Entendí que debería ayudar, con todas mi fuerzas, a superar la memoria de la guerra civil y a reconocer los errores cometidos por ambos bandos
(Pedro Miguel Lamet).- Hubiera cumplido noventa años. Justo ayer nos ha dejado José María Martín Patino, el jesuita artífice de la Transición eclesial junto al que fue su alter ego y amigo del alma el cardenal Vicente Enrique y Tarancón.
A la cabecera de su cama me dijo hace un par de días sin ocultar la emoción: «Fue el hombre de mi vida, un gran cardenal y un excelente amigo«. En Martín Patino depositó el entonces presidente de los obispos la confianza, de tal manera que los periodistas le llamábamos la «mano izquierda de Tarancón».
Todavía ayer, en medio de terribles dolores, mostraba José María su reciedumbre de castellano sobrio y seguro de sus convicciones. La vida le había curtido desde niño. Hijo de maestros, que le hicieron amar la lectura, estaba orgulloso de ellos y de ser salmantino de Lumbrales, donde vivió sus primeras y duras experiencias como la muerte de su brillante hermano a los 22 años y una perdigonada de dos cartuchos a medio metro sobre su hombro izquierdo, que le disparó un miliciano falangista que llevaba la escopeta cargada y le destruyó la clavícula y la cabeza del húmero. Esta señal marcaría toda su vida. Vivió con profunda preocupación y angustia, los fusilamientos que llevaban a cabo los piquetes de Falange durante los primeros meses de la guerra.
Pensó en hacerse médico, pero acabó por tirarle más la Compañía de Jesús. Ya como estudiante jesuita estudió filología en la Universidad Civil de Salamanca. De allí siempre recordaba el influjo de Tovar para aprender a trabajar en equipo. Y de sus estudios de teología en un Frankfurt postbélico, su labor con los emigrantes españoles.
En Alemania, haciendo ejercicios espirituales antes de ordenarse sacerdote experimentaría la gran llamada de su vida, que le caló hasta los huesos:»En la ciudad alemana de Ulm, al contemplar la catedral iluminada como una antorcha de fuego asentada sobre el monte cercano, que dominaba toda la ciudad, sentí como un latigazo, que hizo estremecer todo mi espíritu. Fue un ramalazo que me dejó marcado para toda la vida (…), una llamada clara a tomar en serio la división entre vencedores y vencidos que pervive en la conciencia colectiva de los españoles. Entendí que debería ayudar, con todas mi fuerzas, a superar la memoria de la guerra civil y a reconocer los errores cometidos por ambos bandos».
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