Tenemos un pueblo fiel, poco hecho para opinar, dialogar y obrar con libertad. Se nos enseñó a obedecer más que a pensar. Y esto explica nuestra rutina, nuestro ritualismo, nuestra falta de creatividad
«Temas como la homosexualidad, el aborto, el celibato opcional, el sacerdocio de la mujer o los divorciados hace tiempo que nos interpelan y que debieran haberse abordado con prudencia pero sin miedo«. El teólogo Benjamín Forcano reflexiona en esta entrevista sobre dichas realidades, y admite que «con la llegada del Papa Francisco, se ha abierto una puerta, ha entrado luz y se oyen mil voces acalladas que demandan debate, diálogo, solución».
Los temas de que nos vamos a ocupar, son de enorme actualidad. Pero, hace tanto tiempo que en la Iglesia se los menciona sin nada de renovación, de manera que uno piensa ser inútil volver sobre ellos. ¿Forman acaso parte de una doctrina revelada o de un dogma que nadie puede cambiar?
Como bien dices, ciertos temas (la homosexualidad, el aborto, el celibato opcional o los curas casados, el sacerdocio de la mujer , los divorciados), hace tiempo que nos interpelan y que debieran haberse abordado con prudencia pero sin miedo, porque están ahí reclamando solución desde hace mucho tiempo, mucha gente sufre con ellos y lo más sorprendente es que el cambio que se pide no sólo es posible, sino necesario y legítimo.
¿Entonces, ¿por qué se los despacha como si se tratara de normas inmutables?
-Ese es el quid de la cuestión. No hace tanto tiempo en que casi nadie, que fuera católico, se atrevía a opinar diferente de esos temas, ni siquiera después del concilio Vaticano II. Hemos sufrido la involución posconciliar como una larga noche invernal. Ahora, con la llegada del Papa Francisco, se ha abierto una puerta, ha entrado luz y se oyen mil voces acalladas que demandan debate, diálogo, solución.
¿Y cómo explicar esa parálisis en tiempos tan movidos y creativos como el nuestro?
-En la Iglesia católica ha contado más la autoridad y la obediencia que el pensamiento y la libertad. En ella ha prevalecido el poder, un poder concentrado en el clero, que asegura la adhesión y la sumisión más que la crítica, el pensamiento y la libertad. Cambiar supone renovar, y renovar supone avanzar. Pero esto es lo que el poder obstruye alegando que no puede traicionar la verdad, sofisma que encubre ignorancia y privilegios adquiridos, a costa naturalmente de maldecir la necesaria renovación.
¿Crees, pues, que hay posibilidades y camino para una impostergable renovación?
-Tenemos un pueblo fiel, poco hecho para opinar, dialogar y obrar con libertad. Se nos enseñó a obedecer más que a pensar. Y esto explica nuestra rutina, nuestro ritualismo, nuestra falta de creatividad, nuestra desconexión con la ciencia y la cultura modernas. Hablamos de doctrinas inadaptadas, en conceptos y lenguaje ajenos al conocimiento y pensamiento modernos.
¿Y esto cómo se remedia?
-Abriendo la puerta al pensar, al debate y al diálogo. Y esa puerta debemos abrirla entre todos. Hay que reemplazar el binomio del pasado: Iglesia docente (jerarquía) e Iglesia discente (pueblo). El pueblo es sujeto no objeto, la Iglesia es toda ella discente, discípula , seguidora de Jesús, obedientes todos al Evangelio, desde el Papa hasta el último de los fieles.
Pero ese camino está por hacer.
-Sí, nuestro cristianismo es bastante superficial, muy de cuatro ritos, muy de cuatro ceremonias, muy de cuatro prácticas y bastante menos de principios y convicciones personales.
Dicho todo esto, ¿cómo aplicas esta renovación al tema de la homosexualdiad?
1- Hay algo que debiera hacernos reflexionar: si el tema de la homosexualidad es universal, es decir, se encuentra en todos los tiempos y culturas, debiera hacernos reflexionar. ¿La repetitividad de un comportamiento universal no es razón para considerarlo propio del ser en que se da?
Los estudios científicos actuales concluyen que no es correcto enjuciciar la homosexualidad como una desviación o patología de la sexualidad normal -la heterosexualidad- .No existe argumento alguno que lo avale.
