Suquía y Rouco, igual que Juan Pablo II y Benedicto XVI, han tratado de conseguir que reverdezcan doctrinas que los promotores del Vaticano II consideraban no sólo obsoletas sino también incapaces de sacar a la Iglesia de su postración
(Jesús Mª López Sotillo).- El pasado día 20 de febrero Don Carlos Osoro en el Seminario, ante un nutrido grupo de personas que representaban a la muy extensa y diversa Diócesis de Madrid, anunció su decisión de elaborar un «Nuevo Plan Pastoral» y pidió para ello el concurso de todos quienes aportando sus opiniones quieran colaborar en ese empeño.
La decisión es interesante y el hecho de que quiera llevarla a cabo escuchando previamente el sentir y el pensar de cuantos conforman la compleja realidad de nuestra diócesis resulta alentador. Ahora bien, durante los tres años que ha previsto dure el proceso de elaboración del mentado «Plan» la actividad diocesana no puede, lógicamente, quedar en suspenso, todas las instituciones han de seguir funcionando. Tiene, pues, sentido preguntarse: ¿Deben continuar haciéndolo como hasta ahora a la espera de ver qué directrices recoge el Nuevo Plan Pastoral o han de tomar ya un rumbo distinto al que les marcaron, primero, el cardenal Suquía y, luego, el Cardenal Rouco Varela?
Estoy plenamente convencido de que es necesario que su organización y funcionamiento empiecen a cambiar lo antes posible. Me lleva a este convencimiento el preocupante panorama que hoy en día, tal como yo lo veo, presenta nuestra diócesis. De ello quiero hablar en este artículo y de qué pasos debería, a mi juicio, dar e impulsar Don Carlos Osoro para que la situación desde ahora mismo vaya siendo distinta y haga posible la elaboración de un Nuevo Plan Pastoral que verdaderamente sea «nuevo».
LOS ORÍGENES DEL «ESTILO» QUE HA IMPERADO EN LA DIÓCESIS EN LAS ÚLTIMAS DECADAS
La Diócesis de Madrid no ha llegado de la noche a la mañana al estado en que actualmente se encuentra. La imagen que hoy muestra ha ido cobrando forma a lo largo del gobierno de los dos predecesores de nuestro actual arzobispo. En estricta sintonía con Juan Pablo II y con Benedicto XVI, primero D. Ángel Suquía Goicoechea, desde 1983 a 1994, y luego D. Antonio Mª Rouco Varela, desde 1994 hasta el mismo día 25 de octubre de 2014, cuando se celebró la misa de toma de posesión de Don Carlos Osoro, han ido configurando la diócesis de Madrid de un modo que en muchos aspectos es completamente contrario al que, cabe pensar, habría acabado adquiriendo si no hubiese dejado de asumir y de poner en práctica las pautas de renovación teológica y pastoral que contienen los documentos del concilio Vaticano II. Ambos cardenales, en sintonía con las directrices vaticanas que empezaron a llegar desde Roma a partir de octubre de 1978, han tratado de que en nuestra diócesis, a todos sus niveles, se produjera el triunfo de las personas y de las ideas que en el Concilio quedaron relegadas o ensombrecidas. Todo ello al mismo tiempo que dedicaban grandes elogios a tan importante evento eclesial.
Convencidos de que tal acontecimiento tuvo más de error que de acierto, para neutralizar su influencia se han apoyado en las concesiones que, con el fin de lograr la aprobación de los textos por una mayoría muy amplia, la línea «progresista» hizo durante las sesiones conciliares a la línea «conservadora». Esgrimiendo los pasajes que reflejan esas concesiones, Suquía y Rouco, igual que Juan Pablo II y Benedicto XVI, han tratado de conseguir que reverdezcan doctrinas y normas teológicas y canónicas que los promotores del Vaticano II consideraban no sólo obsoletas sino también incapaces de sacar a la Iglesia de la postración en la que ya en los años 50 y 60 del siglo XX se encontraba. Ha sido, a mi parecer, un empeño equivocado. Su puesta en práctica ha conducido a la diócesis a una situación que sería conveniente tratar de cambiar no dentro de tres años, cuando el Nuevo Plan Pastoral esté acabado, sino desde ahora mismo.
