Desde 1977, veintiocho largometrajes y mucha manipulación

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El terrorismo de ETA visto por el cine

El confidencial.com / La Clave / PD, Martes, 23 de noviembre 2004

La sucesión en pocos meses de de cuatro películas sobre el terrorismo de ETA (El viaje de Arián, La voz de su amo y Asesinato en febrero y El Lobo)  -en las carteleras españolas- ha puesto de nuevo en primer plano la relación entre el cine y el terrorismo vasco. Ha sido casi un lugar común afirmar que ETA es un tema tabú, apenas tratado por el cine español. Sin embargo, nada más lejos de la realidad, puesto que –desde 1977 hasta la actualidad– un total de veintiocho largometrajes, la mayor parte dirigidos o producidos por vascos y casi todos auténticas calamidades fímicas, han abordado el problema de la violencia en Euskadi.

En lo que a El lobo respecta, -escribe Pascual Serrano en Elconfidencial.com- cabe decir que pocas veces se puede encontrar en el cine una película que oculte de manera tan hábil los importantes fallos de guión que tiene ésta. Personajes absolutamente planos y sin explicar, situaciones que en ningún momento son creíbles desde el punto de vista dramático y diálogos fríos y desapasionados son aceptados por la mayoría del público con satisfacción por la capa de buenos artificios y el tema ya conocido e interesante para todos que los recubre.

Por si aún no lo saben a estas alturas de la promoción y del trasiego mediático a la que la han sometido sus responsables, El lobo cuenta la historia de Mikel Lejarza, un topo de los servicios secretos del último franquismo que provocó la detención de 150 miembros de ETA, entre ellos la cúpula de aquel momento, que hubo de salvarse de los intentos de asesinato de la policía y la propia organización y que desde entonces vive escondido bajo otra identidad y otro aspecto físico.

Hasta aquí la historia oficiosa, es decir, el resumen de la película de quien la ha visto, y ahora lo que añade la distribuidora en la sinopsis oficial para que no se nos olvide interpretarlo adecuadamente: La infiltración de Lejarza, conocida como Operación Lobo, supuso un mazazo a la organización en un momento en el que sus acciones se estaban convirtiendo en la excusa perfecta para que los sectores más involucionistas del régimen de Franco se decidieran a tomar el poder y bloquear el futuro democrático que ansiaban los españoles.

La aventura del Lobo consiguió frustrar el primer plan de fuga masiva de presos etarras de la cárcel de Segovia y una sangrienta campaña de atentados indiscriminados, con los que ETA pretendía demostrar su fuerza en la agónica coyuntura del régimen y provocar al Ejército para asegurar su supervivencia a través de su estrategia de Acción-Represión-Acción.

Así pues, esta claro que esta película es un intento de reflejar las circunstancias del entorno policial y terrorista de aquellos años, además de la historia personal de un infiltrado. Lo que pasa es que ni una cosa ni otra se logran con excelencia. La primera se intenta con el vestuario, los símbolos y ciertas referencias históricas, que quedan justamente en referencias; la segunda está ausente absolutamente, pues nada sabemos de lo que piensa o siente Lobo, si quiere a alguien, si desea solamente salvar su pellejo o si tiene alguna capacidad de iniciativa que responda a motivos ideológicos.

La clave de la cuestión no ha estado tanto en la poca cantidad como en la escasa calidad y hondura de buena parte de esas películas, que ha hecho que la mayor parte tengan escaso éxito entre el público.

Fue sobre todo en los años setenta y ochenta –en el contexto de un cine vasco politizado como consecuencia de la transición democrática– cuando se multiplicaron las películas (primero cortos y luego largometrajes) que reflejaban la situación vasca.

