Me llegan noticias de los refugiados y el maltrato que se les dispensa en Europa queriendo alejarlos, y me invade la impotencia y por momentos la desesperanza.¡Cuánto dolor!
(Sor Lucía Caram).- Mañana del mes de marzo, caminando por Roma. Diviso al fondo la cúpula de San Pedro que se alza sobre un cielo azul en el que hay algunos nubarrones grises y unos pocos blancos. Me inspira inmediatamente un twit, en el que pongo que esas nubes gracias a los aires de un Papa venido del fin del mundo se disiparán.
No sé si este mensaje nace de «la costumbre de comunicar en las redes» aquello que me parece significativo, o por la urgencia de dar gracias al Dios de la vida por estos tres años de pontificado, tres años de aire fresco y de confirmación en la fe en la que me educaron y que libremente un día abracé. Tres años en los que muchos nubarrores que entenebrecían el horizonte de la comunidad de los amigos de Jesús, se han ido disipando poco a poco para ir recuperando poco a poco la claridad del Evangelio.
Hay menos gente que de costumbre, Francisco y sus colaboradores están fuera de Roma en ejercicios cuaresmales, y eso se nota, ya que muchos vienen a la Ciudad eterna para participar de la audiencia y escuchar el Evangelio con olor a oveja y con cercanía de pastor.
Muchos turistas y peregrinos se dirigen hacia la Basílica, unos a visitarla y otros para pasar la puerta del jubileo. Deseo que unos y otros, y yo misma, podamos regresar reconfortados en la fe y con las alforjas llenas, para intentar al ritmo del Espíritu, humanizar la humanidad.
Me esperan tres días de encuentros, oración, reflexión. Días de comunión y de renovación interior. Quiero dejar que repose la indignación y la sensación de fracaso ante la «globalización de la indiferencia» que consigue que cada día unos se debatan entre la vida y la muerte malviviendo, mientras otros cuidan su parcela y solo miran por su bienestar. Me llegan noticias de los refugiados y el maltrato que se les dispensa en Europa queriendo alejarlos, y me invade la impotencia y por momentos la desesperanza.¡Cuánto dolor!
Me invade la nostalgia por la paz y la serenidad; la necesidad de dejar reposar los recuerdos entrañables de mi padre, que hace apenas unos días nos dejó, y la urgencia de vivir la Iglesia, como la Comunidad en la que nació mi fe, y a la que vuelvo en un año de gracia y de perdón.
Me urge hacer algo para cambiar el rumbo del descompromiso y la necesidad imperiosa de despertar conciencias y pedir, suplicar y reclamar que seamos muchos los que nos enamoremos de la humanidad y sintamos el dolor de sus heridas y seamos capaces de descabalgar nuestras pesadas cabalgaduras para acercarnos a los que yacen al borde del camino, para si cabe, aliviar algún dolor, dar un consuelo, acariciar algún desamor.
¿Seremos capaces como aquel Samaritano del evangelio, de acercarnos, curar, acoger e hipotecarnos, cargando a nuestra cuenta el dolor de los demás?
Vengo a Roma, la Ciudad eterna, el corazón de la cristiandad, a preparar el camino para que aquellos con quienes comparto la vida, el trabajo con los más pobres, la pasión por la humanidad, el deseo de hacer algo para mejorar la vida de las personas, puedan compartir sus vidas y sus esperanzas con Francisco, el Papa venido desde el fin del mundo, que nos recuerda que los preferidos del Reino, son los pequeños, los humillados, aquellos a los que hemos expulsado de su dignidad y que tienen derecho a vivir con derechos y en libertad.
La bandera de la lucha contra la pobreza infantil y cualquier forma de violencia hacia la familia, es nuestra divisa. Vale la pena sumar, crear complicidades y decir alto y fuerte al mundo y a cuántos quieran oir, que si queremos, podemos juntos cambiar el rumbo de la historia.
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