Jesús siente sobre su piel incluso la indiferencia: nadie quiere asumir la responsabilidad de su destino
(José M. Vidal).- Solemne misa de Ramos en la Plaza de San Pedro. El Papa Francisco, acompañado por los cardenales, procesiona y, después, preside la solemne eucaristía. En la homilía, pide a los creyentes que estos días miren al crucifijo, «la cátedra de Dios», al tiempoq ue denuncia que «nadie quiere asumir la responsabilidad dle destino de lso refugiados». Lo mismo que le pasó a Jesús.
Los cardenales, con casullas rojas, lucen sus palmas blancas y trenzadas, en una larga procesión desde el obelisco al latar de la plaza de San Pedro, que cierra el Papa.
Algunas de las frases de la homilía del Papa
«Si éstos callasen, gritarán las piedras»
«La auténtica alegría permanece y da la paz»
«Sólo Jesús nos salva del pecado, de la muerte, del miedo y de la tristeza»
«El Señor no nos salvó mediante potentes milagros»
«Jesús renunció a la gloria de hijo de Dios»
«Vivió entre nosotros como siervo y, por eso, se humilló»
«Una humillación que parece no tener fin»
«El Señor se abaja»
«No podemos amar sin hacernos primero amar por Él»
«El amor auténtico consiste en el servicio concreto»
«La humillación de Jesús se fa extrema en la pasión»
«Vendido por 30 denarios y traicionado por un discípulo, al que había elegido y había llamado amigo»
«Pedro lo niega tres veces»
«Sufre violencias atroces»
«Sufre la condena indigna de las autoridades religiosas y políticas»
«Jesús siente sobre su piel incluso la indiferencia: nadie quiere asumir la responsabilidad de su destino»
«Pienso en tantos marginados y prófugos y refugiados, de los que nadie quiere asumir la responsabilidad de su destino»
«Muerte de cruz, más dolorosa e infamante, reservada a los criminales»
«En la cruz experimenta también el misterioso abandono del Padre»
«Jesús revela el rostro auténtico de Dios, que es misericordia»
«Estamos llamadoa a seguir su vía: la via del servicio y del don»
«Estos días miremos al crucifijo, que es la cátedra de Dios»
«Les invito a mirar a menudo esta cátedra de Dios, para aprender el amor humilde que salva y da la vida»
«Pidamos la gracia de entender al menos algo de este misterio»
«En silencio, contemplemos el misterio de esta semana»
Texto completo de la homilía del Papa
«¡Bendito el que viene en nombre del Señor!» (Cf. Lc 19,38), gritaba la muchedumbre de Jerusalén acogiendo a Jesús. Hemos hecho nuestro aquel entusiasmo, agitando las palmas y los ramos de olivo hemos expresado la alabanza y el gozo, el deseo de recibir a Jesús que viene a nosotros. Del mismo modo que entró en Jerusalén, desea también entrar en nuestras ciudades y en nuestras vidas. Así como lo ha hecho en el Evangelio, cabalgando sobre un simple pollino, viene a nosotros humildemente, pero viene «en el nombre del Señor»: con el poder de su amor divino perdona nuestros pecados y nos reconcilia con el Padre y con nosotros mismos. Jesús está contento de la manifestación popular de afecto de la gente, y ante la protesta de los fariseos para que haga callar a quien lo aclama, responde: «si estos callan, gritarán las piedras» (Lc 19,40).
Nada pudo detener el entusiasmo por la entrada de Jesús; que nada nos impida encontrar en él la fuente de nuestra alegría, de la alegría auténtica, que permanece y da paz; porque sólo Jesús nos salva de los lazos del pecado, de la muerte, del miedo y de la tristeza. Sin embargo, la Liturgia de hoy nos enseña que el Señor no nos ha salvado con una entrada triunfal o mediante milagros poderosos. El apóstol Pablo, en la segunda lectura, sintetiza con dos verbos el recorrido de la redención: «se despojó» y «se humilló» a sí mismo (Fil 2,7.8). Estos dos verbos nos dicen hasta qué extremo ha llegado el amor de Dios por nosotros. Jesús se despojó de sí mismo: renunció a la gloria de Hijo de Dios y se convirtió en Hijo del hombre, para ser en todo solidario con nosotros pecadores, él que no conoce el pecado.
