Rafael Luciani

El pecado estructural en la Venezuela de hoy

"A lo largo de estos años nos hemos ido inhabilitando como sujetos"

El pecado estructural en la Venezuela de hoy
Rafael Luciani

Como creyentes nos jugamos la salvación cuando somos cómplices por acción u omisión de este drama que clama al cielo

(Rafael Luciani, teólogo).- La gran mayoría de los venezolanos queremos la paz y el bienestar, queremos un país en el que todos podamos caber y tener futuro. Esa gran mayoría fue la que se organizó y expresó el 16 de Julio, casi sin recursos y teniendo al aparato gubernamental en su contra, por un cambio en el rumbo político y económico del país. A pesar del drama que padecemos, no podemos dar nunca a nada ni a nadie por perdido. La esperanza nos sostiene para seguir nuestra lucha por la democracia en medio de las «aflicciones, privaciones y angustias» (2Cor 6,4).

Del totalitarismo chavista a la dictadura cívico militar madurista

Chávez pretendió hacer un cambio total de la cultura venezolana. La expresión Socialismo del siglo XXI, la comenzó a usar a partir del año 2005, no existía en la Constitución de 1999. Para legitimar este modelo, convocó a un referéndum en el 2007 con el fin de reformar la Constitución, pero lo perdió. Es aquí donde se produce un importante punto de quiebre porque al no contar con el aval del pueblo comenzó a implementar la reforma socialista cubana a través de decretos presidenciales, de forma inconsulta y unidireccional. No aceptaba deliberaciones ni disidencias.

Su modelo, ejército-caudillo-pueblo, se sostuvo gracias a la inmensa riqueza del petróleo, lo que permitió la implementación de las llamadas «misiones» que beneficiaron a los sectores populares pero no los transformó en verdaderos sujetos del proceso de cambios que se vivía. Tres aspectos ayudan a comprender por qué no lo hizo. Primero, impuso un pensamiento único y excluyente. Segundo, practicó la ideología militar que sólo acepta relaciones de lealtad absoluta. Tercero, adoptó el modelo político revolucionario cubano. Aunque logró una redistribución de la riqueza petrolera que benefició a los sectores más pobres, lo hizo sobre la base de un modelo económico rentista centrado en la voluntad del Presidente, para quien la lealtad era más importante que la eficiencia. Esto dio paso a una subcultura burocrática de la ineficiencia administrativa que favorecía a la impunidad.

Hoy en día vivimos las consecuencias de este modelo. Hemos pasado de un régimen mesiánico y totalitario a la crueldad de una dictadura cívico-militar que se consumó después de que el Tribunal Supremo de Justicia desconociera a la Constitución de 1999 e inhabilitara el poder legislativo que había sido electo por voto directo y universal en el 2015 con una mayoría abrumadora a favor de la oposición. En esta nueva etapa, el régimen chavista implantó una Asamblea Nacional Constituyente con carácter supraconstitucional. Con ella ha logrado la depuración interna del chavismo democrático, dejando sólo en el poder al chavismo cívico-militar castrista, con la sola intención de reproducir el modelo político cubano y buscar los modos de permanecer en el gobierno indefinidamente. En este contexto urge hacer un discernimiento cristiano de nuestra realidad.

Una realidad que clama a Dios
 
En el 2012 la FAO registraba un 5% de hambre en Venezuela. Hoy, en el 2017, a casi un 75 % de la población no le alcanza el dinero para comprar la canasta alimentaria básica y no come tres veces al día. Caritas estima que un 54% de los niños presentan algún nivel de deficiencia nutricional. Para dar una idea del grave deterioro, antes de Chávez, en 1998, la pobreza era de un 60%, aproximadamente. Hoy, en el 2017, la pobreza supera el 70%, hay casi 30.000 muertos por año, tenemos un parque industrial reducido -sea por la vía de la expropiación o la quiebra- a un tercio de lo que existía y padecemos una hiperinflación que supera el 800%. Cuando Chávez llega al poder la deuda externa venezolana rondaba los $35.000 millones.

Luego de 18 años de chavismo esta supera los $190.000 millones. A esto se suma la corrupción galopante y la impunidad que ha convertido al Estado revolucionario en una entidad que no rinde cuentas y actúa sin ningún tipo de fiscalización. Esto se ha traducido en un estado permanente de pauperización. La gran mayoría de los venezolanos vivimos sin posibilidad de tener posibilidades, amenazados por el hambre y la carestía de medicamentos que están produciendo la muerte prematura de tantas personas, especialmente de niños y adultos mayores. Frente a la amenaza de una implosión social surgen crueles mecanismos de control, como son la represión, la tortura y el enjuiciamiento de civiles en tribunales militares.

