Una reflexión a partir de Amoris laetitia

La voz que pudo oírse y no se oyó en los Sínodos de la familia

"Son múltiples las 'situaciones irregulares'"

La voz que pudo oírse y no se oyó en los Sínodos de la familia
Familia

Siempre surgirá la voz de quienes digan que Dios ha hablado, que su voluntad es clara y con vigencia eterna, y que ante ella solo cabe el sometimiento a sus designios, la obediencia, la esclavitud

(Jesús Mª López Sotillo).- Ha transcurrido ya algo más de medio año desde que se hizo pública la Exhortación Apostólica Postsinodal «Amoris Laetitia». Desde entonces son multitud los comentarios que ha suscitado. También ha habido ocasión de comprobar cómo algunos obispos y sacerdotes han hecho de forma ostentosa caso omiso de las recomendaciones pontificias que contiene. La llamada de Francisco a tratar las «situaciones irregulares» en torno a la familia de forma individualizada parece que no les incumbe. Su invitación a ofrecer en cada caso a los afectados una salida pastoral acorde a sus circunstancias concretas da la sensación de que no fuera dirigida también a ellos.

Parece que ignoran o que practican de forma peculiar el requerimiento del Papa para que obispos y sacerdotes, en nombre de la Iglesia, tiendan la mano a los católicos que se encuentran en alguna de esas situaciones «irregulares». No se muestran muy dispuestos a ofrecerles alguna alternativa pastoral mediante la que, pese a su situación o mientras ésta dure, les sea permitido continuar ocupando dentro de la Iglesia un lugar no humillante sino digno, desde el cual puedan vivir de forma profunda y eficaz la fe católica que profesan.

Las amplias y bien intencionadas reflexiones de Francisco, en las que indica otros modos de interpretar y de aplicar la doctrina y la normativa católica en torno al amplio y complejo mundo de la sexualidad humana han suscitado alegría en ciertos obispos y en determinados sacerdotes, que desde tiempo atrás sostenían y practicaban por su cuenta una postura similar. En cambio, han movido a otros muchos obispos y sacerdotes a poner el grito en el cielo, porque, lejos de sentir que deben hacerlas suyas en el ejercicio de su misión pastoral, consideran una obligación de conciencia no tomarlas en cuenta sino denunciar los errores y los peligros que contienen y entrañan.

Tras esta situación subyace un problema importante. Al debate sinodal sobre si es necesario y conveniente introducir algún tipo de cambio en torno a la doctrina católica sobre la familia el Papa se ha presentado provisto de unas armas argumentativas muy rudimentarias. Y con ellas ha pretendido hacer frente a quienes han llegado pertrechados con un potencial deliberativo muchísimo más potente y demoledor a la hora de fundamentar su firme oposición a que se introduzca cualquier tipo de cambio en este ámbito de la moral católica, por leve o misericordioso que pudiera parecer.

De ello quiero hablar en este artículo.

Son múltiples las «situaciones irregulares» en las que un hombre o una mujer puede acabar inmerso por mantener en el ámbito de lo afectivo y de lo sexual una conducta no acorde con la normativa católica al respecto. Pero el Papa en la Amoris laetitia llama la atención sobre algo que ha comprobado al observar y al tratar pastoralmente a muchas de las personas que, según el parecer de la Iglesia, viven alejadas de lo «regular»: los caminos que les han llevado a tal situación moral y las maneras como la afrontan no son siempre idénticos, sino que pueden ser y de hecho son muy distintos.

Consciente de ello, aunque la doctrina sea la misma para todos, considera que a la hora de aplicarla conviene llevar a cabo un análisis individualizado de cada caso que tenga en cuenta las circunstancias que le confieren su particular configuración. Piensa que, según muestran algunas de las escenas de la vida de Jesús que recrean los evangelios canónicos, eso es lo que él hizo. Y si él lo hizo ¿por qué no han de hacerlo también los obispos y los sacerdotes que actúan en su nombre?

Al Papa le parece que este es un argumento de peso. No niega la existencia de una «Ley» dada por el mismo Dios sobre estas cuestiones ni que dicha «Ley» fue ratificada por su «Hijo amado», pero está convencido de que en su interpretación y en su aplicación caben matices y distinciones. Más aún, está convencido de que «los pastores» han de proceder teniendo en cuenta esos matices y esas distinciones. Cree que es el único camino para no tratar del mismo modo a la parte fuerte que a la parte débil, al causante del mal y al que lo soporta. Incluso llega a sostener que es el único camino para tratar de abrir alguna grieta a través de la cual se pueda llegar al corazón de la parte culpable o equivocada para moverle a que reconozca el daño causado y quiera enmendar la equivocación cometida.