CAUSAS Y RASGOS DEL PANORAMA QUE ACTUALMENTE PRESENTA LA DIÓCESIS
Una de las principales causas de que nuestra iglesia local esté donde ahora se encuentra es que tanto Don Ángel Suquía como Don Antonio Mª Rouco Varela al gobernarla han hecho valer hasta límites insospechados la supremacía que el Código de Derecho Canónico reconoce y otorga a los obispos diocesanos en sus respectivas demarcaciones, siempre que esté supeditada a la autoridad que reconoce y otorga al Sumo Pontífice sobre la Iglesia universal.
Este modo de proceder ha sido especialmente intenso e implacable durante la época del cardenal Rouco Varela. Él ha querido y en parte conseguido que todos y todo en la diócesis estuviera bajo su control. Ha exigido ser escuchado y obedecido sin disidencias de ningún tipo. Sólo quienes le parecían completamente fieles tenían alguna posibilidad de ocupar los cargos que a él le parecían relevantes dentro de cada uno de los estratos del organigrama diocesano. Al mismo tiempo ha favorecido sin recato ni medida las posiciones de aquellas personas o movimientos eclesiales e incluso de aquellas organizaciones socio-políticas que, alardeando de catolicidad, siguen y enseñan a seguir sendas espirituales de corte «conservador». Y no le ha temblado el pulso a la hora de marginar a cualquier hombre o mujer, comunidad o institución católica que, independientemente de su bondad y de su valía, considerara disidente.
Esta estrategia pastoral, puesta al servicio, como queda dicho, de principios teológicos y de normas de conducta que el Vaticano II, sin derogarlos expresamente, había puesto en segundo plano o dejado en la sombra, no ha traído consigo la anunciada revitalización de la vida eclesial en función de la cual habían justificado su puesta en marcha. Este viraje hacia atrás, presentado como necesario para evitar la disolución a la que los «progresistas» de los primeros años del postconcilio estaban, según ellos, conduciendo a la Iglesia, la ha llevado a un deterioro cada vez mayor. Era un resultado predecible, pues ese modo de proceder retoma pautas de pensamiento y de acción que ya antes de que Juan XXIII convocara el concilio habían mostrado sus deficiencias teóricas y prácticas.
En estos treinta años, aunque las concentraciones masivas de católicos parezcan indicar lo contrario, la desertización de los templos lejos de frenarse ha proseguido su expansión. Y el prestigio de la Iglesia, y más aún el de los obispos, ha decaído enormemente entre nuestros conciudadanos. No puede, sin embargo, achacarse únicamente al tipo concreto de espiritualidad y de moral privada y pública que nuestros jerarcas han enseñado y pedido que se practique como el genuinamente católico. La desafección se ha incrementado también y muy especialmente por el hecho de que tanto en el ámbito local como en el nacional y en el internacional se han detectado y han salido a la luz pública numerosos casos de eclesiásticos, a menudo promotores o miembros de órdenes o movimientos católicos de corte muy «tradicional», que han hecho un uso abusivo de su poder, tras buscarlo con desmedido interés y adquirirlo mediante abundantes y turbias argucias, o que han llevado a cabo conductas no sólo civilmente delictivas, sino absolutamente contrarias al respeto a la dignidad de las personas que predicamos. Siendo sin duda la más escandalosa y deplorable el abuso de menores.
UNAS PROPUESTAS DE CAMBIO
Es un panorama preocupante. La llegada y los primeros dichos y hechos de Don Carlos Osoro, desde que el Papa Francisco lo nombrara el pasado 28 de agosto nuevo arzobispo de Madrid, permiten, sin embargo, alentar la esperanza de que puede empezar a cambiar. Ahora vuelve a parecer posible que, siguiendo los pasos y las enseñanzas del actual Obispo de Roma, nuestra diócesis retome formas de espiritualidad y modos de gobierno más cercanos a los que el grueso de los documentos conciliares describen y alientan. Ahora vuelve a parecer posible que si toma ese camino su aspecto empiece a ser distinto y mejor.
