Los resultados no pueden continuar siendo el criterio que determine la forma de evangelizar, pues eso provoca que muchos se queden fuera
(Luis Miguel Modino, corresponsal en Brasil).- Ayudar a la gente a encontrarse con un Dios que genera Vida y que nos muestra el camino para hacer realidad un mundo mejor para todos es, desde mi punto de vista, la esencia de la misión, del trabajo evangelizador. Visitar las comunidades indígenas a las que acompaño me cerciora cada día más en esta intuición y me convence sobre la veracidad de la propuesta del Papa Francisco de ser una Iglesia en salida.
En muchos lugares del mundo existen personas que sienten la necesidad de Dios en sus vidas, lo que no quiere decir que acepten cualquier forma que se utiliza para llevar a cabo hacer visible esa presencia. Uno de los grandes desafíos es adaptar el proceso evangelizador a las circunstancias en que éste se desarrolla, a las personas, a los lugares, a las culturas.
En mis andanzas por los ríos de la Amazonia percibo que quienes viven en las comunidades a las que acompaño tienen una forma de entender la vida muy diferente a aquella que es propia de la cultura occidental. El catolicismo está muy marcado por esa visión occidental a la hora de entender la realidad y por eso ciertas prácticas católicas entran en choque con las culturas indígenas.
Los resultados no pueden continuar siendo el criterio que determine la forma de evangelizar, pues eso provoca que muchos se queden fuera. Quien vive en las periferias del mundo y de la vida reporta pocos beneficios materiales y acompañarles conlleva grandes esfuerzos.
A partir de esta premisa debemos preguntarnos cómo, por qué y para qué queremos evangelizar, cuáles son los proyectos pastorales de diócesis, congregaciones, movimientos…, de la Iglesia católica como un todo. Se percibe en muchos lugares que se destinan pocos medios humanos y materiales para hacerse presente entre aquellos que viven más alejados. Se escatiman recursos que, por otro lado, son despilfarrados en aquello que pueda dar más vistosidad a los ojos del mundo, en estructuras caducas con las que muchas veces se busca hacer negocios mundanos que son totalmente contrarios al espíritu cristiano.
Nos conformamos muchas veces con prácticas sacramentales que, por falta de formación previa, no son entendidas. Queremos llevar a cabo formas de actuar que no casan con ciertas culturas. En el mundo occidental el reloj determina el actuar cotidiano, cuando en muchas comunidades indígenas quien marca el devenir del día a día es la propia vida que discurre a un ritmo diferente, sin prisas.
Muchos se atreven a descalificar este modo de vida por considerarlo poco productivo, incluso dentro de la propia Iglesia católica, donde el éxito también es medido en función de los resultados. Creo que empecinarnos en mantener esta forma de hacer las cosas nos aleja cada vez más de la gente, especialmente de los que menos tienen y cuentan, y, en consecuencia, del propio Dios.
Me hace reflexionar la forma de actuar de la gente en las celebraciones, especialmente en los momentos de mayor ritualidad. En muchos casos lo ven como algo que les dice poca cosa o inclusive nada. Se repiten gestos sobre los que nunca fue explicado el sentido y que provoca continuas desconexiones por parte de quien está allí sin saber muy bien el por qué.
Todas las capillas tienen orientada la puerta de entrada hacia el río, por donde pasan con mayor o menor frecuencia canoas y barcos de diferentes tamaños. Que alguien llegue a la comunidad o simplemente pase por el río es motivo suficiente para darse la vuelta y ver de quien se trata. Ante esa situación, antes de criticar su actitud, me pregunto por qué lo hacen.
No se puede negar la gran capacidad que muchos de los indígenas del Alto Río Negro tienen para acoger a quien llega. La presencia de quien visita es motivo de gran alegría y que el padre llegué trastoca la vida de la gente que no tiene problema en dejar todo para atender a quien ha venido a visitarles. Ante esta actitud me pregunto sobre el por qué de las prisas con que muchas veces se quieren hacer las cosas, pensando que la simple presencia tiene poco valor, cuando en realidad tiene que ser la gran apuesta del trabajo evangelizador.
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