Esta es la parte más novedosa y polémica de la Amoris laetitia, pero también su «talón de Aquiles», en ella ven quienes no la comparten un ejemplo claro de incoherencia con los principios doctrinales que la propia Exhortación en otras secciones de su articulado recuerda y propone. Es una crítica no exenta de razón, pues el texto pontificio, pese al alto grado de comprensión con que pide que se trate a las personas que se encuentran en «situaciones irregulares», se sigue manteniendo bajo lo que, usando terminología paulina, podríamos llamar «el régimen de la Ley».

Tanto en términos generales como en lo referente al ámbito concreto de la familia Francisco, igual que los obispos y sacerdotes que critican el talante «comprensivo» del texto pontificio, cree que existe la Ley de Dios. Una «Ley» que todos los seres humanos deberían conocer y respetar, también, claro está, en lo tocante a lo que dice y prescribe sobre el modo en que las personas han de entender y de encauzar su instinto afectivo y su instinto sexual. Sigue siendo en esto, como lo ha sido la Iglesia católica casi de modo generalizado a lo largo de la mayor parte de su historia, «judeocristiano».

Más tolerante, clemente y compasivo que otros en la interpretación y en la aplicación de la «Torá católica», pero creyente convencido de que existe y de que ha de ser cumplida. Como el apóstol Mateo, considera que pertenecen a la verdad histórica de las enseñanzas de Jesús las palabras que el evangelista pone en su boca: «No he venido a abolir la Ley y los Profetas, sino a darles cumplimiento» (Mt 5,7). Más aún, cree que pertenecen a la verdad histórica de dicha enseñanza las frases referidas al divorcio que transmite el mismo evangelio (Mt 19,1-12), unas frases que han tenido un enorme influjo en la doctrina moral de la Iglesia, y en la Amoris laetitia lo siguen teniendo.

Al asumir tales principios, a la mayoría sinodal contraria a aminorar o a dulcificar las exigencias morales del catolicismo en torno a la familia no le resulta difícil tildar de incoherentes con ellos las llamadas pontificias a tener en cuenta los atenuantes que puedan mostrar en su defensa las personas que se encuentran en «situaciones irregulares».

Al asumir tales principios, a esa mayoría sinodal tampoco le resulta difícil denunciar como peligrosas para el buen funcionamiento de la Iglesia católica y para el propio bien espiritual de los afectados la invitación de Francisco a que se les permita ocupar, sin previo arrepentimiento y enmienda, un puesto dentro de la comunidad eclesial desde el que puedan seguir practicando la fe.

Si admite como verdad cierta que para todas las cuestiones morales y en concreto para las relativas a los afectos y al sexo hay «palabra de Dios», «Ley» que él mismo ha revelado, no tiene lógica, vienen a decirle, que busque, muestre e invite al resto de los obispos y a los sacerdotes a que también ellos busquen y propongan a quienes están contraviniendo dicha «Ley» salidas que tranquilicen sus conciencias sin haber enderezado previamente su actitud rebelde.

Pero, aunque el Papa no lo hizo e incluso aunque no crea que se haya de hacer, el debate teológico con este tipo de oponentes se puede y, más aún, se debe, a mi juicio, llevar por otros derroteros. La propia tradición cristiana antigua nos ofrece ejemplos de ello. En el Nuevo Testamento hay textos que emplean otra forma teológica de razonar. Y casi dos mil años después de que fueran escritos existen más razones que entonces para actuar de esa manera.

Cuando leemos y analizamos los veintisiete textos cristianos que contienen las Biblias católicas resulta claro que muy poco tiempo después de que tuvieran lugar los llamados «acontecimientos pascuales» la comunidad de Jerusalén aparece presidida, sorprendentemente, por alguien de quien no consta que hubiera acompañado a Jesús en el día a día de su vida pública, Santiago, el hermano del Señor. Y del estudio comparado de estos escritos con otros que proporcionan valiosa información histórica sobre esa misma época se deduce que durante más de veinte años ejerció su ministerio sin que él o los miembros de la comunidad jerosolimitana fueran acosados por las autoridades religiosas judías. Otros seguidores de Jesús, en cambio, muy pronto fueron objeto de dura persecución por parte de dichas autoridades.