2. Más al interior de la Iglesia católica, no hay nada en el Evangelio que argumente en contra de ella. Hubo interpretaciones que, basadas en ciertos textos bíblicos, justificaron su rechazo y condenación. Dichas interpretaciones son valoradas hoy como ajenas a esos textos bíblicos si se los explica en su contexto y significado preciso.
La homosexualidad es un problema humano, que puede estudiarse en su origen , proceso, significado y causas científicamente, y no acientíficamente como se lo haría, si se recurre a la Biblia desde una interpretación fundamentalista. La revelación divina no dice aquí nada, y el espacio de verdad queda a merced de las ciencias humanas.
Por otra parte , en el curso histórico del cristianismo, está suficientemente documentado cómo en la Iglesia católica, del siglo VI al XII, existió como normal la celebración litúrgica de parejas homosexuales, según ritos y oraciones propias, presididas por un sacerdote (Cfr. J. Boswell, «Las Bodas de las semejanza- 640 páginas-«).
De modo que una mejor investigación del tema nos permite excluir como infundada e injusta cualquier interpretación condenatoria y reemplazarla por una visión, actitud y comportamiento nuevos. La condición homosexual es una variante éticamente legítima, aunque minoritaria, de la sexualidad humana.
En principio, todos defendemos el derecho de todo ser humano a la vida. Pero, el principio es genérico y necesita ser aplicado a cada situación concreta. ¿El embrión humano puede ser considerado vida humana desde el primer momento? ¿O hay en él un antes y un después, un antes en que no es individuo humano y un después en que lo es? Conviene distinguir:
-En la tradición cristiana ésta fue una cuestión abierta, hubo autores (San Alberto Magno) que consideraban haber vida humana desde el primer momento, y autores (Sto. Tomás de Aquino) que sostenían lo contrario. Cuestión pues discutida, no dogma.
-Las teorías más modernas afirman que el embrión no es individuo humano hasta después de ocho semanas ( unos dos meses) La biología molecular ha podido comprobar que en el desarrollo embrionario no basta el factor genético para que el embrión llegue a ser feto (dos meses): los genes no son una miniatura de persona. Se necesitan los factores morfológicos y espaciales, los cuales sin los factores genéticos quedarían sin efecto y no se daría la organización primaria y secundaria del embrión hasta la octava semana,es decir, no habría sustantividad humana.
-En este sentido, es lógico conlcuir que la interrupción del embarazo antes de la octava semana,-antes de constituirse en feto- no sería atentado contra la vida humana.
– Por ley podría establecerse que hasta el plazo de dos meses, no se podría invocar el derecho del embrión a la vida y sí, tras él, acordar un consenso común y una ley de obligatoriedad y responsabilidad para todos, como contenido de ética civil y racional.
– Los cristianos no podemos aducir una respuesta contraria a la de la ética racional, pues no está en su competencia ni en un saber suyo específico dirimir cuándo se da vida la humana individualizada. Los credos religiosos pueden promover y fortalecer el derecho a la vida humana, pero sin anular el resultado de una ética humana, debidamente investigado y comprobado.
– Esta hipótesis, de llegar a consolidarse como cierta, ayudaría a resolver el problema, en el sentido de que marca un plazo en el que la interrupción del embarazo no es destruir una vida humana y, por tanto, no habría delito ni culpa ni pena.
Hoy es bastante común considerar que, si el derecho al matrimonio, es natural, resulta extraño e incomprensible que la Iglesia católica prohíba a los sacerdotes casarse. Por el contrario, en opinión de otros muchos, el no casarse es condición ineludible para el sacerdote y le está justamente prohibido.
Hoy día, cualquier teólogo, como cualquier persona medianamente informada, admite la bondad y legitimidad del celibato -de un sacerdote no casado- y también la no obligatoriedad del mismo. La historia y la teología nos aclaran este punto:
-El celibato obligatorio no es una ley divina sino disciplinar, de hecho se establece como obligatorio a partir del siglo XII. Esta ley, más bien tardía, no puede presentarse como expresión de un derecho evangélico o apostólico.
– Si el celibato obligatorio es una ley disciplinar, no es inmutable y puede cambiarse. Como también, el que haya sido declarado obligatorio no muestra que carezca de sentido y deba abolirse.
