Sermón de las siete palabras en la iglesia de San Antón de Madrid

Pedro Belderrain: «La ternura, la misericordia y el perdón no son armas de los débiles»

"Merece la pena tener hambre y sed de la justicia, ser misericordioso y trabajar por la paz"

Pedro Belderrain: "La ternura, la misericordia y el perdón no son armas de los débiles"
Las Siete Palabras de Jesús en la cruz

¿Con qué derecho podemos juzgar a otros quienes hemos tenido una vida más cómoda? ¿Cómo podemos despreciar a quienes puedan sentirse abandonados de Dios o le niegan los que quizá siempre hemos tenido la suerte, la gracia, de sentirle cerca?

(Pedro Belderrain, misionero claretiano).- Queridos amigos de la Iglesia de San Antón; queridos amigos que desde vuestras casas y otros lugares os conectáis con esta celebración y queréis participar de ella. Buenas tardes.

Es para mí y para mis hermanos Misioneros Claretianos a los que en cierto modo represento una alegría y un honor haber sido invitado a compartir con vosotros esta meditación o reflexión a modo de ‘sermón de las siete palabras’.

Con él queremos ayudarnos unos a otros a prepararnos de cara a la celebración de los que para los cristianos son los días más importantes del año, aquellos en los que hacemos memoria expresa y en comunidad de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo Resucitado, nuestro Señor.

No debemos usar los púlpitos para hablar de nosotros mismos, pero he de reconocer que la petición me produjo alegría, y la he acogido con agrado, pero hubiera preferido tener que compartir con vosotros el eco de otra de las Siete Palabras.

No de esta, tan dura (‘Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?’), en la que nos encontramos probablemente de un modo muy singular con la profundidad del Corazón de Jesús.

Un Jesús que desde el minuto cero quiso ser vulnerable y compartir nuestras debilidades y que abandonado en la cruz, abocado ya a una muerte inminente que parece que nada podrá evitar, puede sentirse ahora más frágil, desvalido y abandonado que nunca.

Por diversas circunstancias de compromisos y trabajos, hoy, casi al comienzo de esta reflexión que os ocupará varios días nos encontramos con esta palabra de Jesús, que figura habitualmente justo en el centro, en el corazón de la reflexión sobre las siete palabras ocupando el cuarto lugar.

De todos modos esta ubicación me alegra. Confrontarnos el primer día con una palabra tan dura de Jesús nos puede ayudar a vivir mucho mejor estos días.

José Luis Martín Descalzo, recordado comentarista de las siete palabras, señala que si buscáramos en todo el Nuevo Testamento una frase más desconcertante que esta probablemente no la encontraríamos.

No en vano sólo dos de los cuatro evangelistas recuerdan este grito de Jesús; una expresión que los cristianos nunca habrían inventado para ponerla en boca de su maestro.

Vivir la Semana Santa

Vivimos en una sociedad en la que para muchas personas la Navidad se ha convertido en unas ‘fiestas de invierno’. La Semana Santa se convierte en otra oportunidad para salir de la rutina, descansar de la dureza del año y olvidar unos días los problemas, en esta ocasión al comienzo de la primavera.

No hablo de bondad, ni de calidad humana: en España hay muchas personas de gran corazón que viven nuestras fiestas así, desvinculadas de toda expresión ni fundamento religioso.

Los católicos españoles nos alegramos de que puedan disfrutar de ese derecho. Del derecho al descanso, a la posibilidad de compartir algo más de tiempo con sus amigos, con su familia, con las personas a las que aprecian. Como sociedad necesitamos estos tiempos de encuentro, de socialización, de descanso compartido.

Por ello sentimos de corazón que muchos no podáis tenerlos tan fácilmente, quizá porque os habéis quedado sin familia, porque esta se encuentra muy lejos o porque la vida, en sus vericuetos e injusticias, os está haciendo vivir unos tiempos especialmente duros.

Pero sería muy triste que los cristianos, que quienes nos tenemos por discípulos de Jesús, vivamos la Semana Santa como unos simples días de descanso que el calendario nos regala.

Sería muy triste. La Iglesia, con su liturgia, nos ofrece la posibilidad de que no sea así y nos invita a una serie de celebraciones especiales, en las que la visibilidad y los sentidos cobran un papel que en otros momentos del año no es tan fácil de percibir.

