La del sacrificio de Abrahán sería una historia abominable si no fuese un relato de fe. Pero es eso: Un misterio de fe, prueba, evidencia, medida de la fe de Abrahán en su Dios
(Santiago Agrelo Martínez).- La del sacrificio de Abrahán sería una historia abominable si no fuese un relato de fe. Pero es eso: Un misterio de fe, prueba, evidencia, medida de la fe de Abrahán en su Dios.
En aquella hora de su día, el patriarca hubiera podido decirnos: _Obedeciendo a la palabra del Señor -creyendo-, salí de mi tierra, dejé mi patria, dejé la casa de mi padre y me puse en camino hacia la tierra que el Señor me había de indicar. _Obedeciendo a aquella palabra -creyendo-, me hice nómada en la tierra que el Señor prometió que daría a mi descendencia.
Obedeciendo a aquella palabra -creyendo- recibí del Señor un hijo de su promesa, de la gratuidad, de la misericordia, un hijo con el que Dios se comprometió a concertar su alianza y en quien juró depositar su bendición.
Todo eso hubiera podido decirnos Abrahán si nos hablase de su Dios y de su fe.
Pero ahora la fe reclama de él la entrega de lo que esa misma fe le había dado: «Toma a tu hijo único, al que amas, a Isaac… y ofrécemelo».
«Abrahán creyó a Dios», esperó en él, lo amó, «y le fue contado como justicia».
En la oscuridad de su noche, «Abrahán creyó a Dios», y su fe-su confianza en Dios, su amor a Dios-, contaba todavía tribus de estrellas que nacían del seno de la divina promesa.
También a María de Nazaret, la madre de Jesús y madre nuestra, en el día gozoso de la anunciación, la fe le dio un Hijo que venía de Dios. Y en la noche amarga de la pasión, la misma fe reclamó que la madre entregase a Dios aquel Hijo que de Dios había recibido.
Con Abrahán, con Isaac, con María de Nazaret, también tú, Iglesia amada del Señor, vas diciendo: «Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida. Tenía fe, aun cuando dije: _ ¡Qué desgraciado soy!»
Con Abrahán, con Isaac, con María de Nazaret, también tú te declaras «del Señor», también tú, que has creído, le ofreces a Dios tu sacrificio de alabanza y te abandonas confiada en las manos.
Ahora considera el misterio que se te revela desde la nube que se formó en la montaña de la transfiguración, nube-sacramento de la presencia de Dios en medio de su pueblo, nube-trono de la gloria que llena la casa de Dios.
De esa nube sale una voz: «Este es mi Hijo, el amado: escuchadlo».
Lo has oído bien: El Padre te presenta a su Hijo, a su amado, y, ofreciéndote ese don, te dice que está de tu parte, que está contigo, que cree en ti, que se fía de ti, que te confía lo que más ama.
«¿Quién acusará a los elegidos de Dios?» ¿Será acaso Dios, que nos ha dado a su Hijo?
«¿Quién condenará?» ¿Será acaso Cristo, que murió, más aún, resucitó y está a la derecha de Dios, y que intercede por nosotros?»
Dios nos lo ha dicho todo en ese Hijo, y «en darnos como nos dio esa palabra suya», Verbo de vida y de amor, sólo nos ha pedido: «Escuchadlo».
Recibe esa Palabra, comulga con ella, haz tuyos sus sentimientos, y pide que su Espíritu te transforme en lo que recibes y comulgas.
Y no dejes de escucharlo en los pobres, que son el velo bajo el cual la Palabra sale con más frecuencia a tu encuentro.
Feliz domingo. Dichosa transformación-transfiguración en Cristo Jesús.