El Papa vino a México para procurar la misericordia y el perdón y ese primer encuentro con el Pueblo de Dios vino a ser más grande, sorprendente y aleccionador que el rudo y grosero manipuleo de los mandarines del espectáculo en el aeropuerto
(Guillermo Gazanini, corresponsal de RD en México).- La espera llegó a su fin, Francisco está entre nosotros. Era de esperarse el caluroso recibimiento de los miles congregados alzando luces, teléfonos móviles y lamparitas en la valla promovida más intensamente desde inicios de semana para ser «la más grande de la historia».
Es la devoción y curiosidad de miles atraídos por el carisma del Papa latinoamericano sin importar las inclemencias del tiempo, el viento frío y calor de mediodía, hambre y sed durante todo el día; largas y largas horas fueron recompensadas a cambio del segundo fugaz del paso del Papa.
Y en la noche fría de viernes, Francisco bajó del avión para ser recibido en la primera fiesta, la de la farándula y del espectáculo. Se dice que fueron cerca de cinco mil personas reunidas en el hangar presidencial sentados en las gradas preparadas para cantarle en escenarios bien montados donde los señores de los mass media, los de la fábrica de los sueños y monopolios de las telecomunicaciones, arraigaron en el homo videns del pensamiento débil.
En el aeropuerto, el presidente de México y su esposa recorrían la alfombra roja custodiando a Francisco, una estrella más del canal de las estrellas, con luces y más luces, bailes y mariachi. Querían decir al mundo que aquí no pasa nada, que estamos bien, que las cosas no pueden ser tan desastrosas. Al fin, como sucedió en la misa de canonización de san Juan Diego, el 31 de julio de 2002, se montó el espectáculo lindo de danzantes atléticos presumiendo al Papa el folclor del espectáculo y no de las tradiciones del pueblo. Para los invitados especiales congregados, la bendición exclusiva exigida por la esposa del presidente de México, en esta nueva novela de la recepción paralela a la oficial minimizando el encuentro entre Jefes de Estado y el protocolo diplomático reservado para mañana en Palacio Nacional.
A pesar del guión para lo mediático, Francisco se dejó querer a lo que el padre Federico Lombardi calificó de «recepción fantástica». Y en la nunciatura, el Papa hizo lo que mejor le viene a su ánimo sacerdotal y de obispo. Esa fue la verdadera recepción que no fue acallada por los cantantes del canal de las estrellas, las bocinas atronadoras, ni arreglada con la lujosa alfombra roja que adornó los pasos del peregrino.
Ahí afuera, en la calle, Francisco pidió a los cientos que derrochaban alegría dos cosas sencillas: Silencio y oración, especialmente por todos los que no nos quieren, los enemigos, quienes nos han hecho daño. Y el Papa vino a México para procurar la misericordia y el perdón y ese primer encuentro con el Pueblo de Dios vino a ser más grande, sorprendente y aleccionador que el rudo y grosero manipuleo de los mandarines del espectáculo en el aeropuerto de la Ciudad de México. Francisco no vino a ser un rock star, el Sucesor de Pedro está aquí para que sólo Cristo brille.