"Que ambos Papas nos ayuden a no escandalizarnos de las llagas de Cristo, que siempre espera, siempre perdona, porque siempre ama"
(José Manuel Vidal, Roma).- Un día para la Historia. Ante más de un millón de fieles, Francisco, acompañado por Benedicto XVI, el Papa emérito, elevó a los altares a Juan XXIII y a Juan Pablo II. La primera vez que un Papa canoniza a otros dos predecesores suyos. La primera vez que se canonizan a dos Papas juntos. La primavera de Francisco florece y une, en Roma, las dos almas (reformista y conservadora) de la Iglesia a través de sus dos iconos: el Papa Roncalli y el Papa Wojtyla.
Día nublado. No llueve, pero tampoco sale el sol. Alguien a mi lado dice: «Hay tantos soles en la plaza de San Pedro que es como si luciese también en el cielo».
No cabe un alfiler ni en la plaza ni en la via de la Conciliazione ni en sus alrededores. Algunos calculan ya más de millón y medio de peregrinos en Roma para asistir a la canonización de los dos Papas. Muchos de los que tienen sitio en el interior de la Plaza llevan aquí toda la noche. Otros han llegado a las cuatro o a las cinco de la mañana.
Desde la fachada de la Basilica, los tapices de los dos Papas sonríen, felices, a los fieles. Rodeando el altar, una alfombra de 30.000 rosas rojas, amarillas, naranjas y blancas procedente del Ecuador, el país de las rosas.
Llegan las autoridades a la plaza de San Pedro. Todo listo para que comience la canonización. Llega también al atrio de la plaza, el Papa emérito, acompañado de su secretario, en medio de una fuerte ovación. Benedicto XVI saluda, humilde, y se sienta en una silla más, al lado de los cardenales concelebrantes.
Los Reyes de España (La Reina con mantilla blanca) son recibidos por monseñor Gaenswein y se colocan en sus sitiales.
Llega también el presidente de Italia, Napolitano, y se dirige a saludar efusivamente al Papa emérito.
Sale la procesión del interior de la Basílica. Encabezados por varios patriarcas orientales, seguidos de más de 150 cardenales y cientos de obispos concelebrantes. Todos revestidos de blanco, como corresponde al domingo de la misericordia, octava de Pascua. De fondo, suenan las letanías de los santos.
Llega el Papa Francisco, que se apoya en el báculo plateado de Juan Pablo II. Besa el altar y lo inciensa, asi como al pueblo.Después se dirige a su sede, pero, de camino, se detiene a saludar al Papa emérito, con el que intercambia un fraterno abrazo. Y Ratzinger sonríe.
Comienza el rito de la canonización
El cardenal Amato pide al Papa que inscriba a los beatos Juan XXIII y Juan Pablo II en el libro de los santos por tres veces. El coro entona el Veni Creator Spiritus.
Y el Papa lo concede: «Declaramos y definimos santos a los beatos Juan XXIII y Juan Pablo II y los inscribimos en el catálogo de los santos». Y la Plaza prorrumpe en una sonora ovación, mientras el coro entona el Amén.
Llevan al altar las reliquias de los nuevos santos. Las de Juan XXIII, sus sobrinos nietos. Las de Juan Pablo II, la milagrada costarricense, Floribeth Mora.
Desde la sede, Francisco lo contempla todo en oración. Lleva gafas, quizás para no perderse nada.
El cardenal Amato agradece las canonizaciones y pide que sea publicada la carta apostólica de la canonización. «Lo ordenamos», dice el Papa. Y Francisco abraza al purpurado de la fábrica de los santos.
El coro entona el Gloria. Con la fuerza de las grandes ocasiones. El Papa Bueno y el Papa valiente ya son santos oficiales. Y, como tales, serán honrados por el pueblo católico.
Comienza la liturgia de la Palabra. La primera lectura de los Hechos de los Apóstoles: «Todos lso creyentes lo tenían todo en común».
Tras el aleluya, la primera carta de San Pedro en polaco y el Evangelio de Juan cantado en latin: «Entró Jesús, se puso en medio y les dijo ‘paz a vosotros’ y les enseñó las manos’…Como el Padre me ha enviado así os envio yo…Recibid e Espíritu Santo…A quienes perdonéis los pecados le quedna perdonados, a quienes se los retengáis le quedan retenidos…Tomás no los creía…’Si no meto la mano en el costado, no lo creo’…Dichosos los que crean sin haber visto».
Después, la proclamación del Evangelio en griego.
Algunas frases de la homilía del Papa
«En el centro de este domingo están las llagas gloriosas de Cristo resucitado»
«No estaba Tomás…»
«Aquel hombre sincero, acostumbrado a comprobar personalmente las cosas, se arrodilló ante Cristo»
«Las llagas de Jesús son un escándalo para la fe pero también la verificación de la fe»
«Po eso las llagas no desaparecen del cuerpo de Cristo»
«Dios es amor, misericordia y fidelidad»
«San Juan XXIII y San Juan Pablo II han tenido el valor de mirar las heridas de Jesús y tocar sus manos llagadas..No se avergonzaron de la carne de Cristo ni del hermano…En cada persona que sufría veían a Jesús».
«Han sido dos hombres valientes, llenos de la parresía del Espíritu santo y dieron testimonio de la bondad de Dios»
«Fueron sacerdotes, obispos y Papas del siglo XX»
«Conocieron sus tragedias, pero no se abrumaron»
«En ellos, fue más fuerte la misericordia de Dios»
«Dos hombres contemplativos»
«La esperanza y la alegría purificados en el crisol de la humillación en la cercanía a los pecadores hasta la náusea»
«Recibieron del pueblo de Dios un reconocimiento eterno»
«Esencia del Evangelio:el amor y la misericordia»
«Colaboraron con el Espíritu Santo para restaurar la Iglesia»
«Son los santos los que hacen crecer la Iglesia»
«En la convocatoria del Concilio, San Juan XXIII fue un pastor y un guía guiado por el Espíritu».