¿Tiene, pues , pleno sentido el ministerio sacerdotal sea célibe o casado?
Perfectamente. Hoy tenemos claro que una cosa es la verdad de un celibato evangélico, abrazado libremente, y otra el celibato obligatorio impuesto por ley.
El celibato, como opción personal para anunciar y vivir el Evangelio en la línea del seguimiento de Jesús de Nazaret, puede representar una forma de vida no sólo legítima, sino humanizante, comprometida y liberadora. Pero, ésta es una opción libre, absolutamente voluntaria, que no parte de ninguna carencia, coacción o impotencia física, sino de una decisión moral, consciente y libre , en vistas a proseguir e implantar en este mundo el Reino de Dios. Esta forma de vida ha existido siempre en la Iglesia, ha sido asumida por unos u otros cristianos y puede ir asociada al ministerio sacerdotal.
Pero, lo que no parece aceptable es que esta decisión se la quiera incrementar y asegurar a través de una ley y, sobre todo, hacerla imperativa y obligatoria para cuantos decidan hacerse sacerdotes. Con ella, se cerraría el camino para cuantos desean hacerse sacerdotes, pero sin renunciar al matrimonio.
¿No existirían en el fondo razones secretas que llevan a mantener la obligatoriedad del celibato sacerdotal?
No tan secretas. Yo señalaría dos principalmente.
Por siglos hemos mantenido un dualismo incompatible: Dios es el principio de todo bien, sumamente puro y perfecto; el mundo de la sexualidad es impuro, indigno, y pecaminoso. Y como el matrimonio no es posible sin la mujer y sin el ejercicio de la sexualidad, entonces el sacerdocio no debe ir asociado ni a la una ni a la otra, para eludir la indignidad, la impureza y el pecado y así poder acercarse incontaminado a Dios.
Otra razón es la que, en los estudios de muchos, se descubre cómo, tras una jerarquía célibe y autoritaria, se esconde un afán de dominio y poder , que pretende guardarse celosamente a través de un sacerdocio exclusivamente masculino y célibe. Acaso, se pueda encontrar aquí, la resistencia más fuerte a la renovación decretada por el Vaticano II, renovación que propugna la prioridad de la comunidad sobre la jerarquía, la esencial igualdad de laicos y clérigos, la idéntica dignidad entre varón y mujer, la actitud básica de apertura, respeto, servicio y diálogo con el mundo.
Jesús de Nazaret, célibe, dedicó toda su vida a anunciar el Reino de Dios. Pero no obligó con ello a que sus inmediatos seguidores -los apóstoles- siguieran también célibes, ni tampoco a los que iban a hacerlo posteriormente. Pero tanto a unos como a otros, les dejaba trazado el camino del seguimiento: vivir como él, colocándose siempre del lado de los más pobres, enfrentando a los poderes dominantes y opresores de este mundo, desde una actitud interna de sinceridad, libertad, sencillez, coherencia y servicio.
Si hacemos caso a las palabras de Juan Pablo II , el tema del sacerdocio de la mujer parece una puerta cerrada.
Ciertamente, la puerta está cerrada desde hace 20 siglos. ¿Seguirá cerrada en el futuro? No sabemos hasta cuándo, pero es igualmente cierto que esta práctica «no forma parte de la constitución divina de la Iglesia».
¿Cuáles han sido, pues, las razones para excluir a la mujer del sacerdocio y de otras tareas eclesiales?
Todo lo que podemos decir, y no es poco, es que el Papa Juan Pablo II quiso zanjar definitivamente esta cuestión entre los fieles de la Iglesia católica. Pero, de inmediato, fueron muchos los teólogos que le replicaron ser esta su declaración (Carta Inter Signiores -1976) una doctrina ajena a la Escritura y una verdad no revelada.
En la acción de Jesús de elegir entonces únicamente a varones no va incluida su voluntad de excluirlas para siempre. Sería una discriminación grave, que nadie puede demostrar desde un estudio riguroso de la Sagrada Escritura y de la Tradición de la iglesia. No existe ningún argumento.
