aventura de ser hombre. Por eso, en este itinerario cuaresmal que estamos viviendo, pienso en voz alta lo que el Evangelio de este domingo pasado nos decía. Se nos hablaba del hombre y de Dios. Se nos revelaba un Dios que se ha hecho hombre, empujado por el Espíritu Santo al desierto y que nos manifiesta cómo el desierto tremendo, que puede acogotar y encadenar al ser humano, se puede convertir en vergel y cómo podemos hacer que nuestra vida sea una aventura bella, porque tomamos con empeño el globalizar el amor en vez de la indiferencia. Pero no un amor cualquiera, sino el amor mismo de Dios.
El desierto es un lugar sin belleza cuando está ausente la presencia de Dios. Pero el desierto puede ser también un lugar para vivir envueltos por la Belleza, para descubrir la Belleza, para proyectarnos desde la Belleza. Cuando Jesús marcha al desierto, lo convierte en lugar de presencia de la Belleza, hace del desierto un vergel. En el desierto percibimos el valor relativo de todo cuando se nos hace patente la presencia de Dios. Dios nos introduce a nosotros en el desierto. Allí, en el silencio, en la ausencia de sonidos y de estímulos visuales, nos hace percibir la presencia del Reino de Dios, pues Jesús en sus palabras, en sus gestos, en su vida, en lo que dice y en lo que hace, está haciendo presente el Reino de Dios.
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