El riesgo cierto de ser encarcelados e, incluso, ejecutados les movió no sólo a huir de Jerusalén sino de las tierras de Judea y Galilea. Algunos buscaron refugio en Samaría y otros fuera de los límites de lo que había sido el Israel antiguo, en diversas ciudades de la provincia de Siria, sobre todo en Antioquía y en Damasco. Son los llamados cristianos helenistas, para distinguirlos de los judeocristianos cuya cabeza principal era Santiago. Pablo, antes de su conversión, como fariseo de estricta observancia, era un feroz enemigo suyo. Pero fueron ellos quienes, tras la experiencia que vivió camino de Damasco, le iniciaron en el seguimiento de Jesús. La lectura que hacían de su vida y de sus enseñanzas les llevó a otorgarle una razón de ser y una importancia diferentes a las que le atribuían los judeocristianos. El Sanedrín la consideró intolerable y dejó claro que no estaba dispuesto a permitir de ningún modo que se difundiera y ganase adeptos.

¿Por qué tanta dureza con estos seguidores de Jesús y en cambio una tolerancia tan amplia con los judeocristianos? ¿Cuál es el motivo?

El maestro de Nazaret para los cristianos helenistas no fue alguien que puso en otro orden de prioridades los preceptos de la Torá. Eso es lo que defendían Santiago y la comunidad de Jerusalén. Eso es también lo que vemos reflejado en el Evangelio de Mateo. Tampoco fue, a su juicio, alguien que enseñó otra Torá, un mandamiento nuevo que hay que cumplir, como sostienen el Evangelio y las Cartas de Juan. Para ellos Jesús fue alguien que desde su convicción de que Dios es Abba, padre bueno, creyó y enseñó que no ha dado ninguna «Torá» de obligado conocimiento y de ineludible puesta en práctica. Que no la ha dado ni a la humanidad en su conjunto ni a los miembros del pueblo judío en concreto.

Desde su convicción de que Dios es Abba, a juicio de los helenistas, Jesús creyó y enseñó que no ha puesto precio ni condiciones a su amor ni a su ayuda a los seres humanos. Creyó y enseñó que los ama y ayuda gratuitamente, sin exigirles nada a cambio, incluso cuando se comportan de forma errónea y dañina para ellos mismos y para los demás. Los hombres y las mujeres no son esclavos suyos que hayan de obedecerle en todo para gozar siempre de su amor providente. Son sus hijos queridos, cuyo bienestar siempre desea y procura. Criaturas libres, igual que él, para actuar como quieran, aunque por su propio interés sea conveniente que ejerzan dicha libertad de modo responsable, para no acabar haciéndose daño unos a otros y destrozándose.

Pablo, agobiado a todas horas por creer que no cumplía suficientemente bien la voluntad divina que la Torá expresaba, e indignado hasta entonces contra quienes no daban importancia alguna al cumplimiento de sus docenas y docenas de preceptos, tras la experiencia en el camino de Damasco, ocurrida según los exégetas en torno al año 34 d. C., escuchó hablar en estos términos a los cristianos helenistas de dicha ciudad y se quedó asombrado. La Carta a los Gálatas y la Carta a los Romanos, escritas en torno a los años 52 y 58 d.C. respectivamente, es decir mucho tiempo después, conservan los ecos y los efectos de aquella sorpresa que acabó moviéndole a operar en su vida religiosa un cambio radical, aunque posteriormente, llevado por su propia reflexión y al hilo de la experiencia pastoral que fue acumulando, se alejara en aspectos importantes de esta manera de seguir a Jesús.

Si en las sesiones de los dos Sínodos sobre la familia alguno de los obispos se hubiera expresado en términos parecidos a los de aquellos cristianos helenistas también hubiera causado indignación en buena parte de sus colegas, pero otros se habrían quedado gratamente asombrados. No ocurrió, pero podría e incluso debería haber ocurrido.

La historia pronto fue dejándolos en la sombra y con ellos posiblemente también al Jesús histórico, pero sus argumentos son, a mi juicio, dignos de ser proclamados de nuevo, porque a día de hoy, como ya he indicado y enseguida explicaré con mayor detalle, existen más motivos que entonces para hacerlo. En lugar de entrar en el juego de la discusión sobre lo que quiere o no quiere Dios que hagan los seres humanos en el ámbito de lo afectivo y de lo sexual, algún obispo que hubiera tomado la antorcha de los primeros cristianos perseguidos habría dicho que tal discusión no tiene razón de ser, porque Dios en el terreno de la moral, incluido el terreno de la moral sexual, no quiere ni exige nada a los seres humanos, que la gestión de esos asuntos es cosa nuestra.