Esta eclosión era lógica, ya que el final de la dictadura invitaba a llevar a la pantalla lo que no había podido decirse en los años anteriores y de ahí la abundancia de películas que daban una visión de claro partidismo favorable al nacionalismo e incluso proclives a ETA. Diversos cineastas (entre los que destaca Imanol Uribe, con tres largometrajes fundamentales en la época, dos de ellos basados en hechos reales de la historia de ETA: El proceso de Burgos, La fuga de Segovia y La muerte de Mikel) abordaron directamente el tema.

Incluso películas históricas vascas, ambientadas en la Edad Media, como Akelarre, de Pedro Olea, o La conquista de Albania, de Alfonso Ungría, eran susceptibles de una doble lectura, desde la época en que se situaba la acción y desde la coyuntura vasca de los años ochenta. Junto a las producciones vascas, otras películas dieron también su particular visión de algunas acciones de ETA, como el asesinato de Carrero Blanco, llevado al cine por Gillo Pontecorvo (Operación Ogro) y con menor acierto por José Luis Madrid (Comando Txikia).

Desde comienzos de los años noventa, la búsqueda de temas más universales en el cine vasco, un cierto hartazgo de los espectadores por la politización de este cine y los cambios políticos produjeron una reducción en el número de filmes sobre la cuestión vasca.

No obstante (a pesar del explícito deseo de los cineastas de separarse de la tradición del cine militante propio de la transición), siguieron apareciendo películas sobre ETA, entre las que se pueden mencionar Días contados, de Imanol Uribe y Sombras en una batalla, de Mario Camus, que es en mi opinión la película de ficción que con más hondura ha llevado hasta la fecha el tema de ETA a la pantalla.

 Entre finales de la década de 1990 y la actualidad ha podido observarse cierto renacer del interés cinematográfico sobre el terrorismo, que probablemente no es ajeno a la evolución de la sociedad vasca, con hitos significativos, como los sucesos de Ermua en 1997 y la tregua de ETA en 1998-1999, que parecían hacer posible una visión distinta de la que el cine había dado mayoritariamente hasta este momento.

 Así, tras el estreno en 1997 de A ciegas, de Daniel Calparsoro, llegaron Yoyes, de Helena Taberna (que salió airosa en el tratamiento de un hecho histórico comprometido, el asesinato por ETA en 1986 de la antigua dirigente de la organización, Dolores González, Yoyes) y los tres filmes actualmente exhibidos, con alguna película más en perspectiva.

En estas décadas, el cine ha ido evolucionando –seguramente al ritmo que lo hacía la propia sociedad– desde una cierta benevolencia o al menos comprensión con la violencia (que puede estar en relación con la “fascinación” ante ETA que, según Jon Juaristi, hubo en ciertos sectores de la izquierda vasca y española en la etapa final del franquismo y en la transición, al verla como la organización que más se había opuesto a la dictadura) hacia posturas éticamente más comprometidas.

 Sin embargo, dejando de lado algunos ejemplos aislados, existe un abanico en el que una relativa ambigüedad convive y se entrecruza muchas veces tanto con una cierta mitificación de ETA como con la condena de la violencia. Así, a pesar de la evolución cronológica, cierta ambigüedad ha sido característica de muchos de los filmes sobre ETA.

Esta idea es perceptible incluso en películas nada “sospechosas” como La rusa (con guión de Juan Luis Cebrián, ex-director de El País), en la que los personajes negativos no son los terroristas, sino algunos militares españoles, que no han abandonado sus ideas franquistas y que boicotean la “necesaria” negociación política con ETA; o en Días contados, de Uribe, en la que la figura del terrorista que interpreta Carmelo Gómez puede quedar idealizada, sobre todo por su actitud “humanitaria” ante su amante.

Esto podría explicar también que no haya habido a veces grandes diferencias entre los puntos de vista de las películas vascas y de las producidas en el resto de España, que presentan percepciones y matices diversos, pero sin que pueda establecerse ni mucho menos una separación diáfana entre las películas “vascas” y las “españolas”, según su tratamiento del terrorismo.