Con la semana santa se nos invita a acompañar a Jesús, a vivir cerca de él en una especie de ‘palco gratis de campo de primera división’ sus últimos días. La Semana Santa da mucho más de sí que un Madrid-Barcelona, la interpretación de la mejor de las orquestas o grupos de música (no en mano muchas piezas de la mejor música tienen que ver con la semana santa).

Es una semana de acontecimientos intensos en que Jesús, el hijo de María y de José, el carpintero, va a entregar su vida hasta el final, demostrando con sus gestos y sus reacciones que se cree de verdad lo que predica y lo que nos invita a vivir. Merece la pena tener hambre y sed de la justicia. Merece la pena ser misericordioso. Merece la pena ser limpio o limpia de corazón. Merece la pena trabajar por la paz.

Las culturas de España y de los países hermanos de América Latina de los que muchos quizá procedéis ayudan también a la liturgia de la Iglesia y su música, sus cantos, sus procesiones, sus costumbres, pueden ayudarnos también a vivir intensamente estas dos semanas de celebración.

¡Qué pena que teniendo el año cincuenta y dos fines de semana muchos cristianos no aprovechen para celebrar a fondo estos misterios que recargarían las pilas de nuestro corazón para todo el año!

En ningún sitio está escrito que los cristianos no tengamos derecho y a veces obligación de descansar, de dedicar tiempo a los amigos, de disfrutar la naturaleza. Claro que sí. Pero como muchos ya habréis experimentado cuatro días bien organizados dan para todo: para celebrar bien los Oficios, para meditar bien la Palabra, para tener algunos gestos especiales de justicia y caridad y para descansar.

La gente comenta sorprendida: ¡puedes entrar a la iglesia de San Antón y recargar el móvil! Efectivamente: gracias a esta comunidad y a su generosidad. ¡Pero también puedes ir a la Iglesia de San Antón y a más de diez mil más en toda España y recargar tu corazón!

Gracias a Dios también hay mucha gente que lo va descubriendo.

La buena vivencia de la Semana Santa es la mejor garantía para una buena vivencia de la Pascua y una gran ayuda para quienes deseamos intentar vivir como Jesús, durante el resto de las semanas del año aunque nuestra vida se parezca muy poco a la del Maestro.

Una primera mirada a Jesús

Jesús ya está en la cruz. Ha vivido unos años muy intensos en los que ha ido quedando muy claro que su anuncio del Reino de Dios puede terminar mal. A lo mejor al principio pensó que las cosas podían ser de otra manera; pero los hechos le han ido enseñando lo que celebramos con uno de los prefacios de cuaresma: que la pasión es el camino de la resurrección.

Muchas personas le siguen admiradas, pero se echan para atrás cuando hay que empezar a comprometerse. Los que en teoría representan a Dios en la sociedad y dicen hablar en su nombre llevan tiempo mirándole con recelo y cada vez estrechan más el cerco. Sus mismos discípulos son lentos para entender y siguen aspirando a los primeros puestos y resistiéndose a llamar hermanos a todos los que se cruzan en su camino.

Tras una cena emocionante, que va a pasar a la historia de la humanidad como la última cena, Jesús tiene una intensa experiencia de oración en el monte de los Olivos y pide a su Padre, casi por última vez, un signo del cielo que no acaba de llegar: «si es posible, aparta de mí este cáliz, pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya».

No es extraño que el evangelista Lucas, describiendo la escena, llegue a decir que a Jesús le caían goterones como de sangre. Nos podemos imaginar su pelea interior, su dolor. Quizá hasta su desconcierto. Tal vez Jesús esperaba otra cosa: el Padre que a través suyo había hecho hablar a los mudos, andar a los cojos y ver a los ciegos, podría haber tocado el corazón de Pilato o de los sumos sacerdotes.

Pero no.

Sus amigos, incluso los que parecían más cercanos, no aguantan y se duermen. Otro de los doce que él ha elegido con amor y con la mejor intención del mundo está hasta dispuesto a traicionarle. Hasta ese Padre Dios, Abbá / Papá, por el que ha entregado todo también parece haber desaparecido.

Y Jesús, dicen Mateo y Marcos, gritó: Dios mío, Dios mío…

Jesús no susurra, Jesús no masculla palabras. Jesús reza en voz muy alta, aunque los que le rodean no le entienden.

