Recordó que mañana se publicará su encíclica sobre el medio ambiente, sobre "nuestra casa que está siendo arruinada y por la que sufren todos, especialmente los más pobres. Francisco quiere que el texto suponga "un llamamiento a la responsabilidad"
(Jesús Bastante).- «El amor de Dios es más fuerte que la muerte. Pero no se debe negar el derecho al llanto: también Jesús lloró ante el luto en familia«. El Papa Francisco lanzó hoy un llamamiento a la esperanza ante cualquier problema, especialmente la muerte de los seres queridos, «un agujero negro que se abre en la vida de las familias«, porque «la muerte no es la última palabra».
Luce el sol en una plaza de san Pedro abarrotada. El Papa camina con tranquilidad entre la gente, se detiene a bendecir a ancianas en sillas de ruedas, a bendecir a niños (uno de ellos con una camiseta del Barça de Messi) o a intercambiarse el solideo con una joven.
El Evangelio de hoy, de San Lucas, relata el encuentro con la viuda de Naín. «No llores. Muchacho, a ti te lo digo, levántate», y la resurrección del hijo. Francisco recordó esta «escena muy conmovedora», que «muestra el afecto de Jesús por quien sufre», y su «poder sobre la muerte».
«La muerte es una experiencia que viven todas las familias, sin excepción alguna. Forma parte de la vida«, subrayó el Pontífice, señalando cómo la pérdida de un hijo o una hija «es particularmente trágica, porque contradice la naturaleza». «Es como si se parase el tiempo, se abre una vorágine que engulle el pasado y el futuro», indicó Bergoglio, quien recordó a muchas familias que llegan a la misa en Casa Santa Marta con la foto de alguno de sus hijos fallecidos.
«La muerte de un hijo toca profundamente, toda la familia queda paralizada», añadió. También la de los padre. «Hay muchas preguntas sin respuesta. ¿Dónde están papá y mamá? En el cielo. Pero, ¿por qué no los veo? Esta demanda que cubre una angustia en el corazón del niño huérfano».
«Nunca se tiene la experiencia suficiente para explicar lo que ha pasado -reconoció Francisco-. ¿Cuándo vuelve papá? ¿Cuándo vuelve mamá? ¿Qué respondes? El niño sufre… Es así la muerte en la familia».
La muerte, añadió el Papa, «es un agujero negro que se abre en la vida de la familia, a la que no sabemos dar respuesta, y muchos, y lo entiendo, le echan la culpa a Dios, se enfadan con El: ¿Por qué me has quitado a mi hijo? Dios no existe, ¿por qué ha hecho esto?«. Una rabia que «viene de lo más profundo del dolor del corazón. La pérdida de un hijo, o de un padre, es un gran dolor. Y eso sucede continuamente en la familia».
«Pero la muerte física, odio, envidia, soberbia, avaricia,…. el pecado del mundo que trabaja para la muerte, y la hace más dolorosa e injusta», advirtió Francisco, quien denunció la «absurda normalidad» y la «indiferencia» con la que algunos reciben la muerte de otros. «El Señor nos libre de habituarnos a esto».
Pese a todos, «muchas familias demuestran que la muerte no es la última palabra. Esto es un auténtico acto de fe», apuntó el Papa, quien incidió en que «el luto, aunque terrible, tiene la fuerza de custodiar la fe y el amor» pues «Dios no abandona a ninguno de nosotros».
«El Señor ha vencido a la muerte. No somos comparsas. La esperanza está en las manos fuertes y buenas de Dios. Es amor es mucho más fuerte que la muerte, y nos custodiará hasta el día en que toda lágrima sea enjugada, cuando ya no habrá muerte, ni luto, ni lamento, ni afán».
Por ello, reclamó «generar una solidaridad en el ámbito familiar. Una nueva apertura al dolor de otras familias. Una nueva fraternidad con las familias que nacen y renacen en la esperanza».
Francisco recordó la última frase del Evangelio de hoy. «Después de que Jesús devuelve a la vida a este joven, dice el Evangelio que ‘lo restituyó a su madre’. Esta es nuestra esperanza: el señor nos restituirá a todos, y nos encontraremos juntos».
«Esta esperanza protege de la visión nihilista del amor, como falsa consolación del mundo. La verdad cristiana no debe mezclarse con mitologías de varios géneros, cayendo en supersticiones, antiguas o modernas», apuntó, señalando que «no se debe negar el derecho al llanto», porque «la muerte no tiene la última palabra, no nos debe envenenar la vida ni arrojarnos al vacío».
«Podemos consolarnos unos a otros sabiendo que Dios ha vencido a la muerte de una vez por todas», indicó. «Sin negar el derecho al llanto -manifestó el Vicario de Cristo-, el sentir la ausencia de uno de nosotros nos permite también percibir más concreto y cercano el sacrificio de Cristo, que murió, resucitó y fue glorificado por el Padre, y su irrevocable promesa de llevar consigo a todos los suyos a la vida eterna. El amor de Dios es más fuerte que muerte».