«Me gusta pensarlo como el papa de la docilidad al Espíritu Santo»
«San Juan Pablo II fue el Papa de la familia. Él mismo dijo que así le gustaría ser recordado»
«Que ambos pastores del pueblo de Dios intercedan por la Iglesia, para que en este camino sinodal sea dócil al Espíritu»
«Que nos ayuden a no escandalizarnos de las llagas de Cristo, que siempre espera, siempre perdona, porque siempre ama».
Texto completo de la homilía del Papa
En el centro de este domingo, con el que se termina la octava de pascua, y que Juan Pablo II quiso dedicar a la Divina Misericordia, están las llagas gloriosas de Cristo resucitado. Él ya las enseñó la primera vez que se apareció a los apóstoles la misma tarde del primer día de la semana, el día de la resurrección. Pero Tomás aquella tarde no estaba; y, cuando los demás le dijeron que habían visto al Señor, respondió que, mientras no viera y tocara aquellas llagas, no lo creería. Ocho días después, Jesús se apareció de nuevo en el cenáculo, en medio de los discípulos, y Tomás también estaba; se dirigió a él y lo invitó a tocar sus llagas. Y entonces, aquel hombre sincero, aquel hombre acostumbrado a comprobar personalmente las cosas, se arrodilló delante de Jesús y dijo: «Señor mío y Dios mío» (Jn 20,28).
Las llagas de Jesús son un escándalo para la fe, pero son también la comprobación de la fe. Por eso, en el cuerpo de Cristo resucitado las llagas no desaparecen, permanecen, porque aquellas llagas son el signo permanente del amor de Dios por nosotros, y son indispensables para creer en Dios. No para creer que Dios existe, sino para creer que Dios es amor, misericordia, fidelidad. San Pedro, citando a Isaías, escribe a los cristianos: «Sus heridas nos han curado» (1 P 2,24; cf. Is 53,5).
Juan XXIII y Juan Pablo II tuvieron el valor de mirar las heridas de Jesús, de tocar sus manos llagadas y su costado traspasado. No se avergonzaron de la carne de Cristo, no se escandalizaron de él, de su cruz; no se avergonzaron de la carne del hermano (cf. Is 58,7), porque en cada persona que sufría veían a Jesús. Fueron dos hombres valerosos, llenos de la parresia del Espíritu Santo, y dieron testimonio ante la Iglesia y el mundo de la bondad de Dios, de su misericordia.
Fueron sacerdotes, obispos y papas del siglo XX. Conocieron sus tragedias, pero no se abrumaron. En ellos, Dios fue más fuerte; fue más fuerte la fe en Jesucristo Redentor del hombre y Señor de la historia; en ellos fue más fuerte la misericordia de Dios que se manifiesta en estas cinco llagas; más fuerte la cercanía materna de María.
En estos dos hombres contemplativos de las llagas de Cristo y testigos de su misericordia había «una esperanza viva», junto a un «gozo inefable y radiante» (1 P 1,3.8). La esperanza y el gozo que Cristo resucitado da a sus discípulos, y de los que nada ni nadie les podrá privar. La esperanza y el gozo pascual, purificados en el crisol de la humillación, del vaciamiento, de la cercanía a los pecadores hasta el extremo, hasta la náusea a causa de la amargura de aquel cáliz. Ésta es la esperanza y el gozo que los dos papas santos recibieron como un don del Señor resucitado, y que a su vez dieron abundantemente al Pueblo de Dios, recibiendo de él un reconocimiento eterno.
Esta esperanza y esta alegría se respiraba en la primera comunidad de los creyentes, en Jerusalén, como se nos narra en los Hechos de los Apóstoles (cf. 2,42-47). Es una comunidad en la que se vive la esencia del Evangelio, esto es, el amor, la misericordia, con simplicidad y fraternidad.
Y ésta es la imagen de la Iglesia que el Concilio Vaticano II tuvo ante sí. Juan XXIII y Juan Pablo II colaboraron con el Espíritu Santo para restaurar y actualizar la Iglesia según su fisionomía originaria, la fisionomía que le dieron los santos a lo largo de los siglos. No olvidemos que son precisamente los santos quienes llevan adelante y hacen crecer la Iglesia. En la convocatoria del Concilio, Juan XXIII demostró una delicada docilidad al Espíritu Santo, se dejó conducir y fue para la Iglesia un pastor, un guía-guiado. Éste fue su gran servicio a la Iglesia; fue el Papa de la docilidad al Espíritu.
En este servicio al Pueblo de Dios, Juan Pablo II fue el Papa de la familia. Él mismo, una vez, dijo que así le habría gustado ser recordado, como el Papa de la familia. Me gusta subrayarlo ahora que estamos viviendo un camino sinodal sobre la familia y con las familias, un camino que él, desde el Cielo, ciertamente acompaña y sostiene.
Que estos dos nuevos santos pastores del Pueblo de Dios intercedan por la Iglesia, para que, durante estos dos años de camino sinodal, sea dócil al Espíritu Santo en el servicio pastoral a la familia. Que ambos nos enseñen a no escandalizarnos de las llagas de Cristo, a adentrarnos en el misterio de la misericordia divina que siempre espera, siempre perdona, porque siempre ama.