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¿Y por qué no decir no?

La Razón, Lunes, 27 de diciembre 2004

Por primera vez, los grandes partidos son unánimes. Y ello debiera ser un síntoma para nosotros, ciudadanos, que somos sus enemigos naturales (los partidos son esos parásitos a los cuales toleramos y pagamos, a cambio de que no nos joroben demasiado). Es la primera vez: PP y PSOE nos piden, por igual, el sí a eso a lo cual ellos llaman –o hacen como que llaman– «Constitución» europea. Y es verdad que no debiéramos dejar escapar ese síntoma de que, en el fondo, hay siempre algo que une a los partidos, sean cuales fueren sus retóricas: el común interés material a costa nuestra. Y es verdad que eludir darles un garrotazo a ambos sería gran pena. O peor: sería perder la ocasión de hacerles entender que imbéciles del todo, no lo somos; aun cuando, mitad por pereza y mitad por prudencia, prefiramos pagarles y no armar follón.

Un doble equívoco, que es, en realidad, un doble engaño, sostiene la retórica de PP y PSOE acerca de lo que pretenden hacernos plebiscitar:

a) que se trata de una Constitución (europea);

b) que el «no» sería un irreversible rechazo de la Comunidad Europea, o, más aún, de Europa misma.

Ambas suposiciones son mentira, por supuesto. No podía ser menos en algo partidariamente consensuado.
a) El dichoso tratado, que pretenden que plebiscitemos, ninguna condición cumple de aquellas que los clásicos fijan, desde Montesquieu y Siéyès, como definitorias de una Constitución. Ni hay Constitución material, esto es, emergencia de un sujeto soberano que se arroga la subyacencia potencial bajo sus formales fijaciones transitorias en forma de texto convenido, ni hay Constitución formal: al menos, si nos atenemos al principio esencial que delimita, desde 1789, cómo «allá donde no se da garantía de división y autonomía de poderes, no existe Constitución». Busquen cualquier división de poderes en ese texto, y verán qué risa.

b) El engendro, parido por el más siniestro –y uno de los más corruptos– entre los políticos franceses de la segunda mitad del siglo XX, aquel Valéry Giscard D’Estaing, íntimo beneficiario de la diamantina fraternidad del Emperador antropófago Bokassa, no es más que un chapucero tratado, a la medida de las concepciones neomonárquicas de su autor. Su revolcón por parte de una ciudadanía europea elementalmente contraria a la ideología de ese necio aristócrata frustrado, no entrañaría vacío legal alguno para Europa. Todo lo contrario: consolidaría el tratado de Niza, que es, hasta hoy, el menos imbécil de los tratados europeos; sin que ello, por supuesto, mejore un ápice su carácter antidemocrático.

La casta político funcionarial, exenta de impuestos, a la cual llamamos eurocracia, viene ya décadas burlándose de la ciudadanía a cuya costa vive opíparamente. ¿Y si, de una vez, nos decidiéramos a reírnos nosotros un poco de ella? O sea: No.