Los teólogos y los hombres y mujeres de una gran espiritualidad dicen que es muy probable que hasta el último momento Jesús pensara que Dios Padre iba a intervenir evitándole la Cruz. No sólo ni principalmente por librarse de ese horror y esos dolores, sino sobre todo por el bien de los pobres, de los pequeños. ¿Dónde está el omnipotente, el que ha demostrado que puede hacer tantas cosas?

Jesús estaba sufriendo por fuera. Pero probablemente estaba sufriendo mucho más por dentro.

¿Por qué no aprovechará el Padre (se pudo preguntar Jesús) la presencia de tanta gente en Jerusalén para instaurar el Reino de Dios, para abrir una etapa distinta en la que judíos y romanos, pobres y adinerados, hombres y mujeres, puedan sentarse en esa misma y única mesa de familia a la que nos invita a todos?

También nosotros, muchas veces, quizá soñemos con atajos cortos. Estamos dispuestos a ir a dónde Dios nos pide, pero no estamos tan dispuestos a ir por el camino que nos marca.

Nos parece muy bien que se mejoren las pensiones, pero no estamos dispuestos a que para eso se recorten nuestros sueldos o nos suban los impuestos. Reclamamos que la tierra esté mejor tratada y que no haya tanta contaminación, pero no estamos dispuestos a usar menos el coche o a apagar la calefacción. Queremos que quienes salen de la cárcel o tienen que luchar contra algún tipo de adicción tengan lugares en los que vivir, relacionarse y salir adelante, pero no queremos que esos centros estén en nuestros barrios.

¡Qué difícil es esto de la coherencia!

Volvemos a mirar a Jesús: ¡Y se hizo hombre!

Montamos el portal de Belén, y lo llenamos de pastores y de músicas bonitas. Olvidamos que huele, que no deja de ser un establo, que el Niño Dios ve la luz ahí porque le han cerrado muchas puertas como la nuestra. Pero nos admira la humanidad de Jesús, que el Verbo se haga carne.

No nos hace tanta gracia mirar la Cruz.

Nos sorprende que Jesús grite, que le pregunte a Dios Padre dónde está.
Pero ahí brilla, quizá más que nunca, la humanidad de Jesús.

Un hombre cuelga del madero. Un hombre que ha renunciado a ser Dios.

Un hombre que no ha querido ningún privilegio.

Un hombre, que como repetimos en el Credo, descendió a los infiernos.

De pequeño, cuando llegaba el carnaval, a los muchachitos de clase media nos gustaba ir al colegio con corbata. Era una manera de disfrazarnos sin que nos riñeran demasiado. Un buen cura de pueblo, de esos que siempre ha conocido de cerca la vida de la gente más sencilla, solía llamarnos la atención: «¡Debería daros vergüenza; poneros para hacer broma lo que vuestros padres tienen que ponerse todos los días para ir a trabajar para daros de comer!»

La frase no deja de tener razón. Con mucha frecuencia nos disfrazamos. Se nos llena la boca de grandes causas: derechos humanos, justicia, solidaridad, igualdad… pero no dejamos de disfrazarnos.

Jesús no se disfrazó.

El Hijo de Dios no aparentó hacerse hombre.

El Hijo de Dios no se disfrazó de hombre.

El Hijo de Dios no hizo como si tuviera sentimientos humanos; los tuvo.

Jesús se ilusionó de verdad; lloró de verdad; se enfadó de verdad; rió y celebró de verdad.

¡Cuidado! No piensen que les estoy hablando de ‘altas teologías’ o de cosas antiguas, de hace muchos siglos.

El Papa Francisco lo repite con cierta frecuencia: muchos cristianos no acabamos de aceptar que el Hijo de Dios se hizo hombre.

Hombre y hombre judío; hombre valiente que denuncia la injusticia, que toca a los leprosos, que se sienta a charlar con las mujeres, que no apedrea a las adúlteras, que se rodea de pescadores, pastores y trabajadores de hacienda.

«Más que el ateísmo, escribe el Papa, hoy se nos plantea el desafío de responder a la sed de Dios de mucha gente, para que no busquen apagarla en propuestas alienantes o en un Jesucristo sin carne y sin compromiso con el otro» (EG 89).

¡Cuidado! Nos sigue diciendo, con tantas formas de espiritualidad del bienestar, en las que no existe la comunidad (y nos quedamos tan contentos, sólo Dios y nosotros, como dice la canción ‘tan a gustito’); con las teologías de la prosperidad que no van acompañadas de compromisos fraternos; con experiencias subjetivas sin rostros, que se reducen a búsquedas interiores que terminan en uno mismo.

