Qué gozo, entre tanta secta uniformada, entre tanta indiferencia y sigiloso desprecio, que te esperen y que te cuiden
(César Caro, misionero en el Amazonas).- Era sábado por la tarde. Estaba terminando nuestro primer recorrido por el Yavarí, y yo nadaba tranquilamente entre los lánguidos rayos del sol adornando con un resplandor bruñido las copas de los árboles de la selva, en una comunidad llamada Santa Rita. Entonces lo vi: un bufeo gris plateado, uno de esos misteriosos delfines de la Amazonía, saltaba sobre el agua a pocos metros de mí. Sonreí pensando en cómo fueron los días atrás, que estuvieron llenos de momentos mucho menos poéticos… Un descubrimiento de nuestro río tal vez demasiado real.
No sabía muy bien por dónde empezar y tampoco sé por dónde seguir. Una experiencia para la que no encuentro calificativos: ¿tremenda? ¿dura? ¿intensa? ¿asombrosa? ¿agotadora? No lo sé. Tal vez habría que llamarla «yavarisiense» inventando una nueva palabra que pudiera reunir todas estas características. Nueve días de gira por el Yavarí significan muchas horas de lentitud en bote con un motor peque-peque de 13 CV, significan adentrarse en un mundo extraño y desconocido no comparable a nada antes visto, significan masticar la pobreza, un batiburrillo de religiones, la lucha sin piedad por la supervivencia, las apariciones habituales de la crueldad y la desconfianza fronterizas, las gotas de humanidad y ternura que permiten la vida y por supuesto el predominio de la miseria con sus habituales secuelas y fealdades.
El río es de una belleza verdaderamente original y arrebatadora. Se va desplegando en vueltas gigantes que, todavía en este mes cuando ya ha comenzado la vaciante severa, los motoristas salvan entrando en los furos, que son pasillos o atajos de agua que simplifican y acortan esos enormes giros. Pasar por los furos es un espectáculo para los sentidos. El cauce se estrecha; a pocos metros se ven los árboles, que llevan meses medio sumergidos (las marcas y los cambios de color lo atestiguan) y ahora se alzan con orgullo, clavados en el agua, deseosos de mostrar el nacimiento de sus raíces y a la vez pacientes, sabiéndose vencedores y al mismo tiempo respetuosos con el ciclo de la naturaleza.
En estos caños la vegetación es tan frondosa junto a la línea de agua, que al surcar con reverencia y cuidado, el cielo parece acabarse engullido por las murallas de hojas y bejucos. La tierra se prepara a reaparecer después de medio año, limpia y dura, pero lo que más estremece es el silencio. Impresionante silencio que nace de las entrañas de la selva y lo impregna todo. El silencio de los peces que escoltan el bote y del mirar atento del martín. Una maravilla.
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