Hoy, en varias partes del mundo, a veces en un clima de silencio, y no es raro que sea un silencio cómplice, muchos cristianos son marginados, calumniados, discriminados, víctimas de una violencia incluso mortal
(Jesús Bastante).- Confesión, persecución, oración. Estas tres palabras fueron el eje sobre el que giró la homilía del Papa Francisco en la festividad de Pedro y Pablo. En una abarrotada plaza de San Pedro, y momentos después de conocerse la marcha del cardenal Pell, Bergoglio impuso el palio a los nuevos arzobispos, y se preguntó «si somos cristianos de salón, de esos que comentan cómo van las cosas en la Iglesia y en el mundo, o si somos apóstoles en camino, que confiesan a Jesús con la vida porque lo llevan en el corazón».
¿Qué tipo de cristianos somos? Francisco hizo estas reflexiones después de procesionar hasta el altar, acompañado por un delegado del patriarca Bartolomé, en lo que Bergoglio destacó como «una señal de comunión apostólica». Como gesto, junto al coro de la Capilla Sixtina, también intervinieron en la misa (que contó con la presencia de los cinco nuevos cardenales) un coro luterano y otro de la Universidad estadounidense de Columbia.
En su homilía, Francisco comenzó recordando la pregunta de Jesús a Pedro: «¿Quién decís que soy yo?». «Esta es la confesión: reconocer que Jesús es el Mesías esperado, el Dios vio, el Señor de la propia vida». Una pregunta «esencial», afirmó el Papa, que dirige a todos, pero especialmente a los pastores. «Es la pregunta decisiva ante la que no valen respuestas circunstanciales, porque está juego la vida, y la pregunta exige una respuesta de vida».
«De poco sirve conocer los artículos de fe, si no se reconoce a Jesús como el Señor de la Vida», prosiguió el Papa. ¿Quién es Jesús para ti? «¿Es todavía la orientación de tu corazón, la razón de tu esperanza, tu confianza inquebrantable?», se preguntó, invitando a los pastores a «renovar nuestra opción de vida como discípulos y apóstoles».
Una pregunta que implica «ser suyos, no sólo de palabra, sino con las obras y con nuestra vida». «Preguntémonos -pidió el Papa- si somos cristianos de salón, de esos que comentan cómo van las cosas en la Iglesia, en el mundo, o si somos apóstoles en camino, que confiesan a Jesús con la vida, porque lo llevan en el corazón«.
Porque «quien confiesa a Jesús sabe que no ha de dar sólo opiniones, sino dar la vida; sabe que no puede creer con tibieza, sino que está llamado a arder por amor. Sabe que en la vida no puede conformarse con vivir al día o acomodarse, sino que tiene que correr el riesgo de ir mar adentro».
Quien confiesa a Jesús «se comporta como Pedro y Pablo, lo sigue hasta el final, y lo sigue en su camino, no en nuestros caminos. Su camino es el camino de la vida nueva, de la alegría y de la Resurrección, el camino que pasa también por la cruz y la persecución».
Esa es la segunda palabra: persecución. «No solo Pedro y Pablo han derramado sangre por Cristo, sino que toda la comunidad fue perseguida en los comienzos», recordó Bergoglio, quien insistió en que «incluso hoy, en varias partes del mundo, a veces en un clima de silencio, y no es raro que sea un silencio cómplice, muchos cristianos son marginados, calumniados, discriminados, víctimas de una violencia incluso mortal, a menudo sin que los que podrían hacer que se respetaran sus derechos hagan nada».
Frente a ello, la opción de Pablo, para quien «vivir la vida es vivir a Cristo crucificado, que ha dado la vida por él. Siguió al maestro ofreciendo su propia vida. Sin la cruz no hay Cristo, pero sin la cruz no puede haber tampoco un cristiano». Y «soportar los males», que «no es solo tener paciencia y resignación, es imitar a Jesús, cargar el peso sobre los hombros por él y por los demás, es aceptar la cruz avanzando con confianza, porque no estamos solos. El Señor crucificado y resucitado está con nosotros«.
De este modo, añadió, «con Pablo, podemos decir que todos estamos atribulados pero no aplastados, perseguidos pero no abandonados«. Como Pablo, que «vivió para Jesús y para los demás», que «vivió corriendo, sin escatimar esfuerzos, que conservó no la salud, sino la fe, es decir la confesión de Cristo». «Por amor a Jesús superó las pruebas, las humillaciones y los sufrimientos, que no se deben buscar sino aceptar».
