"Curas -y obispos- de salón", en recientes palabras del Papa Francisco, no tienen ya presente ni futuro, dentro y fuera de la Iglesia
(Antonio Aradillas).- No sé a quién, o a quienes, se les ocurrió la «peregrina» idea de que obispos, arzobispos y cardenales ejercieran el ministerio de la mediación en la «cuestión catalana». Menos mal que el propósito no tuvo éxito y la gestión se consideró improcedente, rehuyendo el mismo Papa Francisco conferirle bendición alguna. De entre tantas sugerencias que dimanan de esta noticia, pongo hoy el acento en las siguientes:
Por muchos esfuerzos que se hagan por cristianar la palabra «obispo», procedente del «epíscopos» griego, la intención de «vigía-vigilante», o «encargado de que lo que esté a su cargo, marche o funcione bien», a costa de lo que sea, se sobrepondrá a cualquier otra que se le parezca, o se le haya adscrito en la historia de la liturgia y del Código de Derecho Canónico.
Tal y como se ejerce el episcopado, y tal y como son y actúan no pocos miembros de este sagrado colegio, el servicio y la dedicación al diálogo habrá de resultarles extremadamente difícil para unos, e imposible para los más. La teología, la praxis pastoral, el Código y las tradiciones y ritos, son concordes en subrayar y sancionar esta aseveración, que a muchos podría resultarles atrevida e injusta. La historia es historia y sacerdotes y laicos se aprestan a firmar, y a conformar, lo que refiero, con la salvedad de que, por fin, comienza ya a darse la impresión de que se inician felices cambios conciliares a favor de los comportamientos episcopales dialogantes con los sacerdotes y laicos de las respectivas diócesis.
Ejercer de mediadores desde la condición episcopal o cardenalicia, supera cualquier proporción y medida. El Papa actual, obispo de Roma, consiguió serlo, como un milagro de Dios, si bien antes cambió el nombre de «Jorge», con espada flamígera de vencedor del demonio, y se hizo, y hace, llamar «Francisco».
Huelga referir que siguen siendo pocos, muy pocos, los miembros de los episcopados dispuestos a modificar -«convertir»- sus nombres, costumbres, estilos, hábitos y privilegios prelaticios. Convencidos de haber sido nombrados para otras funciones dentro de la Iglesia, y con proyecciones político-sociales, los obispos -nuestros obispos- habrán de ser los últimos a los que acudir a la búsqueda de mediadores, por urgente y necesaria que sea tal intervención.
El diálogo es algo serio. Muy serio. Es un carisma. Su ejercicio posee las connotaciones propias de un ministerio sagrado,. La preparación y la gracia de Dios son factores esenciales en su práctica y uso. Pero acontece que el diálogo es frivolizado con formas y fórmulas muy diversas, espurias, adulteradas y hasta blasfemas, dado que, a veces, se pretende ejercer hasta «en el nombre de Dios».
Con el santo diccionario en la mano, «diálogo» es nada menos que «conversación-comunicación con la que dos o más personas se turnan, con la intención de llegar a un acuerdo entre las distintas posiciones». Explícitamente es obligado subrayar y comprometerse con términos tales como «conversación-comunicación», «personas», «turnarse», «intención», «acuerdo» y «posiciones distintas». De no respetarse sagradamente el sentido y el contenido de todos y cada uno de estos términos, el diálogo es -sería- impracticable.
Destacar que por encima de todo «la intención de llegar a un acuerdo» justifica y define el diálogo, es preclara condición para su inicial planteamiento, compromiso y ejecutoria.
Por supuesto que el diálogo tiene sus leyes, que habrán de ser respetadas en todo y por todos. El cambio de las mismas podrá efectuarse también, pero siempre con el asentimiento previo de quienes hicieron posible la situación legal anterior.
En este contexto, y por lo que hace referencia exacta a la actitud de los obispos, sacerdotes y cardenales como tales, la sensatez y la praxis aportan sobrados elementos de juicio para llegar a la conclusión de que, por ejemplo, con corazas, yelmos, capas magnas, báculos -«baculazos»- y mitras, con remembranzas a los Sumos Sacerdotes del dios Mitreo, y a los Generalísimos del emperador persa Darío, la mediación de los obispos catalanes, ni hubiera sido, ni será posible jamás, con el añadido cultural, por si algo faltara, de que además, e indecentemente, las mitras tuvieron, y tienen, en «civilizaciones» primarias, connotaciones fálicas, tal vez por lo de los «cuernos». Otra vez será, aunque para ello sean precisas conversiones profundas y humildes.
«Curas -y obispos- de salón», en recientes palabras del Papa Francisco, aunque hayan tenido y disfrutado de gloriosos tiempos pasados, no tienen ya presente ni futuro, dentro y fuera de la Iglesia. Por poner un ejemplo, si el aspirante a cardenal, hoy arzobispo primado de Toledo, ni ha sabido, ni querido, dialogar con sus «hermanos en el episcopado» acerca de la «extremeñidad» de la Virgen de Guadalupe, ¿cómo habría de invitársele a intervenir en la «cuestión catalana»?
El diálogo debiera establecerse como disciplina y asignatura universitaria, y su doctorado serle exigido «cum laude» a todos los «episcopables». La política del diálogo es de por sí, política de religión y cultura, siempre, y por definición, al servicio del pueblo. El comportamiento de la Iglesia en relación con la «cuestión catalana» ha dejado- y deja- mucho que desear. El Nuncio -los Nuncios- entonarán algún día el «mea culpa» penitencial, y organizarán actos de desagravio, presididos por ellos mismos.