Francisco canoniza a Faustino Míguez, Da Acri y los mártires de Tlaxcala y Rio Grande do Norte

«Dios no pierde nunca la esperanza, no pospone la fiesta, nos sigue invitando, a todos nosotros»

"Eso es la vida cristiana: una historia de amor con Dios, cada uno es un privilegiado delante de Dios"

"Dios no pierde nunca la esperanza, no pospone la fiesta, nos sigue invitando, a todos nosotros"
El Papa Francisco lee la fórmula de canonización de los 35 nuevos santos

Cuando el corazón no se dilata, se cierra, envejece. Y cuando todo depende del yo, de lo que me parece, me sirve, quiero... se acaba siendo personas rígidas y malas, se reacciona de mala manera por nada

(Jesús Bastante).- Corrían las 10,35 horas de un soleado domingo en la plaza de San Pedro cuando el Papa Francisco pronunciaba la fórmula de canonización del escolapio español Faustino Míguez quien, junto al capuchino italiano Angelo da Acri, los niños mártires de Tlaxcala y los 30 mártires brasileños de Río Grande do Norte, pasaban a formar parte del Libro de los Santos. 35 nuevos santos.

Ante una gran expectación (aunque la delegación oficial española resultó muy reducida, todo hay que decirlo), el Papa declaró santos al apóstol de la mujer en España, a un hombre tentado y con dudas, y a los defensores de los derechos de los indígenas en México y Brasil. Un fiel reflejo de los ejes de este pontificado: la igualdad, los más pobres y la vida cotidiana, con sus fracasos, retos y vacilaciones.

 

En su homilía, el Papa recordó el Evangelio del banquete de bodas, los invitados y su vestimenta. «Estos invitados somos nosotros, todos nosotros», recordó el Papa, porque «con cada uno de nosotros el Señor desea celebrar las bodas».

La boda como símbolo de nuestra relación con Dios, que «no puede ser la de los súbditos con el Rey, sino como la de la esposa amada con el esposo». «El Señor nos desea, nos busca y nos invita, y no se conforma con que cumplamos bien los deberes o cumplamos las leyes. Quiere que tengamos una verdadera comunión de vida con El, una relación basada en la confianza y el perdón», apuntó.

«Eso es la vida cristiana: una historia de amor con Dios, donde el Señor toma la iniciativa constantemente», recordó Bergoglio, y a todos. «Ninguno es un privilegiado con respecto a los demás, pero cada uno es un privilegiado delante de Dios. De este amor gratuito, tierno y privilegiado nace y renace siempre la vida cristiana».

Por ello, el Papa pidió que, al menos una vez al día, nos acordemos de decirle a Dios «Te quiero Señor, tú eres mi vida», porque «si se pierde el amor, la vida cristiana se vuelve estéril… un conjunto de principios y leyes que hay que cumplir sin saber por qué».

 

 

 

En este punto, el Papa advirtió de «una vida cristiana rutinaria, que se conforma con la normalidad, sin vitalidad ni entusiasmo, con poca memoria«. Frente a ello, «nuestra vida es un don: cada día es una magnífica oportunidad para responder a la invitación». Porque la invitación «puede ser rechazada» porque aquellos que «preferían poseer algo en lugar de implicarse. Es así como se toma distancia, no por maldad, sino porque se prefiere lo propio, las seguridades, la comodidad».

«Se prefiere apoltronarse en el sillón de las ganancias, de los placeres, de algún hobby, pero así se envejece rápido y mal, se envejece por dentro», señaló Francisco. «Cuando el corazón no se dilata, se cierra, envejece. Y cuando todo depende del yo, de lo que me parece, me sirve, quiero… se acaba siendo personas rígidas y malas, se reacciona de mala manera por nada».

«El Evangelio nos pregunta: ¿de qué parte estamos? ¿De la parte del yo o de la parte de Dios?», se preguntó el Papa. Y es que «Dios es lo contrario al egoísmo, a la autorreferencialidad. Él, nos dice el Evangelio, ante los continuos rechazos que recibe, sigue adelante, no pospone la fiesta. Sigue invitando. Frente a los ‘no’, no da un portazo, sino que incluye a más gente. Dios, frente a las injusticias, responde con un amor más grande».

«Dios, mientras sufre por nuestros ‘No’, sigue amando, incluso para quien hace el mal», clamó el Papa. «Porque así es el amor, sólo así se vence al mal». «Hoy, este Dios que no pierde nunca la esperanza, nos invita a vivir con un amor verdadero, a superar la resignación y nuestros caprichos», y sólo pide «decir ‘Sí’, vivir el amor cada día». .

«Tenemos necesidad de revestirnos cada día de su amor, de renovar cada día la elección de dios. Los santos hoy canonizados, y muchos mártires, invitan a ese camino. Ellos han dicho sí al amor sin palabras, con la vida y hasta el final. Su vestido cotidiano ha sido el amor de Jesús, ese amor de locura con el que nos ha amado hasta el extremo», culminó el Papa.