«La solución -escribe Francisco- nunca consistirá en escapar de una relación personal y comprometida con Dios que al mismo tiempo nos comprometa con los otros. Esto es lo que hoy sucede cuando los creyentes procuran esconderse y quitarse de encima a los demás, y sutilmente escapan de un lugar a otro o de una tarea a otra, quedándose sin vínculos profundos y estables. Es un falso remedio que enferma el corazón y a veces el cuerpo» (EG 91).

El Papa habla muchísimo de la mirada, de la mirada amorosa de Jesús, del tiempo que tenemos que dedicar nosotros a mirarle, de la mirada de los discípulos-misioneros. Francisco habla mucho también de la escucha, de la atención que tenemos que poner para descubrir lo que Dios quiere. Francisco nos habla del ‘olor a oveja’ que nos debe distinguir a los sacerdotes.

Pero curiosamente, Francisco nos dice que el tacto es el sentido más religioso que tenemos. Porque sólo los discípulos que se atreven a tocar la carne de Cristo en los enfermos, en los abandonados, en los débiles, reconocen a Jesús y aprenden de él.

Tocar la carne de Cristo en los otros cristos nos santifica, dice el Papa, nos acerca a él, nos enseña, nos da la vida.

No acabamos de darnos cuenta. Nos encanta bautizar niños con agua del Jordán; movemos Roma con Santiago para lograr la reliquia de no sé qué santo. No nos hace falta: las personas necesitadas que nos rodean son más que ‘reliquias’ bien vivas de Cristo.

«Si realmente (nos ha dicho este año) queremos encontrar a Cristo, es necesario que toquemos su cuerpo en el cuerpo llagado de los pobres, como confirmación de la comunión sacramental recibida en la Eucaristía».

«El cuerpo de Cristo partido en la sagrada liturgia se deja encontrar por la caridad compartida en los rostros y las personas de los hermanos y hermanas más débiles.
Son siempre actuales las palabras del santo obispo Crisóstomo: ‘si queréis honrar el cuerpo de Cristo, no lo despreciéis cuando está desnudo; no honréis al Cristo eucarístico con ornamentos de seda, mientras que fuera del templo descuidáis a ese otro Cristo que sufre por frío y desnudez'» [Mensaje para la I Jornada Mundial de los Pobres, 13.06.2017].

Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado…

Después de guardar bastante silencio, Jesús grita. Y grita dando pie a que algunos se pregunten si a última hora se ha sentido abandonado por Dios.

Es difícil ‘entrar’ en la mente de Cristo, saber exactamente qué pasó por su corazón. Está claro que se siente solo, que esperaba una señal, alguna prueba más clara de la cercanía de Dios, de su amor, de su fidelidad. Pero Dios calla.

En un discurso de Benedicto XVI muy poco comentado, pronunciado precisamente el 11 de octubre de 2012, 50 años después de la procesión nocturna de antorchas que acompañó la inauguración del Concilio Vaticano II, el Papa llega a confesar que en algunos momentos ha tenido la sensación de que Jesús seguía en la barca de la Iglesia, pero que parecía haberse dormido. ¿Señor, dónde estás?

[Texto del Papa Benedicto]

Hace cincuenta años, en este día, yo también estuve aquí en esta plaza, mirando a esta ventana, donde apareció el buen Papa, el beato Papa Juan XXIII; y nos habló con palabras inolvidables, palabras llenas de poesía, de bondad, palabras del corazón.

Estábamos felices -diría- y llenos de entusiasmo. El gran concilio ecuménico se inauguraba; estábamos seguros de que debía llegar una nueva primavera para la Iglesia, un nuevo Pentecostés, con una nueva presencia fuerte de la gracia liberadora del Evangelio.

También hoy estamos felices, traemos la alegría en nuestro corazón, pero diría una alegría tal vez más sobria, una alegría humilde. En estos cincuenta años hemos aprendido y experimentado que el pecado original existe y se traduce, siempre de nuevo, en pecados personales, que pueden también convertirse en estructuras de pecado. Hemos visto que en el campo del Señor está siempre también la cizaña. Hemos visto que en las redes de Pedro se encuentran también peces malos. Hemos visto que la fragilidad humana está presente igualmente en la Iglesia, que la barca de la Iglesia navega también con viento contrario, con tempestades que amenazan la nave, y que algunas veces hemos pensado: «El Señor duerme y se ha olvidado de nosotros».