Confiando en que verdaderamente sea esa la voluntad del Sr. Arzobispo y aceptando la invitación que hizo el día 20 de febrero a que le hagamos llegar nuestras opiniones, paso ahora a exponer unas cuantas ideas y sugerencias concretas en torno al alcance y el sentido del proceso de cambio que, a mi juicio, debiera emprender la diócesis, sin esperar a que culmine la elaboración del Nuevo Plan Pastoral, para que sea otra su fisonomía y otro también el aire que en ella se respira y expande.
RECUPERAR Y ARTICULAR EN LA DIÓCESIS DE MODO ACTIVO LA CONCEPCIÓN DE LA IGLESIA COMO COMUNIDAD DE IGUALES, PREDISPUESTA DE MODO CONSTANTE A SU REFORMA Y RENOVACIÓN
Habiendo señalado como dos de las causas de la situación en que actualmente se encuentra nuestra diócesis el uso pleno que Suquía y Rouco han hecho de la autoridad casi absoluta que el Código de Derecho Canónico otorga al obispo sobre sus diocesanos y el haberla ejercido promoviendo la recuperación de doctrinas y pautas de conducta que tras el Vaticano II parecían destinadas a pasar al ámbito de la Historia de la Iglesia, considero necesario y urgente, que el nuevo arzobispo, como parece que ya ha empezado a hacer, tome medidas tendentes a revertir esta dinámica.
Es necesario y urgente que continúe dando signos y, sobre todo, que vaya tomando medidas que broten de su cercanía y de su disposición a asumir activamente la concepción de Iglesia que, sin derogar la estrictamente jerárquica, esbozan y promueven los documentos conciliares, la de la Iglesia entendida como «comunidad de iguales». En ella los cristianos, salvo los que por sus pocos años o por sus limitaciones físicas realmente lo son, dejan de ser considerados y tratados como menores de edad. El obispo no se ve a sí mismo como la persona a la que el Papa ha encomendado la atención espiritual de un conjunto de personas incapaces de pensar y de actuar libre y responsablemente en cuestiones de «fe y costumbres». El obispo se ve a sí mismo como quien ha de gobernar la diócesis sabiendo y teniendo en cuenta que los católicos que la componen son iguales que él en dignidad, puesto han recibido el mismo bautismo. Reconoce, además, que los creyentes cuya atención pastoral le ha sido encomendada, con su valiosa diversidad, están llamados y tienen derecho a participar activamente en la planificación y el desarrollo de todo aquello que tiene que ver con la puesta en práctica y la difusión de la fe que se honran en profesar, así como con la reforma y la renovación de su contenido doctrinal y moral si por errores cometidos o por la adquisición de nuevos «saberes» esto se convierte en algo justificable y necesario.
TENER EN CUENTA Y APROVECHAR LA ENORME DIVERSIDAD DE LOS CATÓLICOS MADRILEÑOS, SACANDO DE LA MARGINALIDAD ECLESIAL A QUIENES HAN SIDO INJUSTAMENTE ARROJADOS A ELLA
No son los modales descritos en el apartado anterior los que han estado operativos en la diócesis de Madrid en las tres últimas décadas. Don Ángel Suquía y Don Antonio Mª Rouco Varela en lugar de mantener los oídos atentos para escuchar y tomar en consideración el sentir y el pensar de los católicos puestos bajo su jurisdicción y para percibir asimismo el pensar y el sentir de quienes dentro de la sociedad profesan y difunden otros modos de entender y de vivir la existencia, los han mantenido fundamentalmente atentos para escuchar y tomar en consideración las directrices que venían de «Roma» o las que les sugería su propia conciencia. Por este motivo es también necesario y urgente que el nuevo arzobispo empiece cuanto antes a tomar medidas tendentes a revertir esta otra dinámica. En línea con lo que ha hecho el pasado día 20 de febrero en la reunión que mantuvo en el Seminario, sería deseable que continúe mostrando su predisposición a aceptar y a fomentar como algo razonable y conveniente que las diferentes personas y los diferente colectivos que conforman la muy extensa y diversa Diócesis de Madrid vuelvan a ejercer sin miedo ni reticencias la libertad de pensamiento y de expresión, configurando y haciendo públicas sus opiniones sobre todo aquello que tiene que ver con la Iglesia, con lo que es y con la misión que debería llevar a cabo.