Para concluir exhortando a pedir al buen Pastor «que nos acompañe en el momento de la última soledad, que él ya ha atravesado y conoce bien el paso oscuro de esta vida a la otra, a la gloria».
En su saludo en italiano, el Papa recordó que mañana se publicará su encíclica sobre el medio ambiente, sobre «nuestra casa que está siendo arruinada y por la que sufren todos, especialmente los más pobres. Francisco quiere que el texto suponga «un llamamiento a la responsabilidad, sobre la base del mandamiento que Dios ha dado al ser humano en la creación: cultivar y custodiar el jardín donde nos han colocado»
«Invito a todos a acoger con ánimo abierto este documento, que está en la línea de la Doctrina Social de la Iglesia, señaló.
A su vez, indicó que este domingo se conmemora la jornada mundial del refugiado. Por ello, pidió que «recemos por tantos hermanos refugiados que buscan resguardo fuera de su tierra, que buscan una casa donde poder vivir sin temor, porque sean siempre respetados en su dignidad».
«Pido que la comunidad internacional trabaje para prevenir las causas de la emigración forzada. E invito a todos a pedir perdón por las personas e instituciones que cierran la puerta a esta gente que busca un hogar, que busca una familia, que busca una ayuda», concluyó Bergoglio.
Texto completo de la catequesis del Papa traducido del italiano
La familia. El luto
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En el recorrido de catequesis sobre la familia, hoy tomamos directamente inspiración del episodio narrado por el evangelista Lucas, que acabamos de escuchar (cfr. Lc 7,11-15). Es una escena muy conmovedora, que nos muestra la compasión de Jesús por quien sufre – en este caso, una viuda que ha perdido a su único hijo – y nos muestra también la potencia de Jesús sobre la muerte.
La muerte es una experiencia que concierne a todas las familias, sin ninguna excepción. Es parte de la vida; sin embargo, cuando toca a los afectos familiares, la muerte no nos parece jamás natural. Para los padres, sobrevivir a los propios hijos es algo particularmente desgarrador, que contradice la naturaleza elemental de las relaciones que dan sentido a la familia misma. La pérdida de un hijo o de una hija es como si detuviera el tiempo: se abre un abismo que traga el pasado y también el futuro. La muerte, que se lleva el hijo pequeño o joven, es una bofetada a las promesas, a los dones y sacrificios de amor alegremente entregados a la vida que hemos hecho nacer. Tantas veces vienen a misa en Santa Marta padres con la foto de un hijo, una hija, niño, muchacho, muchacha y me dicen: «se fue». La mirada es tan dolorida. La muerte toca y cuando es un hijo toca profundamente. Toda la familia queda paralizada, enmudecida. Y algo similar sufre el niño que se queda solo, por la pérdida de un padre, o de ambos. Esa pregunta: «¿dónde está papá?» «¿Dónde está mamá?» – Está en el cielo. «¿Pero por qué no lo veo?» Esta pregunta que cubre una angustia en el corazón del niño o la niña. Se queda solo. El vacío del abandono que se abre dentro de él es aún más angustiante por el hecho que no tiene ni siquiera la experiencia suficiente para «dar un nombre» a aquello que ha sucedido. «¿Cuándo vuelve papá?» «¿Cuándo vuelve mamá?» ¿Qué se responde? Y el niño sufre. Y así es la muerte en familia.
En estos casos la muerte es como un agujero negro que se abre en la vida de las familias y a la cual no sabemos dar explicación. Y a veces, se llega incluso a dar la culpa a Dios. Pero cuánta gente – yo los entiendo – se enoja con Dios, blasfema: «¿Por qué me has quitado el hijo, la hija? ¡Dios no está, no existe! ¿Por qué hizo esto?» Tantas veces hemos escuchado esto. Pero esta rabia es un poco aquello que viene del corazón, del gran dolor. La pérdida de un hijo o de una hija, del papá o de la mamá es un gran dolor. Y esto sucede continuamente en las familias. En estos casos, he dicho, la muerte es casi como un agujero.
Pero la muerte física tiene «cómplices» que son aún peores que ella y que se llaman odio, envidia, soberbia, avaricia; en resumen, el pecado del mundo que trabaja para la muerte y la hace todavía más dolorosa e injusta. Los afectos familiares aparecen como las víctimas predestinadas e indefensas de estas potencias auxiliares de la muerte, que acompañan la historia del hombre. Pensemos en la absurda «normalidad» con la cual, en ciertos momentos y en ciertos lugares, los eventos que agregan horror a la muerte son provocados por el odio y por la indiferencia de otros seres humanos. ¡El Señor nos libere de acostumbrarnos a esto!