 

 

 

 

Homilía del Papa:

La parábola que hemos escuchado nos habla del Reino de Dios como un banquete de bodas (cf. Mt 22,1-14). El protagonista es el hijo del rey, el esposo, en el que resulta fácil entrever a Jesús. En la parábola no se menciona nunca a la esposa, pero sí se habla de muchos invitados, queridos y esperados: son ellos los que llevan el vestido nupcial. Esos invitados somos nosotros, todos nosotros, porque el Señor desea «celebrar las bodas» con cada uno de nosotros. Las bodas inauguran la comunión de toda la vida: esto es lo que Dios desea realizar con cada uno de nosotros. Así pues, nuestra relación con Dios no puede ser sólo como la de los súbditos devotos con el rey, la de los siervos fieles con el amo, o la de los estudiantes diligentes con el maestro, sino, ante todo, como la relación de la esposa amada con el esposo. En otras palabras, el Señor nos desea, nos busca y nos invita, y no se conforma con que cumplamos bien los deberes u observemos sus leyes, sino que quiere que tengamos con él una verdadera comunión de vida, una relación basada en el diálogo, la confianza y el perdón.
Esta es la vida cristiana, una historia de amor con Dios, donde el Señor toma la iniciativa gratuitamente y donde ninguno de nosotros puede vanagloriarse de tener la invitación en exclusiva; ninguno es un privilegiado con respecto de los demás, pero cada uno es un privilegiado ante Dios. De este amor gratuito, tierno y privilegiado nace y renace siempre la vida cristiana. Preguntémonos si, al menos una vez al día, manifestamos al Señor nuestro amor por él; si nos acordamos de decirle cada día, entre tantas palabras: «Te amo Señor. Tú eres mi vida». Porque, si se pierde el amor, la vida cristiana se vuelve estéril, se convierte en un cuerpo sin alma, una moral imposible, un conjunto de principios y leyes que hay que mantener sin saber porqué. En cambio, el Dios de la vida aguarda una respuesta de vida, el Señor del amor espera una respuesta de amor. En el libro del Apocalipsis, se dirige a una Iglesia con un reproche bien preciso: «Has abandonado tu amor primero» (2,4). Este es el peligro: una vida cristiana rutinaria, que se conforma con la «normalidad», sin vitalidad, sin entusiasmo, y con poca memoria. Reavivemos en cambio la memoria del amor primero: somos los amados, los invitados a las bodas, y nuestra vida es un don, porque cada día es una magnífica oportunidad para responder a la invitación.
Pero el Evangelio nos pone en guardia: la invitación puede ser rechazada. Muchos invitados respondieron que no, porque estaban sometidos a sus propios intereses: «Pero ellos no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios», dice el texto (Mt 22,5). Una palabra se repite: sus; es la clave para comprender el motivo del rechazo. En realidad, los invitados no pensaban que las bodas fueran tristes o aburridas, sino que sencillamente «no hicieron caso»: estaban ocupados en sus propios intereses, preferían poseer algo en vez de implicarse, como exige el amor. Así es como se da la espalda al amor, no por maldad, sino porque se prefiere lo propio: las seguridades, la autoafirmación, las comodidades… Se prefiere apoltronarse en el sillón de las ganancias, de los placeres, de algún hobby que dé un poco de alegría, pero así se envejece rápido y mal, porque se envejece por dentro; cuando el corazón no se dilata, se cierra. Y cuando todo depende del yo -de lo que me parece, de lo que me sirve, de lo que quiero- se acaba siendo personas rígidas y malas, se reacciona de mala manera por nada, como los invitados en el Evangelio, que fueron a insultar e incluso a asesinar (cf. v. 6) a quienes llevaban la invitación, sólo porque los incomodaban.
Entonces el Evangelio nos pregunta de qué parte estamos: ¿de la parte del yo o de la parte de Dios? Porque Dios es lo contrario al egoísmo, a la autorreferencialidad. Él -nos dice el Evangelio-, ante los continuos rechazos que recibe, ante la cerrazón hacia sus invitados, sigue adelante, no pospone la fiesta. No se resigna, sino que sigue invitando. Frente a los «no», no da un portazo, sino que incluye aún a más personas. Dios, frente a las injusticias sufridas, responde con un amor más grande. Nosotros, cuando nos sentimos heridos por agravios y rechazos, a menudo nutrimos disgusto y rencor. Dios, en cambio, mientras sufre por nuestros «no», sigue animando, sigue adelante disponiendo el bien, incluso para quien hace el mal. Porque así actúa el amor; porque sólo así se vence el mal. Hoy este Dios, que no pierde nunca la esperanza, nos invita a obrar como él, a vivir con un amor verdadero, a superar la resignación y los caprichos de nuestro yo susceptible y perezoso.

 

El Evangelio subraya un último aspecto: el vestido de los invitados, que es indispensable. En efecto, no basta con responder una vez a la invitación, decir «sí» y ya está, sino que se necesita vestir un hábito, se necesita el hábito de vivir el amor cada día. Porque no se puede decir «Señor, Señor» y no vivir y poner en práctica la voluntad de Dios (cf. Mt 7,21). Tenemos necesidad de revestirnos cada día de su amor, de renovar cada día la elección de Dios. Los santos hoy canonizados, y sobre todo los mártires, nos señalan este camino. Ellos no han dicho «sí» al amor con palabras y por un poco de tiempo, sino con la vida y hasta el final. Su vestido cotidiano ha sido el amor de Jesús, ese amor de locura con que nos ha amado hasta el extremo, que ha dado su perdón y sus vestiduras a quien lo estaba crucificando. También nosotros hemos recibido en el Bautismo una vestidura blanca, el vestido nupcial para Dios. Pidámosle, por intercesión de estos santos hermanos y hermanas nuestros, la gracia de elegir y llevar cada día este vestido, y de mantenerlo limpio. ¿Cómo hacerlo? Ante todo, acudiendo a recibir el perdón del Señor sin miedo: este es el paso decisivo para entrar en la sala del banquete de bodas y celebrar la fiesta del amor con él.

 

 

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Autor

Jesús Bastante

Escritor, periodista y maratoniano. Es subdirector de Religión Digital.

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