Pero esto no basta. Para que el sentir y el pensar de los católicos madrileños realmente contribuyan a la renovación eclesial es preciso que puedan ser manifestados y sometidos a debate de modo institucional en instancias diocesanas concebidas para ello, revitalizando algunas que ya existen o creando otras nuevas. En su seno han de tener mayor cabida y facultad decisoria católicos a los que hasta ahora por diversas razones se les ha negado o condicionado el acceso. Los laicos, por ejemplo, y entre ellos muy especialmente las mujeres, excluidos o minusvalorados por no formar parte del clero. Y quienes, sacerdotes, religiosos o laicos, pese a su valía espiritual, intelectual y pastoral, han sido apartados de ellas durante el gobierno de los cardenales Suquía y Rouco por el único motivo de manifestar con palabras y con hechos que no estaban en sintonía con sus puntos de vista en cuestiones de doctrina y moral, a veces muy discutibles. Sería un decisión fecunda que a la hora de definir y de planificar el ser y el actuar de la diócesis el arzobispo llame también a estas personas, y que, cuando llegue el momento de nombrar a quienes hayan de asumir la dirección de las múltiples tareas pastorales que su funcionamiento requiere, cuente con en ellas, en lugar de descartarlas de forma sistemática.
VOLVER A PONER A LA DIÓCESIS EN LA SENDA DEL «AGGIORNAMENTO», CONSCIENTES DE QUE, CINCUENTA AÑOS DESPUES DE LA CLAUSURA DEL VATICANO II, DEBE AFRONTAR NUEVOS RETOS
El silenciamiento y la marginación de las personas y de las instituciones a que acabo de referirme pone de manifiesto la dinámica «conservadora» que ha marcado el funcionamiento de la diócesis en estos últimos tiempos. Suquía y Rouco, identificados en esto plenamente con Juan Pablo II, consideraban que ya había habido bastante «aggiornamento» dentro de la Iglesia, más aún que había habido demasiado «aggiornamento». Que era tiempo de «conservar» y de «reverdecer» las esencias católicas, no de continuar diluyéndolas. Y en nuestra diócesis y desde ella han hecho lo posible para conseguirlo.
Pero el «aggiornamento» eclesial que el concilio diseñó y quiso que se llevara a cabo no fue un proyecto equivocado ni una tarea que haya concluido. La reforma y la renovación de la Iglesia no son un alocado empeño al que deba ponerse freno ni un reto del que pueda decirse que ha sido plenamente superado con éxito. Siguen siendo un objetivo y hasta una obligación permanente. Por ello es deseable que el nuevo arzobispo empiece cuanto antes a revertir la tendencia contraria, permitiendo que se expresen con libertad y expongan sus razones quienes comparten estos puntos de vista. «Aggiornarse» debe volver a ser considerado entre nosotros no sólo una estratégica pastoral para atraer a los alejados con cambios meramente formales. Debe volver a ser también y principalmente una actitud profundamente religiosa. Creyendo como creemos que Dios es un misterio más grande que cualquier misterio que nosotros podamos desvelar, permanecer siempre dispuestos a modificar lo que decimos de él y de su voluntad no es signo de debilidad intelectual sino de coherencia teológica. Máxime cuando desde hace siglos no han dejado de aparecer motivos que justifican no sólo que se tenga una predisposición permanente a la reforma y a la renovación de la Iglesia sino que se ponga en acto para actualizar el discurso tradicional católico en materia de fe y costumbres.
