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Dos falacias sobre política y televisión

ABC, Lunes, 21 de marzo 2005

LA televisión suscita argumentos múltiples y debates enconados, pero también un amplio consenso en torno a dos ideas que nadie disputa: la existencia de canales públicos y la regulación del «mercado» televisivo. Firmes ingredientes del pensamiento único, son dos falacias.

Proclamó un político socialista: «Yo creo en la televisión pública. Considero que cumple un papel esencial en nuestra sociedad». Por creer, yo también creo en los periódicos y considero que cumplen un papel esencial en nuestra sociedad, pero no por ello aplaudiría la reinstauración de la Prensa del Movimiento. Nadie lo haría.

¿Qué le pasa a la televisión para que los canales públicos devengan axiomáticos? Se identifica apresuradamente lo público con lo social y no con lo político cuando se aduce que la televisión pública es un servicio público que los españoles queremos, ostenta rentabilidad social, integra el gasto social, o no se puede privatizar por motivos sociales.

Como decía Lichtenberg, aquí hay mucho genio encumbrado a tal consideración por una vía análoga a como algunos insectos son denominados milpiés: no por tener tantas patas sino porque da pereza contar hasta catorce.

Si la televisión es un servicio público, también lo es el taxi, y proliferarían las condenas si mañana algún alcalde decidiera que fueran los contribuyentes los que pagasen dicho servicio en vez de los usuarios. Se dirá que la televisión tiene las características de un bien público, con lo cual técnicamente no podría ser ofertado de manera óptima por el mercado.

Ronald Coase demostró en su artículo «El faro en economía» (La empresa, el mercado y la ley, Alianza) que los economistas habían sido descuidados a la hora de considerar los casos de supuestamente imposible provisión privada de bienes públicos. Anthony de Jasay ironizó: se llama bien público a aquel bien que el Estado dice que es un bien público.

La política es, en efecto, la clave, y no lo «social». Es sólo por razones políticas por lo que hay televisiones públicas y no diarios públicos. Lo que las televisiones públicas hacen lo hacen también las privadas, con la diferencia de que no pueden forzar a los ciudadanos a pagarlas, y por eso son mejor gestionadas y tienen menos personal privilegiado que vive del cuento, el carné o la liberación sindical.

Así, cuando se dice «queremos una televisión pública», igual «quieren» políticos, burócratas, intelectuales y otros grupos de interés; cuando se perora sobre la «rentabilidad social» de RTVE se alude a la rentabilidad política, y se ofende, una vez más, a la inteligencia, como si no hubiera en todo esto un coste social que la política obliga al pueblo a sufragar. Y es la política la que eventualmente acabará con estos camelos, pues sólo ella explica que se puedan privatizar astilleros y no televisiones.

La política, mal que le pese al pensamiento único, no es la sociedad, pero sí reacciona ante las contradicciones que su dinámica genera, y al cabo del tiempo es menos sostenible la legitimidad que desde todos los partidos se brinda a las televisiones públicas, mientras que resulta visible una realidad de privilegio, favoritismo, politización, despilfarro, manipulación y corrupción.

El «sabio» pastel televisivo fue demasiado empalagoso para la sensatez de Fernando González Urbaneja y el representante del Ministerio de Economía. El propio Pedro Solbes, que tampoco es un desalmado liberal, sugirió que el torrente de dinero destinado a RTVE podría ser dedicado a sanidad o pensiones.

Los intelectuales seguirán desbarrando sobre lo malo que es el mercado (ese sitio horrible donde nadie nos intima a comprar), y los políticos lanzarán un sabio globo sonda tras otro, a ver si cuela. Igual aspiran a convencernos de que la BBC es ejemplar y neutral, con la que ha caído, pero no podrán convencernos de que las televisiones públicas son una necesidad. Al menos a los que queremos contar hasta catorce.

Ahora bien, incluso si se osa cuestionar la imprescindibilidad de canales públicos, sospecho que habrá menos audaces que defiendan que la televisión podría funcionar sin una regulación específica.

Nuevamente, aparece Coase. En otro notable artículo, «La Comisión Federal de Comunicaciones» (ibídem), demostró a propósito de la radio en Estados Unidos que los medios del éter no reclaman una ordenación distinta de las demás actividades. Coase observó ya entonces los desarreglos agravados en nuestro tiempo, como el arbitrismo y la corrupción.

Los políticos presumen de imparciales vigilantes que sólo regulan el tráfico con normas iguales para todos, pero acaban decidiendo caprichosamente quiénes y cuántos pueden circular por según dónde.

Coase refuta el aserto de que la reglamentación es necesaria porque las frecuencias son limitadas: todo es en realidad limitado, pero hay mercados para los bienes y servicios más raros, y no es lógica ni técnicamente inevitable que la política restrinja o cancele el sistema de precios. Por cierto, si es la política la que va a decidir quién va por según dónde, la corrupción será inevitable. La solución de mercado es que sea la competencia la que permita comprar y vender libremente al mejor postor cualquier frecuencia de radio y televisión.

Se dirá: ¿y qué hacemos con el monopolio y el interés general? La tesis de Coase fue que las leyes anti-trust ya existen y no hay por qué crear unas particulares para los medios audiovisuales. Lo matizaría en dos aspectos.

Por un lado, sería menester eludir los problemas de «captura del regulador» y demás trabas a la competencia derivadas de esa misma legislación, poniendo siempre más énfasis en la libertad de entrada, salida, compra y venta que en el número de operadores, cuya fijación nunca debería quedar en manos de las autoridades: no son ellas quiénes para establecer cuántos «caben» en un mercado, entre otras razones por la tentación de pasar de cuántos a quiénes.

Por otro lado, el intervencionismo en este sector es tan amplio y profundo que en puridad no se trata de un «mercado» digno de tal nombre; es curioso que, aquí como en otros casos, las discusiones subrayen el protagonismo de las empresas privadas, como si la política y la legislación cumplieran un papel imparcial o subalterno.

No lo cumplen, claro está, como lo reflejan las justificaciones de la regulación, jugosas por lo absurdas y perniciosas por lo generalizadas: la pretensión de que los gobernantes son capaces de precisar minuciosamente el interés general es tan ridícula en boca de Álvarez Cascos como de Fernández de la Vega. Más bien, los que mandan ajustan el interés general al propio, todo entre grandiosas apelaciones a la libertad y el pluralismo, como si el mercado los garantizara peor que las Administraciones Públicas.

Y así, mientras los políticos en el Gobierno cambian en la televisión las reglas sin avisar, favorecen a unos a expensas de otros, perjudican y gravan onerosamente las estrategias empresariales, compiten con deslealtad y juegan descaradamente con incertidumbres y tecnologías, en la oposición solicitan grandes acuerdos y tratos justos.

Pero siempre con políticos de por medio. Al parecer, aquí casi nadie sospecha que los ciudadanos podamos contar hasta catorce, o incluso más, y llegar algún día a subversivas conclusiones. Por ejemplo, que la televisión pública sirve fundamentalmente al patrocinio y la propaganda de unos políticos que manipulan esos medios, y condicionan todos los demás, con la falaz excusa de que la propiedad privada y el mercado, que propician el interés general en otros campos, allí no pueden hacerlo.

Por CARLOS RODRÍGUEZ BRAUN Catedrático de la Universidad Complutense