En el pueblo de Dios, con la gracia de su compasión donada en Jesús, tantas familias demuestran, con los hechos, que la muerte no tiene la última palabra y esto es un verdadero acto de fe. Todas las veces que la familia en el luto – incluso terrible – encuentra la fuerza para custodiar la fe y el amor que nos unen a aquellos que amamos, impide a la muerte, ya ahora, que se tome todo. La oscuridad de la muerte debe ser afrontada con un trabajo de amor más intenso. «¡Dios mío, aclara mis tinieblas!», es la invocación de la liturgia de la tarde. En la luz de la Resurrección del Señor, que no abandona a ninguno de aquellos que el Padre le ha confiado, nosotros podemos sacar a la muerte su «aguijón», como decía el apóstol Pablo (1 Cor 15,55); podemos impedirle avenenarnos la vida, de hacer vanos nuestros afectos, de hacernos caer en el vacío más oscuro.
En esta fe, podemos consolarnos unos a otros, sabiendo que el Señor ha vencido la muerte de una vez por todas. Nuestros seres queridos no desaparecieron en la oscuridad de la nada: la esperanza nos asegura que ellos están en las manos buenas y fuertes de Dios. El amor es más fuerte que la muerte. Por esto el camino es hacer crecer el amor, hacerlo más sólido, y el amor nos custodiará hasta el día en el cual cada lágrima será secada, cuando «no habrá más muerte, ni pena, ni queja, ni dolor» (Ap 21,4). Si nos dejamos sostener por esta fe, la experiencia del luto puede generar una más fuerte solidaridad de los vínculos familiares, una nueva apertura al dolor de otras familias, una nueva fraternidad con las familias que nacen y renacen en la esperanza. Nacer y renacer en la esperanza, esto nos da la fe. Pero yo quisiera subrayar la última frase del Evangelio que hoy hemos escuchado. Después que Jesús trae de nuevo a la vida a este joven, hijo de la mamá que era viuda, dice el Evangelio: «Jesús lo devolvió a su madre». ¡Y ésta es nuestra esperanza! ¡Todos nuestros seres queridos que se han ido, todos el Señor los restituirá a nosotros y con ellos no encontraremos juntos y esta esperanza no decepciona! Recordemos bien este gesto de Jesús; «Y Jesús lo restituyó a su madre». ¡Así hará el Señor con todos nuestros seres queridos de la familia!
Esta fe nos protege de la visión nihilista de la muerte, como también de las falsas consolaciones del mundo, de modo que la verdad cristiana «corra el riesgo de mezclarse con mitologías de varios géneros cediendo a los ritos de la superstición, antigua o moderna» (Benedicto XVI, Ángelus del 2 de noviembre 2008).
Hoy es necesario que los Pastores y todos los cristianos expresen de manera más concreta el sentido de la fe en relación a la experiencia familiar del luto. No se debe negar el derecho al llanto – ¡debemos llorar en el luto! También Jesús «rompió a llorar» y estaba «profundamente turbado» por el grave luto de una familia que amaba (Jn 11,33-37). Podemos más bien tomar del testimonio simple y fuerte de tantas familias que ha sabido captar, en el durísimo pasaje de la muerte, también el seguro pasaje del Señor, crucificado y resucitado, con su irrevocable promesa de resurrección de los muertos. El trabajo del amor de Dios es más fuerte del trabajo de la muerte. ¡Es de aquel amor, es precisamente de aquel amor, que debemos hacernos «cómplices» activos con nuestra fe! Y recordemos aquel gesto de Jesús: «Y Jesús lo restituyó a su madre», así hará con todos nuestros seres queridos y con nosotros cuando nos encontraremos, cuando la muerte será definitivamente vencida en nosotros. Ella está vencida por la cruz de Jesús. ¡Jesús nos restituirá en familia a todos! Gracias.
Éste fue el saludo en castellano del Papa Francisco:
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy deseo reflexionar sobre el luto en familia por la pérdida de alguno de sus miembros. Por más que la muerte forme parte de la vida cotidiana, nunca nos parece algo natural. Provoca un dolor desgarrador y un desconcierto que no sabemos explicar, y a veces hasta echamos la culpa a Dios. Sin embargo, con la gracia divina, muchas familias muestran que la muerte no tiene la última palabra. La fe y el amor que nos unen a quienes amamos impiden que la partida de este mundo se lo lleve todo, que nos envenene la vida y nos haga caer en el vacío.
En esta fe podemos consolarnos unos a otros, sabiendo que el Señor ha vencido a la muerte de una vez por todas. Y la esperanza nos asegura que nuestros difuntos están en las manos fuertes y buenas de Dios. Así, la experiencia del luto puede ayudar a estrechar aún más los lazos familiares, a unirnos en dolor con otras familias y en la esperanza.
Sin negar el derecho al llanto, el sentir la ausencia de uno de nosotros nos permite también percibir más concreto y cercano el sacrificio de Cristo, que murió, resucitó y fue glorificado por el Padre, y su irrevocable promesa de llevar consigo a todos los suyos a la vida eterna. El amor de Dios es más fuerte que muerte.
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Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los venidos de España y Latinoamerica. Pidamos a buen Pastor que nos acompañe en el momento de la última soledad, que él ya ha atravesado y conoce bien el paso oscuro de esta vida a la otra, a la gloria. Muchas gracias.