Fueron muchos los aspectos de dicho discurso sobre los que los documentos conciliares dijeron una palabra «aggiornadora». La encontramos tanto en los de mayor «categoría doctrinal», las cuatro Constituciones, como en los Decretos y en las breves pero muy debatidas e importantes Declaraciones. La diócesis de Madrid, a través del decir y del hacer de las personas que la forman y por medio de las instituciones y de las estructuras que articulan su funcionamiento, debe volver a mostrar que asume activamente las disposiciones conciliares. Más aún, debe mostrar que lo hace pero sin aferrarse a ellas como si contuvieran «la verdad» por fin atrapada y fueran inmutables. La razón es sencilla: cincuenta años después de que los obispos las pensaran y transmitieran, en muchos casos se ve con claridad que el «aggiornamento» que prescriben ha de ser ahondado, más, aún, que ha de hacerse extensivo a aspectos del creer y de vivir eclesial que los padres conciliares no tomaron en consideración.
RECUPERAR E INTEGRAR EN EL DECIR Y EL HACER DIOCESANO LA ACTITUD RENOVADORA QUE SUBYACE EN LOS TEXTOS CONCILIARES ENTORNO AL CONOCIMIENTO DE DIOS Y AL MODO DE DARLE CULTO
Como parte de la asunción de las disposiciones conciliares, nuestra diócesis, aunque pueda parecer una propuesta muy teórica, debe recuperar e integrar en su decir y en su hacer cotidiano la actitud renovadora que subyace en los textos conciliares entorno al conocimiento de Dios y al modo de darle culto. Ello haría que le resultara mucho más sencillo lograr avances en su afán de ser una voz a la que los hombres y las mujeres de hoy en día consideran interesante prestar atención. Los dos asuntos son muy importantes y suscitaron largos y encendidos debates a lo largo de las sesiones de Concilio. Fue preciso un arduo trabajo a la hora de redactar los textos que aludían a ellos, lleno de concesiones mutuas, para que finalmente fueran aprobados por una mayoría amplia de los obispos.
La expectación por conocer lo acordado en estos dos ámbitos surgió casi al mismo tiempo que el mundo supo que de la mano de Juan XXIII la Iglesia católica iba a celebrar un concilio ecuménico cuyo objetivo era ver y decidir hasta qué punto y en qué aspectos concretos necesitaba ponerse al día. Desde ese mismo instante el mundo entero dirigió su mirada y sus oídos hacia Roma. Hacía varios siglos que se venía reprochando a la Iglesia católica tanto su intolerancia frente a quienes sostenían puntos de vista teológicos y morales distintos al suyo como su negativa a introducir cambios en lo que enseñaba sobre Dios y sobre el modo de rendirle culto. El mundo entero quería enterarse de lo que ocurría en las aulas conciliares y de lo que salía de ellas, tenía interés en saber si la jerarquía eclesial, con el Papa a la cabeza, iba o no iba a modificar estos planteamientos.
Los textos conciliares, sin dejar de presentar a la Iglesia como receptora de la Verdad total y plena sobre Dios que él mismo ha revelado y sin dejar tampoco de presentar a la jerarquía como la encargada de su custodia, interpretación y anuncio, reconocen el derecho que tiene todo ser humano a la libertad religiosa e instan a que los Estados la regulen para que nadie se vea perseguido por el mero hecho de ejercerla. Y en lo tocante a cómo rendir culto al Dios único en el que creemos, origen del universo, providente y compasivo, los textos, sin prescindir de otros aspectos, incorporan con claridad y fuerza el de ocuparse de todo aquello que contribuye al mejoramiento de las condiciones de vida de los seres humanos, para que puedan gozar de bienestar físico y espiritual.
