"El papa Francisco no vive en palacios. Por eso es, y ejerce, de papa y de Francisco"

Antonio Aradillas: «Aspirar a vivir en un palacio es un atrevimiento inédito para un obispo»

Los casos de los obispos de Palencia y Barbastro, que renunciaron al palacio, "son ejemplos de vida"

Antonio Aradillas: "Aspirar a vivir en un palacio es un atrevimiento inédito para un obispo"

Tal y como están hoy las cosas, dentro y fuera de la Iglesia, esta no está para que sus obispos, y menos en España, vivan en palacios, conociendo cómo viven tantos otros ciudadanos, "inmatriculados", o no

(Antonio Aradillas).- De entre las diversas acepciones que el diccionario de la RAE propone acerca del término «síndrome», reflexiono hoy sobre la de «conjunto de síntomas -señal o indicio-, característicos de toda enfermedad, o alteración más o menos grave de la salud».

En relación con «palaciego», me limito a copiar que «palacio es una casa suntuosa destinada a habitación de grandes personajes, o para las juntas de corporaciones elevadas», Me ahorro reseñar que los obispos, arzobispos y cardenales siguen siendo referencia explícita e inexpugnable de estas reflexiones cristianas.

– Aspirar a vivir hoy en un palacio, y justificar con tranquilidad de conciencia su monumentalidad y sus gastos «en el nombre de Dios», es un atrevimiento inédito para el común de los mortales. Tal pretensión resultaría algo atrofiado, sociológicamente patológica y religiosamente inaceptable.

¿Pero quien o quienes viven en palacios hoy dentro y fuera de España? Y quienes vivan en ellos, ¿pueden hacerlo con satisfacción y con gusto, y no por imperativo del cargo político que detentan, y además, en el caso de los eclesiásticos, con la seguridad de que su mantenimiento dependerá del erario público, por vía de la «X» de la declaración de la renta, o por la de la «caridad, en limosnas recolectadas el día, o los días, dedicados «a la diócesis en la están instalados?

Lejos de mí, al igual que de cualquier otra persona mínimamente consciente, apostar por la venta o derrumbe de tales mansiones palaciegas. Pero también, lejos de mí ahorrarme discurrir que puedan ser otras -muchas- las aplicaciones y uso cultural o social aplicable a ellas, sin que el valor monumental y artístico sufra quebranto.

Quienes viven habitualmente en palacios se privan de multitud de ocasiones para ser y ejercer de personas normales. Son, y viven, aparte. Es decir, apartados. Son distintas. Ni están, ni son «prójimos». No son pueblo- pueblo. Son, y se tienen de por sí, como jefes.

 

 

Viviendo en palacios, no es posible, o al menos es difícil, pensar, decidir, gobernar, servir y actuar como ministros de Dios y servidores de la colectividad. Desde el palacio, no se sirve. Se «ordena» y se «manda», que son términos «iinterjencionados», actitudes y actividades antijerárquicos, anticristianas y, por tanto, contradictoriamente episcopales.

El papa Francisco no vive en palacios. Por eso es, y ejerce, de papa y de Francisco. ¿De cuantos obispos hay constancia que dejaron «ipso facto» sus palacios, a consecuencia, o movidos, por el ejemplo del papa?

¿Cuántos otros «vencieron la tentación» de hacerlo, a por el «qué dirán», «a qué vamos a dedicar tan bello y noble edificio, cómo y donde viviremos de aquí en adelante y qué «representaremos» social y religiosamente, residiendo en un piso cualquiera, y en calidad de un vecino más del distrito municipal que nos corresponda? Los casos recientes de Mons. Herrero, obispo de Palencia, así como el de Mons. Pérez Cubillo, obispo de Barbastro, dejando sus respectivos palacios, son ejemplos de vida.

Hay diócesis, las menos, que cuentan con dos y hasta tres palacios.

Hay palacios episcopales «et supra», como en el caso de Toledo, que se comunica con su catedral, habiéndose construido para ello un colosal arco, que salva la calle, y evita el contacto con el «populacho», cuya legitimidad municipal habría que ser hoy discutida, dado que ni siquiera se pudo pensar en hacerlo en los gloriosos y pontificados de los todopoderosos «Cardenales Primados», cuya entidad, a la luz del evangelio, y hasta del sentido común, tendrá que revisarse.

 

El arquitecto del palacio fantasmagórico episcopal de Astorga, población de la provincia de León, fue nada menos que Antonio Gaudí, el del templo reparador barcelonés de la Sagrada Familia, y de otras casas-palacios, hoy «Patrimonio de la Humanidad». El palacio astorgano está dedicado a «Museo de la Peregrinación», aunque la intención de su obispo fuera su propia residencia en la capital de la Maragatería.

Tal y como están hoy las cosas, dentro y fuera de la Iglesia, esta no está para que sus obispos, y menos en España, vivan en palacios, conociendo cómo viven tantos otros ciudadanos, «inmatriculados», o no.

Por exigencias de la condición episcopal y de la propia semántica de su oficio-. ministerio, es inaplazable curar -sí, curar-, cualquier síndrome palaciega que padezca -sí, padezca-, nuestra jerarquía.

Vivir en palacios imprime carácter. Los comportamientos de quienes los habitan son -tienen que ser- «palaciegos», que es expresión antiactual y antievagélica por todos sus costados, por notables dosis de misericordia y de compasión con las que se intente juzgar y afrontar las consecuencias del síndrome que lleva consigo.

La relación bíblica que en los evangelios mantuvo Jesús con los palacios y sus moradores «palaciegos, tuvo que ser, y fue, cristianamente inamistosa y anatematizadora. En los mismos se decidió y firmó la pena capital de su amigo y familiar Juan, el «Bautista», así como la suya propia, en dirección al monte Calvario. Hoy, Cristo Jesús, sigue siendo el mismo, y los palacios -todos los palacios-, justifican sus orígenes, calificación y procedimientos de modo y maneras muy similares

– ¿Se lo preguntamos a la historia y, para mayor seguridad, encuestamos y entrevistamos a quienes padecieron, y padecen, las secuelas y los corolarios de síndrome tan singular?

 

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Autor

Jesús Bastante

Escritor, periodista y maratoniano. Es subdirector de Religión Digital.

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