Que él, hagamos lo que hagamos, no va a dejar de querernos. Lo cual no quita que hayamos de tomar en serio nuestro modo de proceder pues puede convertirse, según cómo sea, en fuente de felicidad o de quebranto para nosotros mismos o para las personas entre las que se desarrolla nuestra existencia. Y, llevada la discusión a este punto, habría pedido que se analizaran los problemas objeto de estudio con libertad, viendo si lo proclamado y legislado hasta ahora por la Iglesia católica merece seguir como está o si, tras la escucha atenta de quienes piden tal cosa, parece conveniente cambiarlo tratando de ser justos con las personas afectadas y deseosos de ofrecerles la salida que mejor pueda contribuir a su bienestar físico y espiritual.

Esta actitud, la de quien está convencido de que «para ser libres nos liberó Cristo» (Gal 5,1a), la de quien no quiere dejarse oprimir nuevamente bajo el yugo de la esclavitud (Gal 5,1b),la de quien grita «Abba, Padre» , la de quien se siente hijo suyo y actúa como tal (Rm 8,15), nunca llegó a convertirse en la que hizo suya y fomentó la Gran Iglesia, la que fue surgiendo de la confluencia y del ensamblaje de las grandes maneras de seguir a Jesús que pusieron en práctica las diferentes comunidades cristianas hasta finales del siglo II d.C.

La figura y algunas de las enseñanzas de Pablo, el más famoso de los conversos al modo cristiano helenista de interpretar la vida y las enseñanzas de Jesús y a la manera de ser discípulos suyos, gracias al cual tenemos noticia de ellos, experimentaron un gran revalorización, que llega hasta nuestros días. Pero con la fe en la bondad gratuita de Dios y con la libertad moral de sus criaturas, esas creencias que tanto le sorprendieron cuando se las explicaron en Damasco, no ocurrió lo mismo.

El proceso es complejo e innegable. En el seno de los distintos y muy diversos grupos cristianos, al tiempo que se dejaban de cumplir muchos y muy importantes preceptos de la Torá, fue cobrando forma otro «corpus moral», que, de la misma manera que ocurría con aquella, acabó siendo presentado como expresión clara y precisa de la voluntad divina, que era preciso conocer y respetar en todos sus preceptos.

La obediencia a Dios, aunque hubiera cambiado su contenido concreto, recuperaba de este modo entre los cristianos la categoría de primera y principal virtud religiosa. La libertad moral volvía a ser denostada. Otra vez sus críticos la presentaban como sinónimo de rebeldía de la criatura frente al Creador. Todo lo contrario de lo que sobre ella pensaban los cristianos helenistas. La asunción y el ejercicio de la misma era para ellos lo propio de quienes creen que Dios es y actúa como Abba, como padre bueno, lo propio de quienes han dejado de considerar fidedigna la imagen que transmiten del enfadadizo Yahveh muchos pasajes de la Biblia hebrea, la de un maltratador que si no es obedecido al pie de la letra castiga sin contemplaciones al desobediente o a su familia o al pueblo al que gobierna, hasta que le piden perdón y se calma su ira.

No podemos saber con certeza quiénes sintonizaban más fielmente con el testimonio vital y las enseñanzas de Jesús. Las fuentes de información que han llegado hasta nosotros no son capaces de aclarárnoslo del todo, pero los relatos sinópticos dan pie a pensar que el origen de la fe de los cristianos helenistas arraiga en la fe que le vieron y oyeron practicar y proclamar a él. La habría concebido y formulado a raíz del efecto que le produjo la experiencia interior que vivió en el mismo marco geográfico y espiritual en el que Juan Bautista anunciaba la llegada inminente de un nuevo y terrible «día de la ira» divina.