Ambas actitudes, poco practicadas e incluso denostadas desde las altas esferas de nuestra diócesis durante las tres última décadas, debieran cuanto antes volver a tener hueco teórico y práctico dentro de ella. Las razones que movieron a los padres conciliares a señalarlas como lícitas y convenientes desde la óptica católica no sólo no han desaparecido sino que se han incrementado. Sería deseable, por ello, que, sin negar ni ocultar nuestro credo, lo expongamos entre los madrileños con humildad, sin desacreditar o llenar de improperios a quienes no lo comparten. Sería deseable, asimismo, que de su amplio contenido destacáramos con nuestras palabras y con nuestro modo de llevarlo a la práctica la alegría y la esperanza que suscita y el compromiso en favor del ser humano al que conduce.
Este segundo aspecto, al que desde su llegada a la sede pontificia el Papa Francisco no deja de referirse y de ponerlo en práctica cuando habla y cuando actúa, debe volver a ser central en nuestra diócesis. En los últimos años ha quedado velado tras discursos y prácticas oficiales que alentaban sobre todo formas de espiritualidad más centradas en la adoración a Dios, en el respeto a normas litúrgicas muy estrictas y en el cumplimiento meticuloso de prescripciones morales vinculadas sobre todo al ámbito de la vida íntima de las personas y de las familias. Es tiempo de que esta situación cambie.
QUE LAS INSTITUCIONES DIOCESANAS RESPIREN ESTA ESPIRITUALIDAD Y ESTÉN AL SERVICIO DE ELLA
La integración de las propuestas sugeridas en los apartados anteriores dentro del funcionamiento cotidiano de nuestra diócesis necesariamente habría de llevar aparejados cambios en buen parte de las instituciones que articulan su funcionamiento y en las personas que hasta ahora han estado al frente de las mismas. Sería deseable que el nuevo arzobispo comenzara lo antes posible a realizarlos.
La primera institución a la que habría de tocarle el turno de la reorientación aquí propuesta es la Catedral, en tanto que sede del obispo. Desde la condición de «madre de todas las iglesias diocesanas», está llamada a ser modelo en el que éstas puedan inspirarse, tanto por su organización interna como por lo que se dice y hace dentro y fuera de sus muros. Pero también habría de llegarle pronto el turno de su reorientación a la Curia, instrumento del que se vale el obispo para lograr que la diócesis se configure y funcione de acuerdo a los criterios que considera adecuados. Habría de llegarles asimismo a dos instituciones cuya importancia e influjo en la vida diocesana es enorme, al Seminario diocesano y a la Universidad eclesiástica de San Dámaso.
Quienes acuden a la Catedral, quienes entran en contacto con las Vicarías, con las Delegaciones y las Oficinas diocesanas o con las personas, las directrices y los materiales que en éstas actúan y de éstas provienen, quienes ingresan en el Seminario o los alumnos y alumnas que nutren las aulas de la Universidad eclesiástica, todos ellos, hombres o mujeres, católicos o no católicos, todos, a través de quienes intervienen en la gestión y en el funcionamiento de tales instituciones y respirando el aire espiritual que en ellas se genera y difunde debieran percibir cuanto antes que en la diócesis se cree y enseña y puede ser aprendida y puesta en práctica la idea de que la Iglesia es una comunidad de iguales. Debieran percibir cuanto antes asimismo que para su funcionamiento tiene en cuenta y aprovecha la enorme diversidad de los católicos madrileños, sin exclusiones injustas. Que ha retomado, desde su diversidad, la senda del «aggiornamento». Que respeta a quienes tienen planteamientos religiosos o filosóficos distintos al católico. Que, coherente con la fe en que Dios existe y es bueno, centra su interés no sólo en celebrarla y difundirla, sino también en practicarla con la alegría, la esperanza y libertad que de ella se deriva y con el compromiso al que induce de contribuir activamente a que sea respetada la dignidad de los seres humanos y a que consigan desarrollar su existencia del modo más saludable y feliz que sea posible.