Pero no solamente esto: ha vivido entre nosotros en una «condición de esclavo» (v. 7): no de rey, ni de príncipe, sino de esclavo. Se humilló y el abismo de su humillación, que la Semana Santa nos muestra, parece no tener fondo. El primer gesto de este amor «hasta el extremo» (Jn 13,1) es el lavatorio de los pies. «El Maestro y el Señor» (Jn 13,14) se abaja hasta los pies de los discípulos, como solamente hacían lo siervos. Nos ha enseñado con el ejemplo que nosotros tenemos necesidad de ser alcanzados por su amor, que se vuelca sobre nosotros; no puede ser de otra manera, no podemos amar sin dejarnos amar antes por él, sin experimentar su sorprendente ternura y sin aceptar que el amor verdadero consiste en el servicio concreto. Pero esto es solamente el inicio.
La humillación que sufre Jesús llega al extremo en la Pasión: es vendido por treinta monedas y traicionado por un beso de un discípulo que él había elegido y llamado amigo. Casi todos los otros huyen y lo abandonan; Pedro lo niega tres veces en el patio del templo. Humillado en el espíritu con burlas, insultos y salivazos; sufre en el cuerpo violencias atroces, los golpes, los latigazos y la corona de espinas desfiguran su aspecto haciéndolo irreconocible. Sufre también la infamia y la condena inicua de las autoridades, religiosas y políticas: es hecho pecado y reconocido injusto.
Pilato lo envía posteriormente a Herodes, y este lo devuelve al gobernador romano; mientras le es negada toda justicia, Jesús experimenta en su propia piel también la indiferencia, pues nadie quiere asumirse la responsabilidad de su destino. El gentío que apenas unos días antes lo aclamaba, transforma las alabanzas en un grito de acusación, prefiriendo incluso que en lugar de él sea liberado un homicida. Llega de este modo a la muerte en cruz, dolorosa e infamante, reservada a los traidores, a los esclavos y a los peores criminales. La soledad, la difamación y el dolor no son todavía el culmen de su anonadamiento. Para ser en todo solidario con nosotros, experimenta también en la cruz el misterioso abandono del Padre. Sin embargo, en el abandono, ora y confía: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46).
Suspendido en el patíbulo, además del escarnio, afronta también la última tentación: la provocación a bajar de la cruz, a vencer el mal con la fuerza, y a mostrar el rostro de un Dios potente e invencible. Jesús en cambio, precisamente aquí, en el culmen del anonadamiento, revela el rostro auténtico de Dios, que es misericordia. Perdona a sus verdugos, abre las puertas del paraíso al ladrón arrepentido y toca el corazón del centurión. Si el misterio del mal es abismal, infinita es la realidad del Amor que lo ha atravesado, llegando hasta el sepulcro y los infiernos, asumiendo todo nuestro dolor para redimirlo, llevando luz donde hay tinieblas, vida donde hay muerte, amor donde hay odio. Nos pude parecer muy lejano a nosotros el modo de actuar de Dios, que se ha humillado por nosotros, mientras a nosotros nos parece difícil olvidarnos un poco de nosotros mismos.
Él renunció a sí mismo por nosotros; ¡Cuánto nos cuesta a nosotros renunciar a alguna cosa por él y por los otros! Pero si queremos seguir al Maestro, más que alegrarnos porque el viene a salvarnos, estamos llamados a elegir su camino: el camino del servicio, de la donación, del olvido de uno mismo. Podemos aprender este camino deteniéndonos en estos días a mirar el Crucifijo, la «catedra de Dios», para aprender el amor humilde, que salva y da la vida, para renunciar al egoísmo, a la búsqueda del poder y de la fama. Estamos atraídos por las miles vanas ilusiones del aparentar, olvidándonos de que «el hombre vale más por lo que es que por lo que tiene» (Gaudium et spes, 35); con su humillación, Jesús nos invita a purificar nuestra vida. Volvamos a él la mirada, pidamos la gracia de entender algo de su anonadación por nosotros; reconozcámoslo Señor de nuestra vida y respondamos a su amor infinito con un poco de amor