Había acudido a aquel lugar procedente de Nazaret, sintiéndose pecador y deseoso de hacer algo que le librara del castigo divino. Juan presentaba el bautismo que él administraba como el camino adecuado para lograrlo, Jesús se somete al mismo, y al salir del agua escucha venida de lo alto, del cielo abierto, una voz que le dice «Tú eres mi hijo amado, en ti me complazco». Aquella vivencia, fuera de la naturaleza que fuera, acabó convirtiéndose para él en desencadenante de una gran transformación religiosa. Poco tiempo después, vuelto a Galilea, comienza a proclamar lo que ha comenzado a creer: que Dios es «Abba», padre bueno, pero no solo suyo, sino de todas las criaturas, y especialmente de los seres humanos, que las ama y cuida con un amor gratuito y constante, y que en el caso de los hombres y de las mujeres, lejos de estar pensando en infligirles un duro castigo por desobedecer las leyes que según quienes se presentan como sus portavoces ha dado, está deseoso de ayudarles a convertir en realidad el sueño de los antiguos profetas judíos, el amanecer de un tiempo de abundancia, salud, gozo y paz.

No disponemos de pruebas que sirvan para atestiguar incontestablemente que fue así como ocurrieron las cosas. Más aún, a día de hoy seguimos sin disponer siquiera de pruebas que sirvan para atestiguar fidedignamente que Dios existe. Su existencia y su esencia continúan siendo el «secreto mejor guardado del Universo». Pero sí disponemos de datos que inducen a contemplar los planteamientos de los cristianos helenistas con un grado de aquiescencia mayor que el actualmente que son capaces de provocar los puntos de vista de los judeocristianos. Su fe no deja de ser «fe», creer lo que no vemos, pero contiene elementos capaces de proporcionar serenidad espiritual a quienes la profesan y de inducirlos, además, a comportarse también en el ámbito de las creencias religiosas y de las pautas de conducta sustentadas en ellas como personas adultas en vez de como niños preocupados tan sólo de pensar y de hacer lo que sus padres quieren que piensen y hagan.

¿Qué datos son esos? Algunos son datos que nos aporta el conocimiento cada vez mayor y más preciso que gracias a los científicos dedicados a su estudio vamos teniendo del Universo físico, de su historia, de su composición y de su funcionamiento, y, dentro del mismo, de la historia del género Homo, del que todos nosotros somos individuos de la única especie que aún sigue viva. Pero otros son datos que se deducen del análisis de lo que la Iglesia católica en concreto a lo largo de su dilatada y zigzagueante historia ha presentado y todavía hoy sigue presentando como «verdad» teológica y moral, que el mismo Dios habría revelado y de cuya correcta enseñanza y aplicación habría hecho responsable a la jerarquía eclesial.

La reflexión teológica, aunque generalmente sea otro su modo de proceder, no puede seguir ignorando estos datos. Al contrario, deben formar parte del saber que los teólogos poseen y con el que cuentan a la hora de tratar de entender, profundizar y, en su caso renovar la fe que nos ha sido transmitida como un depósito de creencias y de normas de conducta. Al actuar de este modo su «diálogo» con el contenido teológico y moral de nuestra Tradición necesariamente ha de ser distinto.

Las dimensiones espaciotemporales del Universo físico, que hoy sabemos que son inmensamente mayores que lo que en tiempos de Jesús hubiera podido imaginar o calcular persona alguna, e incluso mucho mayores de lo que todavía hoy son capaces de «ver» mediante nuestros modernos y muy potentes instrumentos de observación, dificultan hasta casi hacerla insostenible, ni siquiera como «fe», la creencia de que es posible y se ha producido y se sigue produciendo la comunicación directa entre Dios y los seres humanos para darles a conocer algo sobre sí mismo y, lo que es más importante si cabe, sobre su voluntad respecto a la conducta que han de observar obedientemente para gozar de su favor y evitar sus castigos.

Se hace difícil creer que sea real la existencia de un interés divino directo y meticuloso por conocer al detalle y en cada momento el pensar y el actuar de unas criaturas, los individuos del género Homo, tan insignificantes en medio del Cosmos y de tan reciente aparición, hace tan sólo unos dos o tres millones de años, en la cadena de los seres vivos que comenzó a formarse en la Tierra unos tres mil quinientos millones de años antes. En este contexto la idea de los cristianos helenistas de que la acción de Dios en favor de sus criaturas y, concretamente, en favor de los seres humanos es independiente de lo que éstos hagan cobra fuerza frente a su contraria, la de que nos vigila constantemente para calibrar con precisión si nos premia o castiga, y de qué modo, en función de nuestro grado de obediencia a sus preceptos.