 Así, el cine influye sobre las percepciones que la sociedad tiene del problema vasco, pero también a veces es la sociedad la que va por delante de la creación cinematográfica, como quedó reflejado en el diferente mensaje de A ciegas, antes y después del asesinato de Miguel Ángel Blanco.

Si cuando estaba realizando el rodaje, Calparsoro declaró que A ciegas reflejaba “la confusión de Euskadi”, tras el estreno –que tuvo lugar después de la conmoción social que supusieron los sucesos de Ermua– afirmó que A ciegas era “un basta ya a la violencia”, lo que refleja bien a las claras cómo el significado de la película depende no sólo de su producción, sino del nivel de percepción de la sociedad que lo recibe y cómo los creadores han de adaptarse a la realidad social.

Por otra parte, resultan significativos los temas que se repiten en las películas sobre ETA. Además de algunos hechos clave de su historia (el juicio de Burgos, el asesinato de Carrero Blanco), el tema más tratado ha sido el regreso del exilio o de la cárcel, la vuelta a casa, con la consiguiente dificultad para reinsertarse y volver a la vida civil de los antiguos etarras.

 Esta dificultad para comenzar de nuevo sería debida no sólo a la represión o a factores externos, sino a la intolerancia del mundo abertzale radical y de la propia organización terrorista, como sucede en Yoyes o en El viaje de Arián. Otro de los aspectos tratados con mayor asiduidad han sido los excesos represivos de la policía en la lucha antiterrorista. Independientemente de que en ocasiones esto haya correspondido a la realidad, lo cierto es que esta visión cinematográfica puede contribuir a tratar de buscar un punto de equilibrio entre dos violencias simétricas (la de ETA y la del Estado), dando así una visión muy parcial del problema.

Las tres películas actualmente en cartelera son un buen ejemplo de la diversidad de acercamientos posibles a ETA desde el cine. La voz de su amo es un intento, absolutamente fracasado, de construir –según su director– un thriller o cine negro a la española, ambientado en la Vizcaya de 1980, en el momento de mayor capacidad asesina de ETA a lo largo de su historia.

Lo cierto es que la compleja historia de violencia, drogas, sexo, terrorismo y corrupción policial en torno a un empresario estafador, su guardaespaldas, su hija, varios integrantes de la policía y miembros de ETA no consigue convencer. No es extraño que el comentarista del Nuevo Herald, con motivo del estreno del filme en el Festival de Cine de Miami, afirmara que “este thriller diabólicamente complicado mete en el caldero tantos elementos disímiles, que muy a menudo no se sabe quién mata a quien, y mucho menos porqué”.

Pero lo peor es que esta película recuerda esa ambivalencia propia de buena parte del cine sobre el terrorismo de los años ochenta, en el que no se sabía si la verdadera maldad estaba en ETA o en la policía española, que –como sucede en La voz de su amo, aunque no sea esa la intención del director– siempre es más corrupta, más malvada y en el fondo más criminal que la organización terrorista.

Diferente es el caso de El viaje de Arián, del debutante catalán Eduard Bosch. Se trata de una película bienintencionada, en la que sí hay una toma de postura clara contra la violencia etarra y contra la kale borroka, presentadas con más detalles históricos concretos que en otros filmes de este tipo, que a veces han sobrevolado sobre el problema sin atreverse a entrar a fondo en él.

Así, el filme tiene importantes aciertos, como el reflejo de ciertos ambientes sociales de la Navarra actual, la presentación del entorno familiar de Arián, la protagonista (impresionante Ingrid Rubio) y su viaje interior desde la implicación en el terrorismo hasta su desengaño más absoluto.

