Mientras muchos sigan hambreando el Pan Eucarístico, otros seguirán saciando sus apetitos espirituales al calor de su dinero
(Marco A. Velásquez).- A fines de 2013, con el objetivo de preparar la Asamblea Extraordinaria del Sínodo de los Obispos de octubre de 2014, el papa envió un inédito cuestionario a las Conferencias Episcopales del mundo, para ser respondido por las comunidades cristianas. Tanto el mecanismo como el tenor de las preguntas, consiguieron elevar al máximo las expectativas de apertura pastoral para muchas realidades familiares.
Rápidamente, la Asamblea Extraordinaria y su Relatio Synodi aterrizaron los anhelos, revelando un insuficiente apoyo al ánimo reformista del papa.
Después, para preparar la Asamblea Ordinaria de octubre de 2015, un nuevo y extenso cuestionario surgió para redactar los Lineamenta del Sínodo. Esta vez las preguntas eran complejas y numerosas (más de 90). Consecuentemente, las respuestas fueron escasas y restringidas. A las dificultades de participación, se sumó una campaña inédita destinada a frenar cualquier atisbo de reforma. Fue liderada por los cardenales Gerhard Müller, en el terreno teológico, y Raymond Leo Burke, en el campo mediático.
Prueba de esto último son: la edición de numerosos libros y artículos, destinados a defender la doctrina frente a la temida difusión de la misericordia, así como la puesta en escena de una enorme y onerosa maquinaria, destinada a recoger más de 800 mil firmas, para hacer una poco filial advertencia al papa.
Paralelamente, más allá de los muros del sanedrín romano, el mundo ha sido testigo de cómo Francisco, amparado en la sencillez del Evangelio, es aclamado en diferentes latitudes como en un Domingo de Ramos. Los contrastes son evidentes.
En estos días, la Asamblea Ordinaria del Sínodo de la Familia comienza a mostrar los frutos esperados por los hijos del rigor: apego irreductible a la disciplina, severidad con los imperfectos y obsesiva afirmación de lo mismo de siempre para realidades nuevas y ajenas. En ese contexto, difícilmente el papa podría ir contra la corriente. Entonces, no esperen comulgar los separados y divorciados vueltos a casar, salvo privadamente por la intrepidez de algún pastor compasivo.
Las razones para negar la comunión sacramental a estas personas no radican en la indiscutible indisolubilidad del matrimonio, sino en la incapacidad de enmienda de su adulterio flagrante, que ante una nueva vida -muchas veces con hijos a cuestas- no están dispuestos a abandonar a su pareja o a someterse a los imperativos de una castidad enajenante, que impone la moral sexual de la Iglesia. Porque no están dispuestos a abandonar el pecado, no sólo se privan del Alimento Sagrado, sino de esa sanadora reconciliación del alma con su Creador, que posibilita el sacramento de la Confesión. Ello porque no hay arrepentimiento ni propósito de enmienda.
Cuando un grupo de reconocidos teólogos decidió apoyar al papa en su anhelo de conducir a la Iglesia por los caminos de la misericordia, publicaron una iluminadora carta abierta, que en el punto 5 dice: «Finalmente queda la pregunta de si ha de tener la Iglesia una doble medida para las infidelidades al evangelio que afectan al campo sexual y para las que afectan a otros campos de la moral.»
A partir de esa interpelación surge una cuestión determinante: así como el pecado, sin arrepentimiento ni propósito de enmienda, condena y excluye de la vida sacramental a los separados y divorciados vueltos a casar, privándolos de la comunión y de la reconciliación; ¿no debieran ser también excluidos aquellos que han vulnerado flagrantemente el principio del destino universal de los bienes, como quienes se han apropiado indebidamente de los bienes y recursos de todos?, como del agua, de los mares, de los bosques, del aire, del paisaje, de la vida digna y de tantos regalos divinos.
Es sabido que la opulencia reina entre muchísimos católicos. Es también sabido que mucha riqueza se produce a costa de multiplicar pobreza, como cuando alguien compra barato a una viuda, a un huérfano o a un necesitado y lo vende a precio de usura. O cuando alguien compra hostilmente a un anciano, a un desempleado, a un enfermo, a un moribundo o a un borracho, adquiriendo a precio de ganga lo que el mercado cotiza como el oro. O cuando alguien rentabiliza su negocio persiguiendo a los trabajadores y a sus sindicatos, o cuando su negocio gana posición competitiva con el desempleo, con la usura o con la expoliación de los recursos naturales y dañando el ambiente; en fin, hay tantas formas de enriquecerse injustamente.
La mayoría de estos personajes se acercan impúdicamente a recibir el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, y llenan confesionarios arrepintiéndose de todo, menos de aquello que no están dispuestos a enmendar. A ellos, la Iglesia del rigor les ofrece generosamente el Pan Eucarístico y los libera de sus pecados, ¿será porque con esas fortunas repletan sus alcancías?
Así como «la dureza del corazón del hombre» lleva a Jesús a exculpar a Moisés de las justificaciones del divorcio (Mt 19, 3-12), esa misma Palabra -hoy tantas veces esgrimida para justificar la excomunión sacramental- se oculta a los católicos seguros de su dinero, para no exigir la condición de enmendar sus vidas para comulgar y para seguir el ejemplo Zaqueo: «-Mira, Señor, voy a dar a los pobres la mitad de mis bienes; y si he robado algo a alguien, le devolveré cuatro veces más.» (LC 19, 8).
Mientras muchos sigan hambreando el Pan Eucarístico y sedientos de ese Vino que alienta en el sufrimiento, otros seguirán saciando sus apetitos espirituales al calor de su dinero. Entretanto, el Pueblo de Dios seguirá cantando: «El Señor no tardará, el Señor ya volverá. Ten paciencia si demora, si no viene por la noche, tal vez venga con la aurora».