Esta es una parte de las experiencias vividas en estos cincuenta años, pero hemos tenido también, una nueva experiencia de la presencia del Señor, de su bondad, de su fuerza. El fuego del Espíritu Santo, el fuego de Cristo no es un fuego devorador, destructivo; es un fuego silencioso, es una pequeña llama de bondad, de bondad y de verdad, que transforma, da luz y calor. Hemos visto que el Señor no nos olvida. También hoy con su modo humilde, el Señor está presente y da calor a los corazones, da vida, crea carismas de bondad y de caridad que iluminan el mundo y son para nosotros garantía de la bondad de Dios. Sí, Cristo vive, también hoy está con nosotros, y podemos ser felices también hoy, porque su bondad no se apaga; es fuerte también hoy.

Para terminar, me atrevo a hacer mías las palabras inolvidables del Papa Juan XXIII: «Id a vuestras casas, dad un beso a los niños y decidles que es un beso del Papa». En este sentido, de todo corazón os imparto mi bendición: «Bendito sea el nombre del Señor…».

También quizá nosotros en algún momento nos hayamos preguntando lo mismo: ‘Señor, ¿dónde estás?’ – ‘Tú no puedes tener que ver con esto: ¿dónde estás?’

En aquellos años tan duros de terrorismo, encogido el corazón por algún asesinato animal, recuerdo haber cambiado el canon de la misa: «recuerda, Señor, a tu hijo Gregorio, a quien has llamado de este mundo a tu presencia». ¡No! «Recuerda a tu hijo, a quien han llamado de este mundo a tu presencia». Tú no puedes tener que ver con esto.

¿Qué tienes que ver, Señor, con las desapariciones de niños y de personas inocentes?

¿Qué tienes que ver con tantas guerras que no se acaban?

¿Con tanta lacra, con tanta trata, con tanta explotación?

Señor, ¿dónde estás…? Dios mío, Dios nuestro, ¿nos has abandonado?

En ese silencio vemos que hasta Dios Padre pone la otra mejilla y se abstiene de responder. El Padre permite que, como en un combate de boxeo, el árbitro levante el brazo del contrincante de Jesús, como si este hubiera ganado la pelea. Pero como tantas veces nos recuerda el Papa Francisco, la ternura, la misericordia y el perdón no son armas de los débiles, sino de los fuertes.

¿Y nosotros?

Y se hace silencio. Y la pregunta se vuelve: ‘estás tú’.

‘Señor, ¿qué has hecho?’, podemos preguntar a Jesús. Y quizá él nos responda: ‘Te he hecho a ti’.

Los grandes criminales del nazismo alemán y de tanto comunismo salvaje son responsables de muchas barbaridades que no se pueden achacar a otros. Pero también tuvieron su responsabilidad los miles de personas que miraron para otro lado.

Quien levanta la mano contra un niño, contra una mujer, contra un ser humano frágil e inocente tiene su culpa. Quienes callamos, quienes miramos para otro lado, quienes no queremos complicarnos la vida, también.

Que la pregunta no se vuelva contra nosotros: ¿por qué también vosotros me habéis abandonado?

Los medios de comunicación que reflejan nuestros intereses y pensamientos se rasgan las vestiduras cada vez que un cadáver aparece en su casa meses después de haber fallecido.

El gobierno del Reino Unido se ve en la obligación de crear una secretaría de estado para la soledad.

Miles de personas, como sabéis bien en Mensajeros de la Paz, echan de menos una palabra, una llamada, una caricia. (Y quizá estén muy cerca de nosotros).

Jesús muere en la fe

Hay temas que no nos resultan ni fáciles ni cómodos. A algunos cristianos, y quizá a bastantes eclesiásticos, les pone nerviosos hablar de ‘la fe’ de Jesús.

Pero Jesús, ¿no era Dios?

Efectivamente, pero Dios hecho hombre, «exactamente en todo como nosotros, menos en el pecado». El Hijo de María que aprendió sufriendo a obedecer. El Hijo de María que creció «en estatura, en sabiduría y en gracia». El que como dice el Concilio «trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre» (GS 22,2).