Este panorama sólo puede ser calificado como pecado, como un continuo proceso de deshumanización que nos afecta a todos, desde las condiciones de vida personales hasta el modo como nos relacionamos y nos definimos socioculturalmente. Es pecado porque esta realidad niega al Dios de la Vida con quien nos comprometimos a hacer «de esta tierra como en el cielo» (Lc 11,2) y al que le pedimos que nos de el «pan de cada día» (Lc 11,3). Ese pan que es negado por quienes hoy están en el poder al no permitir el ingreso de los insumos que nos envían nuestras Iglesias hermanas a través de Caritas.

Lo más grave que ha ocurrido a lo largo de este proceso es el cambio que ha ido aconteciendo en nuestro modo de ser. A lo largo de estos años nos hemos ido inhabilitando como sujetos. No son pocos los que viven con la triste sensación de que no existe alguna posibilidad de tener posibilidades y se encierran en pequeñas burbujas de sobrevivencia falseando los datos de la realidad y sin desarrollar la respectividad humana. Sin embargo, una gran mayoría de nuestro pueblo aún vive de la confianza en el otro y la fe en Dios, sabiendo que podemos ser «fuertes en medio de la debilidad» (2Cor 12,10). Viven con la convicción de que este modelo fracasó y otro mundo sí es posible, aunque por miedo o por no verse incluidos en las alternativas políticas que existen, no lo manifiesten.

Rehabilitarnos como sujetos

Cuando las relaciones fraternas ya no son constituyentes de nuestro modo de ser, damos espacio a una vida abatida, e incluso frustrada, sin horizonte que la humanice. La lógica de la exclusión se instala cuando no somos fuertes en la fraternidad. Es aquí cuando el otro es visto como un enemigo, un contrario a quien puedo excluir, descartar o aprovechar según mi interés. Ante la frustración de no ver un cambio hay quienes se aprovechan para fomentar la polarización y la violencia que debilitan nuestro tejido sociocultural. Cabe recordar que «quien odia a su hermano es ya un homicida» (1Jn 3,15). Como creyentes, Dios nos pregunta hoy: «¿dónde está tu hermano?». Y nuestra actitud no puede ser la de Caín: «no sé ¿acaso soy yo guardián de mi hermano? (Gn 4,9). Porque la respuesta de Dios será categórica: «la voz de la sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra» (Gn 4,10). Con la antifraternidad sólo gana el régimen y su dinámica deshumanizadora, esa que mata y hace cada vez más difícil nuestra redención como país (Juan XXIII, Pacem in Terris, 162).

Rehabilitar nuestra condición de sujetos significa ser artífices de nuestro propio destino desde un esfuerzo mancomunado; cuando todos participamos, de una forma u otra, en los procesos de discernimiento y cambio sociopolítico; cuando fomentamos nuestra condición de productores antes que de meros recipientes pasivos de dádivas y derechos; y cuando asumimos el compromiso de vivir tendiendo puentes y derrumbando los muros que nos separan. Al actuar así rehabilitamos nuestra condición de sujetos porque «nuestra humanidad se define principalmente por la responsabilidad hacia nuestros hermanos y ante la historia» (Gaudium et Spes 55).

Esto no es un idealismo. Es lo que hicimos posible el 16 de Julio cuando el pueblo venezolano se organizó para realizar una consulta popular y demostró que quiere una salida democrática, sin violencias internas ni intervenciones externas. Ese día recuperamos nuestra forma de ser como venezolanos, nos reencontramos como hermanos para afirmarnos como sujetos y decir que sí es posible otro mundo. Superamos las barreras y mostramos nuestra capacidad para unir lo diverso, para ejecutar procesos sociopolíticos complejos, en un esfuerzo mancomunado de la sociedad civil, expresada en sus movimientos estudiantiles, obreros y profesionales, junto a los partidos políticos, pero no sometido a los partidos. Supimos transformar el ambiente de pecado en una experiencia de gracia, una expresión de nuestra libertad liberada del dominio de las instituciones estatales y del aparato de control revolucionario. Ese día vivimos que «donde abunda el pecado, sobreabunda la gracia» (Rom 5,20).
 
Vivir en pecado estructural con la amenaza de ser crucificados
 
El haberle fallado a nuestros hermanos y a la historia, hace que esta situación de pecado que hoy padecemos sea estructural. El sujeto humano crea situaciones de pecado cuando peca pero, a su vez, esto induce a que otras personas también pequen, aún sin querer o estar conscientes de ello, instalándose en nuestros ambientes modos de actuar y pensar que reproducen el pecado padecido, y lo aceptan como algo normal y propio de nuestra cotidianidad. Esto se transmite ambientalmente a través de situaciones y estilos de vida personales, pero también mediante modos de operar las instituciones -políticas, económicas, religiosas, etc.- que hacen imposible el desarrollo de una vida digna, en libertad y con bienestar para todos. Signos de este pecado son el empobrecimiento continuo de una sociedad y la cosificación de la persona humana.
 