Quienes por un motivo u otro entran en contacto con la grandes instituciones diocesanas debieran percibir cuanto antes que el Obispo desde su Sede no sólo se muestra como quien es maestro de la palabra y ha de ser escuchado, sino también como quien se sabe miembro de una comunidad de hermanos, diversos entre sí, pero unidos por la profesión y práctica de la fe en el Dios compasivo y clemente, y con cuyas opiniones cuenta. Debieran percibir cuanto antes asimismo que, asumida la diversidad intraeclesial como un bien, al frente de la gestión y el desarrollo de las tareas propias de las instituciones diocesanas están personas capaces de hacerlo bien, independientemente de la «tendencia espiritual» con la que sintonicen. Esto sería especialmente deseable que se pudiera apreciar pronto en el Seminario Diocesano y en la Universidad eclesiástica de San Dámaso, centros en los que durante estos últimos años la selección de formadores y de docentes ha estado marcada más por la adscripción ideológica de los elegidos que por su bondad y su capacitación teórica y práctica. También sería no sólo deseable sino incluso urgente que, a diferencia de lo que ahora ocurre, pudiera percibirse lo antes posible en los Medios de comunicación de titularidad eclesial y a través de las personas que en nombré de la diócesis se hacen presentes en los de titularidad estatal o privada.
Quienes entran en contacto con las grandes instituciones diocesanas debieran percibir cuanto antes que, asumiéndolo como una actitud coherente con nuestra fe, estamos siempre abiertos a la renovación y al cambio. Que nuestras palabras y nuestras acciones no se limitan a trasmitir y a ser coherentes única y exclusivamente con lo tenido por cierto y bueno y declarado como tal por la Iglesia en otros momentos históricos. Que nos hacemos eco de los nuevos conocimientos que en diversas áreas del pensar y del actuar humano se van generando día tras día. Que, en nuestro afán de contribuir al bien de las personas, apoyamos y hacemos nuestras las ideas o las pautas de conducta que actualmente mejor parecen cumplir esa tarea, aunque sean distintas a las que propuso la Iglesia en otras épocas. Sería deseable en este sentido, a diferencia de lo que ahora ocurre, que cuanto hablé el arzobispo o aquellas personas a las que designe para hacerlo en su nombre no se sepa de antemano lo que van a decidir sobre cualquier tema teológico o moral, sino que haya lugar para la agradable sorpresa de que en su discurso integran algo nuevo, porque tienen noticia de su existencia y reconocen que es acertado y conveniente. Sería deseable que esto pudiera percibirse cuanto antes en las celebraciones litúrgicas presididas por el arzobispo o promovidas por él dentro y fuera de la Catedral. En su estructuración y en el mensaje que transmiten sus oraciones, sus cantos, sus homilías. La Delegación de liturgia debería, en este sentido, renovarse para que pudiera ser un instrumento útil a la hora de alcanzar tales objetivos. Sería deseable que pudiera percibirse también en nuestras acciones caritativas y educativas. Y hasta en el mismo modo como gestionamos lo relativo a la consecución de recursos económicos y a la administración de los mismos.
Evidentemente la diócesis es mucho más que el Obispo, la Curia, el Seminario y la Universidad, están las parroquias y las comunidades. En ellas es donde viven el día a día eclesial la mayor parte de los católicos madrileños y las personas puestas al frente de las mismas. Es por ello también muy importante que a la hora de seleccionar a estas últimas, como hemos dicho respecto al Seminario, a la Universidad y a los Medios de Comunicación, no se mire y tenga en cuenta primero cuál es su adscripción ideológica, sino si son capaces de realizar bien el cometido concreto que se les quiere encomendar.
Estas son las ideas y sugerencias que sobre la situación de la Diócesis de Madrid y ante la propuesta del Sr. Arzobispo de elaborar un Proyecto de un Nuevo plan de pastoral quería exponer. Desde mi punto de vista, tomarlas en consideración ayudaría a diseñar y a llevar a cabo no sólo un «Nuevo» Plan, sino un Plan Nuevo, al servicio no tanto de una Nueva Evangelización cuanto de una Evangelización «Nueva».