Antonio Aradillas

Los curas no tenemos nietos

"Los hijos de los clérigos serán siempre sobrinos"

Los curas no tenemos nietos
Antonio Aradillas

No pocos episodios y reacciones de "insoportabilidad", antipatía e insolidaridad clericales, responde a la ausencia institucional de nietos, a consecuencia de la cerril y obstinada disciplina celibataria impuesta y exigida

(Antonio Aradillas).- Todo cuanto se relaciona con los nietos -«hijos e hijas de los hijos propios»- , es tema de conversación obligada en las coincidencias familiares y sociales en las que un notable porcentaje de la población española se inscribe y actúa, con perspectivas aún más crecientes. Las estadísticas con persuasivas y elocuentes. «Abuelear» es verbo que se conjuga con verosimilitud, anchura y compromiso, tanto o más de cuantos definiera la profesión o el trabajo, antes de los días de la jubilación, que se prometían tan felices.

Las reflexiones «pastorales» que esta nueva era y situación llevan consigo, justifican dedicarle tiempo y atención religiosa, a tema de tanta importancia en la sociedad, en la Iglesia, y más si a la una y a la otra les son aplicadas adjetivaciones misericordiosas, absolutorias y perdonadoras, con exclusión de las «hipócritas» y «bien pensantes».

Y, como los curas no tenemos nietos, hemos de sentirnos necesariamente marginados en las conversaciones -tertulias y reuniones de amistad-, en las que ellos -los nietos- son acérrimos y permanentes protagonistas. Sin nietos, por mucha teología que se sepa, por «predicador de bandera» que se haya sido, y ejercido a lo largo de tantos años de ministerio sacerdotal, y por muy abiertos que se hayan tenido los ojos y los oídos para captar los problemas familiares, por cercanos e íntimos que sean, para la «nietez» y la «abuelería» no sirven absolutamente de nada las licenciaturas o los doctorados clericales, por muchos «cum laude» que exornen sus preciadas orlas.

Cualquier abuelo -seglar, por supuesto-, sabe, entiende, evangeliza y predica mucho mejor que los teólogos y pastoralistas, que alardeen de conocer en profundad la Biblia, las doctrinas conciliares y las de los Santos Padres de la Iglesia, todos ellos clericalizados, aunque nos sean propuestos como otros tantos ejemplos de vivir la santidad canonizable.

Convencimiento como este contribuirá a hacernos comprender no pocos comportamientos de hijos y nueras, aunque en gran parte se debiera haber contado antes con la voluntad de los padres «políticos» y naturales, para tomar decisiones. La dócil «carrera» de «rueda de repuesto» para todo y para todos, es tarea definitiva y sin otro derecho, para que la maquinaria familiar funcione a placer, sin sobresaltos y estridencias, que entorpezcan días y horas de asueto, aunque los abuelos tengan que ser los primeros en sacrificarse.

Invocar que de esta manera, con tal generosidad, y prescindiendo de cualquier proyecto legítimo al que como jubilado se aspire, es como se conservan las facultades físicas y mentales y se colabora con el bien familiar, no deja de ser, en demasiadas ocasiones, una excusa inconsistente y un monumental abuso doméstico.

Como los curas no tenemos nietos, es explicable que se echen de menos en nuestros comportamientos, carencias de afectividad, comprensión y ternura, elementos claves en toda programación evangélica y evangelizadora. No pocos episodios y reacciones de «insoportabilidad», antipatía e insolidaridad clericales, responde a la ausencia institucional de nietos, a consecuencia de la cerril y obstinada disciplina celibataria impuesta y exigida, y cuya reforma tanto se demora en la Iglesia, carente por demás de argumentos serios para mantenerla, y hasta aportando interpretaciones bíblicas y teológicas poco, o nada, consistentes, e hipócritas por todos sus costados.

Canónicamente no siempre fue así en la historia de la Iglesia. Y, aun cuando así lo hubiera sido, en la realidad las pautas de comportamientos fueron muy distintas y «pecaminosas». Como el clero rural apenas si tuvo y tiene historia, y el pueblo-pueblo cristiano es tan discreto, comprensivo y respetuoso, dejemos las cosas tal y como están y, por ejemplo, me ciño en esta ocasión a referir que, de los hijos de los entonces todopoderosos arzobispos de Toledo, «primados» por más señas, los «venerandos» Reyes Católicos -Isabel y Fernando, o Fernando e Isabel-, hablaban, con referencias cariñosas como «de los bellos pecados capitales de nuestro Cardenal Mendoza». Testifica la historia que san Francisco de Borja, patrono de la nobleza española, era biznieto del papa Alejandro VI, de la familia valenciana de los Borja, italianizada «Borgia».

Con el único fin de ilustrar al personal, adulto en la fe, y al margen de hipocresías decrépitas, enfermizas y a punto de superación, transcribo literalmente un párrafo del libro «Roma Veduta» («Monseñor se desnuda)», (p.248), del que es autor el cristiano, docto y experto doctor en cuestiones vaticanas y en sus periferias:

«Filii nominantur nepotes». «Los hijos de los clérigos serán siempre sobrinos». No es un dicho popular. Era, y es, una norma legal que viene de la Baja Edad Media. Ya Gregorio VII, el monje Hildebrando de Soana, había allanado el camino. La secular corrupción de la Iglesia romana, le sirvió de pretexto. Dominante hasta el extremo, con una fuerte personalidad y un insuperable fanatismo monjil, en 1074 impuso el voto del celibato a todo candidato al sacerdocio. A pesar de ello, muchos clérigos desobedecieron durante siglos. Las «Decretales de Gregorio IX» (a.1234) y las «Extravagantes de Juan XXII» (a.1320) recogen el aforismo en forma poco definida. El origen, el meollo, está en las herencias patrimoniales. Las riquezas acumuladas por obispos, abades y altos clérigos iban a parar a sus hijos, fraccionando haciendas. Los reyes legaban a sus hijos un país, una parte de sus territorios, una ciudad o un condado. Los eclesiásticos legaban a sus hijos cuanto habían recaudado «intuitu muneris».

« ¿Solución? Los hijos de los clérigos se considerarían «sobrinos», no hijos. Los sobrinos no heredan necesariamente. El patrimonio quedaría donde estaba: en la diócesis, en el convento o en la parroquia. De ahí a imponer radicalmente el celibato, va poco trecho. Si los clérigos no pueden tener hijos, no pueden casarse. Si, no obstante, los tuvieren, no serán hijos, sino sobrinos. Además, cometen sacrilegio. Puede que también barraganía. El Concilio Tridentino lo tuvo fácil. El celibato obligatorio se universalizó».

Las 85 «Leyes de Toro» – compilación realizada por voluntad testamentaria de Isabel la Católica, promulgadas por Juana I – «La Loca»- en 1505, se adelantaron ya e impusieron en la Corona de Castilla, que «en circunstancias singlares, la madre que hubiera tenido «ayuntamiento» con clérigo, judío o moro, era llevada al patíbulo».

Como casi siempre, y «en el nombre de Dios», ¡pobres abuelos/as y pobres nietos!



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Autor

José Manuel Vidal

Periodista y teólogo, es conocido por su labor de información sobre la Iglesia Católica. Dirige Religión Digital.

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