Es una pena, sin embargo, que estas buenas intenciones se queden en eso, en buenas intenciones, por culpa de un guión alargado artificialmente (inicialmente El viaje de Arián fue un mediometraje sobre el secuestro de la hija de un industrial, que ahora es la parte central del filme) y de una serie de escenas tan increíbles (como la muerte de los dos miembros del comando, la relación de la terrorista que interpreta Silvia Munt con un policía corrupto o la forma en que Arián huye a Cataluña tras el secuestro) que dejan frío al espectador y hacen que la película en su conjunto, a pesar de sus aciertos, no termine de funcionar.

Muy otro es el resultado del documental Asesinato en febrero, producido por Elías Querejeta, presentado con éxito en la reciente Semana de la Crítica de Cannes y que se centra en el asesinato por ETA del dirigente socialista Fernando Buesa y del ertzaina Jorge Díaz Elorza, que tuvo lugar en Vitoria en febrero del año 2000.

A partir de testimonios de familiares y amigos de ambas víctimas, de imágenes de la capital alavesa y de la voz de un experto que narra, con una objetividad impresionante, cómo se comete un atentado, el director Eterio Ortega y el guionista –el propio Querejeta– nos acercan con gran intensidad dramática a la explicación (o más bien la no explicación) de un hecho desgraciadamente demasiado habitual entre nosotros.

Fotografía, montaje y banda sonora logran un tempo perfecto, por medio del cual el espectador se introduce en un mundo de contrastes, tan real como brutal. Es cierto que –como sucede en todas las películas basadas en testimonios orales– parte del ritmo del filme depende de la capacidad expresiva de los testigos, pero en este caso el resultado en su conjunto es realmente excepcional.

En este sentido es magnífico el testimonio de los abuelos de Jorge Díaz o –por su hondura y mirada hasta cierto punto esperanzada, frente a la comprensible amargura de otros testigos– el de la mujer de Fernando Buesa, y mucho menos atractivo el de la cuadrilla de amigos del ertzaina asesinado.

Los autores han tenido además el mérito de no centrar el documental en un análisis racional, histórico o político del asesinato. De hecho, ETA no se menciona expresamente ni una sola vez a lo largo del filme (en realidad no hace falta), como tampoco se aclara, hasta los créditos finales, la filiación política de Fernando Buesa. Pero todo eso sobra ante la plasmación en la pantalla (sin caer en el morbo ni en el sentimentalismo fácil) de la humanidad de las víctimas y de la inhumanidad de los verdugos.

 Asesinato en febrero no es, básicamente –como ha escrito Ángel Fernández Santos– un documental en sentido estricto, sino un “poema trágico”. Quizá a alguno le parezca poco, pero esta película es un magnífico ejemplo de lo que el cine –desde una perspectiva ética, pero sin convertirse en un panfleto arrojadizo– puede hacer para que entendamos un poco más el drama humano del terrorismo.

Lo cierto es que Euskadi (a diferencia de Irlanda, con películas de altura, como las de Neil Jordan, Ken Loach o Jim Sheridan) apenas ha contado hasta ahora con cineastas que supieran acertar en la versión cinematográfica del problema vasco, sobre todo por medio de la ficción.

Tal vez su propia complejidad ha dificultado hacer un análisis más sereno desde el cine, y así algunos directores, como Montxo Armendáriz, han señalado que ETA es un tema complicado que “habría que coger con papel de fumar” a la hora de llevarlo al cine. El propio Sheridan –autor de varios filmes sobre el IRA– declaró en el Festival de San Sebastián de 1996 que consideraba muy difícil hacer una película sobre el problema vasco, al ser mucho más complejo que el irlandés.

La inexistencia de una fórmula “mágica” para resolver el problema vasco, la división y las contradicciones de la propia sociedad y el hecho de que se trate de una situación todavía abierta han hecho más difícil que –con las excepciones mencionadas– el cine haya abordado con acierto uno de los aspectos más trascendentales de nuestra historia reciente. En este sentido, hay que esperar que el cine, sin renunciar a sus parámetros dramáticos, muestre a partir de ahora una mayor hondura en el análisis humano, político, histórico y social de la violencia en Euskadi.