La austeridad ha sido un valor histórico de la Iglesia chilena, principalmente por respeto a los pobres
(Marco A. Velásquez).- Poco más de 6 años demoraron las obras de remodelación de la curia arzobispal de la Iglesia de Santiago de Chile. La idea original fue iniciativa del cardenal Francisco Javier Errázuriz Ossa, quien al término de su servicio pastoral quiso legar a su sucesor la ejecución de una obra significativa para la posteridad. Consecuente con tal deseo, la ejecución le cupo al cardenal Ricardo Ezzati Andrello.
El edificio patrimonial ubicado al costado de la Plaza de Armas, que tiene 146 años, se hizo universalmente conocido desde que el querido cardenal Raúl Silva Henríquez dispuso que fuera utilizado como sede de la respetada y querida Vicaría de la Solidaridad; organismo que, por encargo del «cardenal del pueblo», se convirtió en el ícono de la defensa de los Derechos Humanos en Chile, vulnerados gravemente durante la dictadura cívico militar de Augusto Pinochet.
Según el diario El Mercurio, la remodelación del edificio -impulsada con ahínco por el cardenal Ezzati- tuvo un costo de 5 millones de dólares y actualmente está en pleno funcionamiento. Finas terminaciones, así como mejoras estructurales y un exquisito mobiliario, que incluye algunas piezas de arte ya existentes, conforman amplios y cómodos espacios de trabajo, de reuniones y de oración.
En Chile no son comunes obras religiosas de esta magnitud, precisamente porque los pastores normalmente han sido cuidadosos para no mostrar el rostro de una Iglesia opulenta y ostentosa. Al contrario, la austeridad ha sido un valor histórico de la Iglesia chilena, principalmente por respeto a los pobres. No obstante hay excepciones, que cuando ocurren dan motivo de escándalo público, como sucede con algunos templos ubicados en sectores acomodados, cuyos costos bordean los 3 millones de dólares.
Cuando el papa Francisco asumió su pontificado en 2013, sorprendió al mundo entero al propalar aquella frase que resumía el anhelo evangélico de una Iglesia sencilla y austera: «quiero una Iglesia pobre para los pobres». Desde entonces, la administración del dinero en la Iglesia ha cobrado mayor importancia, porque el mal uso del dinero de la Iglesia, que incluye las muestras de opulencia y apego desordenado a la comodidades y lujos, entre otros factores, es causa de la increencia y del desprestigio institucional, precisamente porque contradice la esencia del Evangelio.
Es evidente que entre los fieles y la opinión pública, en general, hay conciencia estricta en esta materia. Incluso, la sola manifestación de la crítica a la Iglesia, en esto, es una muestra reveladora de que el bien de la Iglesia es objeto de interés común, precisamente porque el mundo espera más de los cristianos.
En este sentido, la sociedad chilena hace bien en exigir a la Iglesia que sea coherente con los valores de la pobreza, que el Hijo de Dios asumió al encarnarse en el vientre virginal de María y al nacer en la desconcertante carencia de un pesebre en Belén.
En igual sentido, la Iglesia jerárquica debe saber que no tiene libertad moral para disponer de los bienes de todo el Pueblo de Dios para satisfacer necesidades superfluas, reñidas con prioridades pastorales y humanas fundamentales. Los fines culturales, arquitectónicos y funcionales deben estar siempre sometidos a su justificación moral.
En un país donde más de 38 mil familias viven en 680 campamentos, donde según la última Encuesta Casen, en 2015 un total de 2.046.404 personas son pobres por ingreso y 3.547.184 lo son por situación multidimensional, la inversión para remodelar el palacio arzobispal de Santiago se constituye en una ofensa moral grave. Sí, porque la cantidad de recursos invertidos en esa obra equivale a la sustentación de 32 mil personas que viven en condición de pobreza extrema.
En ausencia de frutos pastorales, el palacio arzobispal de Santiago se constituye en emblema ostentoso de un tiempo pastoral marcado por escándalos, persecuciones y graves pérdidas de confianza, donde la jerarquía de la Iglesia de Santiago ha tenido una responsabilidad preponderante en la mayor crisis de la historia de la Iglesia chilena.
Aun así, la Iglesia chilena, Pueblo de Dios, está viva y se expresa silenciosamente en medio de las más diversas realidades humanas. Y hoy más que nunca, multiplica signos de Adviento, que anticipan esa ansiada Navidad de un Niño que trae la esperanza.