El conocimiento humano de Jesús, recuerda el Catecismo (n. 472), se desenvolvía en las condiciones históricas de su existencia en el espacio y en el tiempo. Jesús no subió a la Cruz sabiendo quién iba a ser Rafael Nadal ni María González, ni Vladimir Putin. Jesús no subió a la cruz sabiendo qué iba a pasar en 1492, en 1789, en 2018.

Pero Jesús sí subió a la Cruz entregando su vida por Rafael Nadal, María González y Vladimir Putin. Pero Jesús sí subió a la Cruz ofreciéndose por quienes vivieran en 1492, en 1789, en 2018.

Así ha podido afirmar solemnemente el mismo catecismo (n. 605) citando uno de los concilios de la Iglesia: «No hay, ni ha habido, ni habrá hombre o mujer alguna por quien no haya muerto Jesucristo».

No hay excepción. Por todos. Todos. Incluso por esos por quienes ustedes y yo nos estamos preguntando cómo es que Dios les puede querer.

Pero, ¡cuidado!

También por nosotros. Por cada uno de nosotros.

En uno de los momentos más emocionantes de mi vida, cuando su esposa y sus hijos sabíamos que mi padre llevaba ya en sí el cáncer que le conduciría pronto a la muerte sus compañeros quisieron darle un premio. Mi padre no era militar, pero recurrió a las ordenanzas militares para recibirlo: «No me merezco esto: cuando no todos los compañeros han tenido la misma oportunidad de acceder a una distinción, esa distinción no debe aceptarse».

¿Con qué derecho podemos juzgar a otros quienes hemos tenido una vida más cómoda? ¿Cómo podemos despreciar a quienes puedan sentirse abandonados de Dios o le niegan los que quizá siempre hemos tenido la suerte, la gracia, de sentirle cerca?

¿Cómo poner una etiqueta a alguien (violento, deshonesto, tramposo, repugnante…) si nunca nos hemos visto en su situación?

Últimas miradas

Hace unos años, preparando un homenaje a Pedro Casaldáliga, obispo claretiano, por sus 80 años, encontré un comentario suyo a las siete palabras. Escuchémoslo hoy, en lo que se refiere a la palabra que contemplamos, en esta misma iglesia en la que hace poco más un mes celebrábamos su 90 cumpleaños.

«Dios mío, Dios, mío, ¿por qué me has abandonado?»
Todos nuestros pecados
se hacen hematoma en tu Carne, oh Verbo.
Todos nuestros rictus te deforman el Rostro.
En tu soledad se refugian
todas las soledades de la Historia Humana…
En tu grito vencido
(¡misteriosa victoria!)
detonan, oh Jesús, todos nuestros gritos ahogados,
todas nuestras blasfemias…
-Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
¿Por qué nos abandonas
en la duda, en el miedo, en la impotencia?
¿Por qué te callas, Dios, por qué te callas
delante de la injusticia,
en Rio o en Colombia,
en África, en el mundo,
ante los tribunales o en los bancos…?
¿No te importan los hijos que engendraste? ¿No te importa tu Nombre?
Es la hora de las tinieblas, del silencio del Padre, para su Hijo.
Es la hora de la fe, oscura y desnuda,
del silencio de Dios, para todos nosotros…

La Semana Santa no es tiempo triste. Es, como la vida, un tiempo serio en el que cabe la alegría. Pero con ese Cristo que grita en la Cruz (en ese Cristo) se han abierto para todos, para todos, las puertas del cielo.

Celebramos hoy la fiesta de san José. José, el esposo de María, el padre de Jesús. Un hombre al que la historia ha condecorado recordando con una expresión tan hermosa como «un hombre justo».

José, un hombre que pudo tener mil veces la tentación de gritar: ‘Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?’. Un hombre que aceptó un hijo que no era biológicamente suyo; un hombre que aunque aquello parecía una locura confió en Dios y en su joven esposa; un hombre al que quizá desconcertaron los pasos, las costumbres y el contenido de las predicaciones de su hijo; un hombre que entregó la vida a un proyecto que él no había alumbrado.

Pidamos por intercesión del buen José crecer en la fe, confiar más en Dios Padre cuando parece que nos ha abandonado y sobre todo no abandonar a los demás.

Que él y María, su buena esposa, acompañen nuestro camino hacia la Pascua.

Este es el programa de Semana Santa de San Antón:



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Autor

José Manuel Vidal

Periodista y teólogo, es conocido por su labor de información sobre la Iglesia Católica. Dirige Religión Digital.

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