A medida que fueron desapareciendo de nuestro horizonte cultural tanto la filosofía como la teología la pérdida de todo sentido de lo humano ha ido "in crescendo"
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Una de las grandes aspiraciones del ser humano ha sido conocerse a sí mismo; pero tal pretensión, como tantas otras, ha quedado insatisfecha a lo largo de los tiempos.
Las definiciones que del hombre nos ha dejado los grandes pensadores han sido muchas y muy diferentes, sin que en ninguna de ellas haya quedado al descubierto nuestra naturaleza en toda su integridad.
Seguramente porque lo que nos caracteriza no es tanto lo que en un momento determinado somos, sino lo que podemos llegar a ser.
Nuestra esencia, como bien dice García Bacca es esencialmente problemática, del mismo modo que nuestra existencia no deja de ser una aventura.
Es como si se tratara de un esbozo en el que siempre falta algo por hacer.
Hubo momentos en la historia en que la razón filosófica trató de atrapar la quididad del ser humano dejándolo reducido a un concepto abstracto con pretensiones de validez universal.
Se apeló a la racionalidad como rasgo distintivo para distinguirlo del resto de los animales, pero con el tiempo se fue viendo que el hombre además de esencia es existencia y que ésta es distinta en cada uno de los mortales.
Pasado aquel periodo de optimismo racionalista se comienza a dar prioridad a la individualidad del hombre concreto, que se hacía asequible a través de las propias vivencias.
La preocupación ahora estaba en descubrir la condición del existente a través de las experiencias pasadas y presentes, al tiempo que iba perdiendo vigencia la pregunta sobre las ultimidades del hombre por considerar que éstas resultaban demasiado genéricas o tal vez porque ni siquiera existían.
Son los momentos históricos en que parecía que al fin el hombre iba a encontrar respuesta a los viejos interrogantes desde la inmediatez fenomenológica; pero no fue así.
Pasarían el historicismo, el vitalismo, el existencialismo, el estructuralismo, el cientificismo, dejando ricas aportaciones, certeros y profundos análisis, pero el hombre seguía ahí, enigmático, envuelto en el misterio, como un objeto que no podemos penetrar desde fuera, como si el hombre se resistiera a ser a la vez medidor y medido.
Es así como llegamos a comienzos del siglo XX, en que el fundador de antropología filosófica Max Scheler, escribía:
«En ninguna época han sido las opiniones sobre la esencia y el origen del hombre más inciertas, imprecisas y múltiples, que en nuestro tiempo. Muchos años de estudio profundo consagrado al estudio del hombre dan al autor el derecho a hacer esta afirmación. Al cabo de diez mil años de historia es nuestra época la primera que el hombre se ha hecho plena e íntegramente problemático».
El contraste es patente, nunca se había sabido tanto sobre el hombre y nunca como ahora éste resultaba ser tan desconcertante y huidizo.
Nuestra propia razón de ser se nos ha ido escapando de las manos, hasta quedar sumidos en un vacío desconcertante. Son estos los tiempos de la posmodernidad, donde el pasado y el futuro han dejado de preocuparnos para zambullirnos en un presente huidizo e inconsistente.
Los muchos caminos que nos conducían al hombre se han ido cerrando y hoy sólo parece quedar en pie un cierto antihumanismo estructuralista, que sigue clamando por boca de Foucauld que «el fin primordial de las ciencias no es construir al hombre sino disolverlo».
Ello quiere decir que podemos perder toda esperanza en el optimismo científico, porque el rico arsenal proporcionado por las ciencias humanas como la biología, la antropología, la psicología, la medicina no nos va a salvar ni nos va a servir en última instancia para descifrar el enigma humano.
Estaríamos pues de acuerdo con Foucauld en admitir la incapacidad de la ciencia para construir al hombre, disentimos de él no obstante en su pretensión científica de poder disolverlo.
A mi modo de ver se han cometido excesos a la hora de hacer partícipes a la ciencias positivas en asuntos que no les compete. Se las ha pedido un tipo de respuestas que ellas no podían ofrecer.
No deja de ser disparatado someter a juicio científico cuestiones que les rebasan.
Las ciencias no están para penetrar las interioridades del hombre, ni para decirnos si la existencia humana carece o no de sentido, su cometido es mucho más modesto y hay que tener la suficiente humildad para reconocerlo.
Sin duda la autarquía científica a la que llevamos sometidos desde hace muchas décadas exageró al defender que la ciencia tenía respuesta para todo y lo vuelve a hacer al decirnos que hay solamente un tipo de saber y de verdad que es el de las ciencias naturales experimentales y que no hay otro.
Nos sobrarían argumentos para poder demostrar la falsedad de estos alegatos. La realidad es que a medida que fueron desapareciendo de nuestro horizonte cultural tanto la filosofía como la teología la pérdida de todo sentido de lo humano ha ido «in crescendo» hasta llegar a la penuria extrema en que ahora nos encontramos.
Tomando buena nota de lo sucedido tal vez debiéramos replantearnos la cuestión y volver a recuperar la pregunta sobre el hombre y situarla en los ámbitos que le corresponde, para así poder abordarla con solvencia después de haber visto como la antropología científica contemporánea fracasaba en este intento.
Cierto es que el misterio del hombre, inserto en el misterio de Dios, nunca lo podremos desvelar por entero.
Eso lo sabemos, pero al menos se puede aspirar a dotarle de sentido. Como bien dijera Brentano, desde la perspectiva teológica seguirá habiendo muchas cosas oscuras en el entorno humano, pero bastante menos que desde la perspectiva atea.
Lo que no puede hacer el hombre es renunciar a algo que le es connatural, como es la búsqueda de su propia identidad.
No todo está perdido. Con mayor o menor fortuna tendremos que seguir escrutando en nuestro interior esas ultimidades que nos mantienen en tensión y nos hacen vivir una vida propiamente humana.
El fracaso estrepitoso de la razón científica en su pretensión de resolver los enigmas del hombre no debiera ser el final. No nos podemos conformarnos con decir que la vida y la muerte carecen de sentido trascendente por el mero hecho de que no caen dentro de la órbita de lo experimental.
Es preciso que desde nuestras propias limitaciones humanas lo volvamos a intentar una y mil veces, sabiendo que somos, como diría Gehlen, seres de carencias que andamos necesitamos de la realidad de Alguien para sustentarnos en el ser y que precisamos de su luz para no perdernos en la oscuridad.
Partiendo de la condición de nuestra existencia religada, todo resultará más fácil de explicar, al menos nos consolará saber que no estamos solos y que el nihilismo y el absurdo no son la última respuesta para nuestro mundo; pero sobre todo tendremos una razón sólida para encarar un futuro de esperanza eso de lo que tan necesitado anda el hombre de hoy.