Finalmente, la oración, que «es el agua indispensable que alimenta la esperanza y hacer crecer la confianza. La oración nos hace sentir amados y nos permite amar, nos hace ir adelante en los momentos más oscuros, porque enciende la luz de Dios, Nos sostiene a todos y nos ayuda a superar las pruebas».
Francisco puso el ejemplo de la comunidad de Roma, que rezaba incesantemente cuando Pedro estuvo preso. «Una Iglesia que reza está protegida por el Señor, y camina acompañada por él. Orar es encomendarle el camino para que nos proteja La oración es la fuera que nos une y nos sostiene, es el remedio contra el aislamiento y la suficiencia».
«Sin oración -concluyó el Papa- no se abrirán las cárceles interiores que nos mantienen prisioneros«. «Que los santos apóstoles nos otorguen un corazón como el suyo, cansado y pacificado por la oración. Cansado porque vive, toca, intercede, lleno de muchas personas y situaciones, pero al mismo tiempo pacificado porque el Espíritu trae consuelo y fortaleza cuando se ora».
Homilía del papa:
La liturgia de hoy nos ofrece tres palabras fundamentales para la vida del apóstol: confesión, persecución, oración.
La confesión es la de Pedro en el Evangelio, cuando el Señor pregunta, ya no de manera general, sino particular. Jesús, en efecto, pregunta primero: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?» (Mt 16,13). Y de esta «encuesta» se revela de distintas maneras que la gente considera a Jesús un profeta. Es entonces cuando el Maestro dirige a sus discípulos la pregunta realmente decisiva: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (v. 15). A este punto, responde sólo Pedro: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo» (v. 16). Esta es la confesión: reconocer que Jesús es el Mesías esperado, el Dios vivo, el Señor de nuestra vida.
Jesús nos hace también hoy a nosotros esta pregunta esencial, la dirige a todos, pero especialmente a nosotros pastores. Es la pregunta decisiva, ante la que no valen respuestas circunstanciales porque se trata de la vida: y la pregunta sobre la vida exige una respuesta de vida. Pues de poco sirve conocer los artículos de la fe si no se confiesa a Jesús como Señor de la propia vida. Él nos mira hoy a los ojos y nos pregunta: «¿Quién soy yo para ti?». Es como si dijera: «¿Soy yo todavía el Señor de tu vida, la orientación de tu corazón, la razón de tu esperanza, tu confianza inquebrantable?». Como san Pedro, también nosotros renovamos hoy nuestra opción de vida como discípulos y apóstoles; pasamos nuevamente de la primera a la segunda pregunta de Jesús para ser «suyos», no sólo de palabra, sino con las obras y con nuestra vida.
Preguntémonos si somos cristianos de salón, de esos que comentan cómo van las cosas en la Iglesia y en el mundo, o si somos apóstoles en camino, que confiesan a Jesús con la vida porque lo llevan en el corazón. Quien confiesa a Jesús sabe que no ha de dar sólo opiniones, sino la vida; sabe que no puede creer con tibieza, sino que está llamado a «arder» por amor; sabe que en la vida no puede conformarse con «vivir al día» o acomodarse en el bienestar, sino que tiene que correr el riesgo de ir mar adentro, renovando cada día el don de sí mismo. Quien confiesa a Jesús se comporta como Pedro y Pablo: lo sigue hasta el final; no hasta un cierto punto sino hasta el final, y lo sigue en su camino, no en nuestros caminos. Su camino es el camino de la vida nueva, de la alegría y de la resurrección, el camino que pasa también por la cruz y la persecución.
Y esta es la segunda palabra, persecución. No fueron sólo Pedro y Pablo los que derramaron su sangre por Cristo, sino que desde los comienzos toda la comunidad fue perseguida, como nos lo ha recordado el libro de los Hechos de los Apóstoles (cf. 12,1). Incluso hoy en día, en varias partes del mundo, a veces en un clima de silencio -un silencio con frecuencia cómplice-, muchos cristianos son marginados, calumniados, discriminados, víctimas de una violencia incluso mortal, a menudo sin que los que podrían hacer que se respetaran sus sacrosantos derechos hagan nada para impedirlo.