Y pretender mantener la exclusión, diciendo que el sacerdote representa a Cristo varón y que la mujer es un ser inferior, incapaz e impuro para representarlo, es no sólo inadmisible sino vergonzoso y sonrojante: «Una decisión del Papa no puede convertir en palabra revelada lo que realmente no lo es . Es un anacronismo invocar el ejemplo de Cristo o de los apóstoles para deducir que se trata de una verdad que pertenece al depositum fidei… Que Roma no se limite a proclamar verdades y dar órdenes. Es necesario escuchar lo que otros dicen» (Domiciano Fernández, Ministerios de la mujer en la Iglesia, Nueva Utopí a, 2002, pp. 271-272).
¿Hasta cuándo esa situación de millares y millares de católicos, divorciados y recasados civilmente, a quienes se les prohíbe poder comulgar y sentirse condenados a vivir fuera de la Iglesia?
Hasta que tomemos en serio las enseñanzas de Jesús de Nazaret.
Hay un principio fundamental que nos ayuda a enfocar y resolver este problema. Ninguna ley, por muy sagrada que sea, es absoluta; en torno a ella hay otras leyes, que invitan a que se las relacione si se las quiere aplicar correctamente en cada situación.
Esa ley distingue entre lo que es lo ideal y lo que es lo mejor. Todos buscamos llegar a lo ideal como meta suprema, pero no siempre nos es posible y entonces nos conformamos con conseguir lo mejor. Sería ideal que en el tráfico de nuestras ciudades, no ocurrieran accidentes, pero la realidad es que ocurren y entonces los justo y razonable -lo mejor- es atender a los que los sufren, no dejarlos abandonados. Es ideal que no tenga que cortarme un brazo, pero si se me gangrena y el médico me diagnostica tener que cortarlo, lo mejor -lo más justo y razonable- es prescindir de mi brazo y así salvo el resto y la salud de mi organismo, el bien que me queda y me permite seguir viviendo.
Para los que invocan la indisolubilidad del matrimonio, apoyados en el Evangelio, deben aplicar este principio. Sería maravilloso que todos los matrimonios, fundados en el amor, pudieran realizarse unidos hasta el final, sin ninguna ruptura. Pero ese ideal, dada la condición humana, frágil y limitada, no siempre es posible. La indisolubilidad como una ley, absolutamente inderogable, no vale para multitud de situaciones matrimoniales, donde surge la dificultad, el conflicto, la escisión irreparable, con posibilidad de odio y destrucción mutua. Entonces, lo mejor es atender a esa situación, reconocerla como irrecuperable y aceptar el derecho a que cada uno pueda seguir viviendo en paz y pueda rehacer su vida, sólo o con un nuevo matrimonio mediante el divorcio.
Entre el ideal y lo mejor está la vida, que se encarga en cada caso de depurar defectos y distancias y estrechar una mayor unidad o de hacerla frustrante e imposible por el agravamiento de esos defectos y distancias.
La equivocación, el fracaso y la ruptura del proyecto matrimonial, idealmente propuesto por Dios como indisolube y deseado por todos, no es posible en muchos casos y sería irracional empeñarse en mantnerlo pese a todo. mantenerlo a pesar de todo sería irracional
Y opuesto a la voluntad de Dios. El ideal es un proyecto matrimonial de amor, duradero e irrompible , pero cuando no es realizable, buscamos la la salida, que consiste en salvaguardar el derecho prioritario a la vida y la paz mutuas. «Lo que Dios unió, que el hombre no lo separe», pero «por la dureza de vuestro corazón» se crean situaciones insostenibles, en que el bien pensar y el sentido común dictaminan la separación. Una relación matrimonial libre, iniciada con amor, pero que acaba carcomida por la indiferencia , el desprecio o el odio, deja de ser humana, no es matrimonial ni puede ser querida por Dios. El amor es la savia del nosotros matrimonial, que lleva a vivirlo con ilusión y responsabilidad, pero cuando el amor de uno u otro, o de los dos muere, muere el nosotros. Y sería cruel e hipócrita hacer valer como matrimonio, lo que en realidad no lo es. El Dios de Jesús, autor de nuestra creaturalidad, quiere que vivamos y convivamos con amor, no en hostilidad.
El desafío para no llegar a esas situaciones extremas se plantea en el terreno de cada día, en el cultivo esmerado de una convivencia, de una educación y de una cultura poseídas por el amor, la justicia, la solidaridad , la libertad y la comprensión. Esas bases potenciarán y garantizarán el éxito de un matrimonio estable, armónico y perpetuo.