Pero cuando al conocimiento y a la toma en consideración de las inconmensurables dimensiones espaciotemporales del Universo físico añadimos el conocimiento y la toma en consideración de lo que a día de hoy vamos sabiendo sobre el origen y la trayectoria histórica de nuestra especie la convicción de que, como creían y enseñaban los helenistas cristianos, no existen leyes divinas que nos aten sino que somos libres en lo tocante a la toma de decisiones morales se reafirma, pues analizando lo que las religiones en general y la Iglesia católica en concreto dicen que Dios, uno o múltiple, ha revelado a las criaturas o ha permitido que éstas descubran de sí mismo y de su voluntad las dudas respecto a que se haya producido realmente tal acto revelador aumentan considerablemente, hasta convertirse casi en evidencias irrebatibles.

Tal ocurre cuando sometemos a un análisis de este tipo a la doctrina católica que aquí venimos comentando, la referente a todo aquello que tiene que ver con la vida afectiva y sexual. La relativa a ese conjunto de principios teológicos y de normas morales que desde tiempos de Juan Pablo II y por su influencia comenzó a llamarse y se sigue llamando «el Evangelio de la familia», cuyo contenido esencial, comunicado por el propio Dios al primer hombre, Adán, y a la primera mujer, Eva, en el Jardín del Edén (Gn 2,22-24), habría sido recordado y confirmado mucho tiempo después por el propio Jesús de Nazaret (Mt 19,3-9).

Otorgándole tan alto origen y seguros de que recibió una confirmación de tanto peso, la mayoría de los Padres sinodales sostuvo en ambos Sínodos, como ya hemos comentado, que continuaba vigente y que no quedaba más alternativa que conocerlo y respetarlo. Pero si, volviendo a la hipótesis ya señalada, hubiera habido en las aulas donde tenían lugar las sesiones deliberativas obispos herederos de los cristianos helenistas y hubieran llegado a ellas sabiendo lo que hoy sabemos de la evolución del género Homo, además de sostener su convicción de que Dios no da leyes morales sino que somos nosotros gestionando responsablemente nuestra libertad quienes las hemos de crear, cumplir y llegado el caso modificar, hubieran podido afirmar asimismo que, incluso en el supuesto de que las hubiera dado, nunca pudieron ser las que el magisterio eclesial dice que dio. «Al principio», hoy lo sabemos con seguridad, y ellos podrían haberlo proclamado con firmeza, las cosas no fueron así, por más que el Evangelio de Mateo presente a Jesús manifestando tal creencia y sosteniendo que el actuar humano debe atenerse a las pautas de conducta que de ella se derivan (Mt 19,8).

Al principio de la historia humana no ocurrió nada de eso. La historia de la gestión de los instintos afectivos y sexuales en las especies del género Homo ha sido muy distinta. Baste señalar como ejemplo que hasta hace tan sólo unos doce mil años todos los individuos de las mismas vivieron y murieron sin conocer el vínculo que existe entre la realización del acto sexual y el proceso de embarazo y parto de las mujeres. Para ellos el concepto «padre» no existía, tener hijos era cosa de las madres e imaginaron y tuvieron por ciertas múltiples explicaciones erróneas. Todo esto hay que tenerlo en cuenta. Todo esto hay que hacerlo valer también en el debate teológico y moral.

La doctrina que el Génesis presenta como dada por Yahveh ‘Elohim a Adán y Eva, doctrina que la Iglesia católica hace suya, surgió cientos de miles de años después de que anduvieran por la Tierra los primeros hombres y las primeras mujeres capaces de tener creencias religiosas. Sabiéndolo, hemos de considerarnos libres para analizar si alguna vez fueron convenientes las recomendaciones y los preceptos que contiene y, sobre todo, para dilucidar si lo siguen siendo y en qué medida en el mundo actual. No estamos atados a ella para siempre.

Si al debate sinodal el Papa, al estilo de los cristianos helenistas, pero contando, además, con lo que hoy sabemos del Universo y su historia, hubiera llegado pertrechado con esta otra línea argumental, el peso de sus opiniones habría sido mayor. No lo hizo. Pero alguna vez habrá que hacerlo en este y en otros ámbitos del Magisterio de la Iglesia. Si no, el cambio es imposible. Siempre surgirá, como viene ocurriendo desde la publicación de la Amoris Laetitia, la voz fuerte y segura de quienes digan que Dios ha hablado, que su voluntad es clara y con vigencia eterna, y que ante ella solo cabe el sometimiento a sus designios, la obediencia, la esclavitud.

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Autor

José Manuel Vidal

Periodista y teólogo, es conocido por su labor de información sobre la Iglesia Católica. Dirige Religión Digital.

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