Que “El Señor les salga al encuentro y les diga, como a nosotras, ¡Alégrense!”
(Diego Fares sj).- «Pasado el sábado, al amanecer del primer día de la semana, con María (la de Santiago), fuimos a ver el sepulcro. De pronto, se produjo un gran terremoto pues el Angel del Señor bajó del cielo y, acercándose, hizo rodar la piedra y se sentó sobre ella. Su aspecto era como el relámpago y su vestido blanco como la nieve. Los guardias se pusieron a temblar de espanto ante él y se quedaron como muertos. El Ángel se dirigió a nosotras, las mujeres y nos dijo: «Ustedes no tengan miedo, yo sé que buscan a Jesús, el Crucificado; no está aquí, ha resucitado, como lo había dicho. Vengan, vean el lugar donde estaba, y ahora vayan en seguida a decir a sus discípulos: «Ha resucitado de entre los muertos, e irá delante de ustedes a Galilea; allí lo verán». Esto es lo que tenía que decirles.» Nosotras, partimos a toda prisa del sepulcro, con mideo y gran gozo y corrimos a dar la noticia a sus discípulos. En esto, Jesús nos salió al encuentro y nos saludó diciendo: «Alégrense». Nosotras, acercándonos, nos abrazamos a sus pies y lo adoramos. Entonces Jesús nos dijo: «No teman; avisen a mis hermanos que salgan para Galilea; allí me verán» (Mt 28, 1-10).
Contemplación
Aunque al narrar el evangelio así, en primera persona, saqué mi nombre, y dejé el de «la otra» María, como la llama Mateo, ya se habrán dado cuenta de quién es la que habla. La tradición se hace lío con tantas Marías en el evangelio. Las dos Marías que fuimos al santo Sepulcro la mañana de Pascua. Las tres Marías que estabamos al pie de la cruz. María, la hermana de Lázaro…
A mí me gusta recordar la primera vez que Lucas me nombra como «una más del pequeño grupo de mujeres» que acompañabamos al Señor y lo servíamos con nuestros bienes: «Le acompañaban los Doce, y algunas mujeres que habían sido curadas de espíritus malignos y enfermedades: María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios, Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes, Susana y otras muchas que les servían con sus bienes» (Lc 8, 2-3).
Por esto de los siete demonios muchos me identifican con esa pobre mujer que fueron a ‘sorprender’ en adulterio, la que querían apedrear delante del Señor! También me confunden con la otra María, la hermana de Marta y de Lázaro, por lo de los perfumes… Y con la otra pecadora, a la que el Señor dijo que se le había perdonado mucho porque «había amado mucho».
A mí me hacen sonreir estas «confusiones» de nombre. Me gusta lo que dice Pablo, que: «Todos los bautizados en Cristo nos hemos revestido de Cristo: y ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos somos uno en Cristo Jesús» (Gal 3, 26-28).
Si ahora me identifico más es para que mi testimonio les llegue mejor a ustedes, no por otra pretensión, ni para satisfacer ninguna curiosidad.
Para leer el artículo completo, pinche aquí