Por otra parte, me gustaría hacer hincapié especialmente en lo que el Apóstol Pablo afirma antes de «ser -como escribe- derramado en libación» (2 Tm 4,6). Para él la vida es Cristo (cf. Flp 1,21), y Cristo crucificado (cf. 1 Co 2,2), que dio su vida por él (cf. Ga 2,20). De este modo, como fiel discípulo, Pablo siguió al Maestro ofreciendo también su propia vida. Sin la cruz no hay Cristo, pero sin la cruz no puede haber tampoco un cristiano. En efecto, «es propio de la virtud cristiana no sólo hacer el bien, sino también saber soportar los males» (Agustín, Disc. 46.13), como Jesús. Soportar el mal no es sólo tener paciencia y continuar con resignación; soportar es imitar a Jesús: es cargar el peso, cargarlo sobre los hombros por él y por los demás. Es aceptar la cruz, avanzando con confianza porque no estamos solos: el Señor crucificado y resucitado está con nosotros. Así, como Pablo, también nosotros podemos decir que estamos «atribulados en todo, mas no aplastados; apurados, mas no desesperados; perseguidos, pero no abandonados» (2 Co 4,8-9).
Soportar es saber vencer con Jesús, a la manera de Jesús, no a la manera del mundo. Por eso Pablo -lo hemos oímos- se considera un triunfador que está a punto de recibir la corona (cf. 2 Tm 4,8) y escribe: «He combatido el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe» (v. 7). Su comportamiento en la noble batalla fue únicamente no vivir para sí mismo, sino para Jesús y para los demás. Vivió «corriendo», es decir, sin escatimar esfuerzos, más bien consumándose. Una cosa dice que conservó: no la salud, sino la fe, es decir la confesión de Cristo. Por amor a Jesús experimentó las pruebas, las humillaciones y los sufrimientos, que no se deben nunca buscar, sino aceptarse. Y así, en el misterio del sufrimiento ofrecido por amor, en este misterio que muchos hermanos perseguidos, pobres y enfermos encarnan también hoy, brilla el poder salvador de la cruz de Jesús.
La tercera palabra es oración. La vida del apóstol, que brota de la confesión y desemboca en el ofrecimiento, transcurre cada día en la oración. La oración es el agua indispensable que alimenta la esperanza y hace crecer la confianza. La oración nos hace sentir amados y nos permite amar. Nos hace ir adelante en los momentos más oscuros, porque enciende la luz de Dios. En la Iglesia, la oración es la que nos sostiene a todos y nos ayuda a superar las pruebas. Nos lo recuerda la primera lectura: «Mientras Pedro estaba en la cárcel bien custodiado, la Iglesia oraba insistentemente a Dios por él» (Hch 12,5). Una Iglesia que reza está protegida por el Señor y camina acompañada por él. Orar es encomendarle el camino, para que nos proteja. La oración es la fuerza que nos une y nos sostiene, es el remedio contra el aislamiento y la autosuficiencia que llevan a la muerte espiritual. Porque el Espíritu de vida no sopla si no se ora y sin oración no se abrirán las cárceles interiores que nos mantienen prisioneros.
Que los santos Apóstoles nos obtengan un corazón como el suyo, cansado y pacificado por la oración: cansado porque pide, toca e intercede, lleno de muchas personas y situaciones para encomendar; pero al mismo tiempo pacificado, porque el Espíritu trae consuelo y fortaleza cuando se ora. Qué urgente es que en la Iglesia haya maestros de oración, pero que sean ante todo hombres y mujeres de oración, que viven la oración.
El Señor interviene cuando oramos, él, que es fiel al amor que le hemos confesado y que nunca nos abandona en las pruebas. Él acompañó el camino de los Apóstoles y os acompañará también a vosotros, queridos hermanos Cardenales, aquí reunidos en la caridad de los Apóstoles que confesaron la fe con su sangre. Estará también cerca de vosotros, queridos hermanos Arzobispos que, recibiendo el palio, seréis confirmados en vuestro vivir para el rebaño, imitando al Buen Pastor, que os sostiene llevándoos sobre sus hombros. El mismo Señor, que desea ardientemente ver a todo su rebaño reunido, bendiga y custodie también a la Delegación del Patriarcado Ecuménico, y al querido hermano Bartolomé, que la ha enviado como señal de comunión apostólica.