Políticamente, este proceder no es algo inocente porque anida e instala el antagonismo como un modo normal de interactuar en la sociedad y valorar la realidad. Esto acontece, de modo notorio, cuando perdemos la justa relación entre los medios que usamos y los fines que realmente pretendemos; cuando las ideologías, del lado que sean, se imponen sobre la dignidad de la persona humana y entramos en dinámicas psicosociales anárquicas e irracionales que luego son complejas de desmontar.

La historia ha demostrado que este proceder es viable sólo cuando la sociedad cede ante el control absoluto de sus medios de producción e información, pues a través de ellos el Estado puede crear una subcultura de la sobrevivencia y la dependencia. En nuestro caso, esto se sostiene sobre la base del rentismo petrolero que ha hecho posible cobrar sin trabajar, o que se viva eludiendo la realidad mediante la propaganda comunicacional que no informa acerca de la verdad de lo que nos rodea. Por ello, a quien más le conviene alimentar la indolencia y el antagonismo es al actual régimen.
 
Muchas personas creen que para obrar mal hace falta querer hacer el mal, lo que se llama sub specie mali. He aquí el grave error para poder discernir el pecado. Los escolásticos solían decir que el mal se comete siempre sub specie boni, sub aspectu boni, es decir, por el bien que parece tener. San Pablo nos habla ese estado en el que «no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mí» (Rom 7,19-20). Por eso, no podemos separar el pecado personal del estructural, pues este último no se supera con el mero hecho de hacer el bien de forma individual, sino frenando al mal estructural, es decir, corrigiendo las causas que social, económica y políticamente lo generaron.
 
Discernir el paso salvífico de Dios

Si nos dejamos vencer por la deshumanización nos hundiremos en la locura de la irracionalidad de quien no permite crear puentes ni dialogar, y se cierra a cualquier alternativa que persiga el bien común. Bajo esta premisa cualquier posible salida se obstruirá porque el desencuentro entre las partes no facilitará deponer los propios intereses por el bien de las mayorías, que son más que las partes políticas en conflicto. Esto lleva a la incapacidad, a veces inconsciente, de generar una alternativa que atraiga y supere a la oferta actual. Por ello, muchos votan en contra de este proyecto, pero eso no significa que voten a favor de otro que consideren como una alternativa que los reconozca e incluya como sujetos.
 
Como creyentes nos jugamos la salvación cuando somos cómplices por acción u omisión de este drama que clama al cielo. Medellín nos recordó que discernir la presencia salvífica de Dios significa ver «el paso de condiciones de vida menos humanas a condiciones más humanas» (Medellín, Conclusiones 6), porque «allí donde se encuentran injustas desigualdades sociales, políticas, económicas y culturales, hay un rechazo del don de la paz del Señor; mas aún, un rechazo del Señor mismo» (Medellín 2,14). Dios no pasa por proyectos totalitarios que viven de la exclusión y abaten a todo aquél que disienta. El Dios de Jesús no es rey, militar o dictador. Somos nosotros quienes optamos por la vida eterna o por la muerte eterna, decidiendo libertar nuestra libertad y practicar la justicia, o esclavizarla al pecado (Rom 6,16.18.22). Es una opción fundamental que sólo puede ser hecha por cada uno en conciencia, pues define nuestro futuro más allá de lo que se pueda vivir en la inmediatez de este presente histórico.
 
Tenemos que cambiar todos porque todos somos víctimas de esta situación de pecado, pero también tenemos que contribuir todos a que cambie el país, a que se construya un proyecto que atraiga por ser inclusivo, que reconstituya el tejido sociocultural porque todos encuentren cabida en él, y que respete la vida practicando la justicia. Cuando dejemos de definirnos desde nuestras posiciones políticas y comencemos a asumir nuestra condición de hermanos y hermanas, descubriremos que ya hay una gran mayoría que experimentan la fuerza en la debilidad, que son solidarios en la carestía, que han visto los crucificados de la Venezuela de hoy.

Cuando se nos pregunte, «¿dónde está tu hermano?» (Gn 2,9), ¿qué responderemos?. Aún estamos a tiempo de cambiar, de no darnos por vencido y colocarnos, como Dios, del lado de las víctimas de este drama humanitario. Asumir hoy nuestra «responsabilidad hacia nuestros hermanos y ante la historia» (Gaudium et Spes 55) significa superar el pecado mediante nuestro seguimiento de la humanidad doliente de Jesús: «tuve hambre y me distes de comer; tuve sed y me distes de beber; fui forastero y me recibiste; estaba desnudo y me vestiste; enfermo y me visitaste; en la cárcel y viniste a ver» (Mt 25,35-40).

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Autor

José Manuel Vidal

Periodista y teólogo, es conocido por su labor de información sobre la Iglesia Católica. Dirige Religión Digital.

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