Corren tiempos difíciles, de eso nos hemos enterado todos. Vivimos sometidos a un bombardeo constante de noticias negativas, de verdaderas historias que desgarran el alma y ponen los pelos de punta.
Porque, por encima de escándalos políticos y demás barbaridades inimaginables, está el drama social, la cruda realidad a la que nosotros y nuestros vecinos nos enfrentamos diariamente con más o menos suerte.
Efectivamente, no están las cosas para frivolizar, ni muchísimo menos. Eso si, ¿tratar de tener una experiencia agradable, d vivir una actividad placentera, es necesariamente frivolizar?
¿Detenerse un poco en el fango, apartarse del camino, y buscar algo con lo que disfrutar es necesariamente frivolizar?
Hemos llegado a un punto en el que casi podemos llegar a sentirnos mal con solo pararnos a pensar precisamente en la manera en la que podríamos sentirnos mejor. Extraña paradoja. Y es que, entre tanta mala noticia, es cierto que todo cuesta mucho más, es cierto que cualquier intento puede ser tildado de egoísmo.
Dicen que las nuevas generaciones son cada vez más independientes, que los ciudadanos de países desarrollados son hoy más egoístas. Sin embargo, no hay un solo día en el que, entre tanto caos, no tengamos conocimiento de la sorprendente acción altruista de alguien, de una persona de nuestra misma ciudad, cuya vida no es muy distinta a la nuestra.
No pasa un día sin que conozcamos cómo un movimiento ciudadano ha ayudado a cierta familia a conservar su casa por unos días más.
Y, sin entrar en consideraciones políticas de ningún tipo y centrándonos única y exclusivamente en las personas: quien espera toda la mañana frente a la casa de un desconocido con el objetivo hacerle frente a la policía y a quien haga falta para que éste conserve su casa, no está comportándose de modo egoísta. En absoluto.
No es cierto que seamos más egoístas, quizá sí sea cierto que nos han metido demasiado miedo. Quizá lo que es cierto, es que se nos impide disfrutar de nada, se nos impide con tanta fuerza que nos sentimos mal con solo pensarlo.
El ser humano necesita sentir algo de placer. Sobre todo si vivía ya acostumbrado a ello. No podemos decir exactamente que lo necesite para vivir, evidentemente no como el comer, pero lo necesita para conservar una salud psicológica que, corran los tiempos que corran, es la que le permitirá vivir plenamente o la que le impedirá levantarse de la cama.
Necesitamos centrarnos un poco en nosotros mismos y centrarnos en el presente. Cuando hablamos de trastornos afectivos, ya sean trastornos del estado de ánimo o trastornos de ansiedad (que entre un 9% y un 12% de la población ha padecido o padecerá en algún momento de su vida) hablamos a menudo de estilos de pensamiento centrados excesivamente en el pasado o centrados excesivamente en el futuro.
Es decir, todo menos en el presente. O bien un pasado que se anhela, que jamás podrá volver a reconstruirse, en el que ya no pueden introducirse cambios o sin cuyos elementos la persona considera que jamás podrá “salir del agujero”, o bien un futuro que se antoja incierto, que asusta y escapa a nuestro control.
Pues bien, la mala noticia es que algo de razón tienen tanto aquellos que echan de menos un pasado inolvidable o imposible de cambiar al que no pueden sobreponerse como aquellos que no soportan un futuro lleno de incertidumbre. La buena noticia es que aceptando la base de ambos razonamientos, incluyendo la imposibilidad de recrear el futuro y la incontrolabilidad del futuro, estamos dando el primer paso para poder vivir el presente.
Tan sencillo y tan complejo ala vez, la aceptación de nuestros propios límites, de todo aquello que no está a nuestro alcance, de lo que no está en nuestra mano cambiar, es el primer paso.
¿Pero qué demonios es eso de ‘vivir el presente’ que siempre se nos escapa?
El presente no es otra cosa que la tarea que estamos realizando en un determinado momento, el café que nos bebemos por la mañana, la mirada de la primera persona que nos cruzamos por la calle, ese momento de lectura de un libro que nos tiene enganchados, el abrazo de un ser querido, el pan que mojamos en un huevo frito, el momento en el que nos metemos en la cama, la conversación que mantenemos al fin con un viejo amigo, el atardecer desde la ventana del autobús, la canción que tarareamos en la ducha, el abrazo de un hijo, el sabor de una cerveza bien fría en compañía, el sol en la cara, el color del mar…
El presente está lleno de pequeños momentos, de pequeñas experiencias, y el modo en el que las vivimos depende totalmente de nosotros. No nos equivoquemos: la gran mayoría de esas sensaciones puede verse influenciada por el modo en el que llevamos sintiéndonos desde hace meses o por las dificultades que vivimos, pero solo “puede verse influenciada”, ni “tiene que” ni es normal que sea siempre así.
Pararse a disfrutar mínimamente de al menos una de esas sensaciones con las que podemos acompañar al presente es, al final, una opción nuestra y solo nuestra. Porque vivir el presente es comprometerse con el futuro.
¿Es esto una frivolidad? Yo creo que es salud mental.
Centrémonos en construir un buen presente, pues es todo el futuro que nos queda y el único modo de no arrepentirnos del pasado.
Ana Villarrubia Mendiola (Psicóloga Col. M-25022) dirige el Gabinete Psicológico ‘Aprende a Escucharte‘