Ignacio Echevarría, ex crítico literario de `El País` responde por alusiones al escritor del grupo Prisa

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«Goytisolo, autor muy bien blindado para las críticas adversas, es muy dado a reseñar los libros de sus amigos»

PD, Sábado, 29 de enero 2005

Ignacio Echevarría, protagonista de la tribuna de opinión que Juan Goytisolo publicó este viernes en las páginas de Opinión de El País, ha preferido contestar al escritor a traves de una Carta al Director, que el mismo diario publica este sábado. Este es el texto de la misiva:

Respuesta a Juan Goytisolo

Ignacio Echevarría

Barcelona, sábado 29 enero 2005
Era de esperar que Juan Goytisolo hiciera su intervención estelar en el llamado caso Echevarría. Y era de esperar que lo hiciera como suele: sacándose en procesión a sí mismo y citando de paso, mira por dónde, a Cernuda y a Azaña (la ocasión no daba esta vez para mentar a Américo Castro y a Blanco White).

Da pereza refutar su gastada cantinela de quejumbres y de alusiones insidiosas, siempre veladas. Pero conviene puntualizar un par de cosas: al crítico le corresponde hacer crítica, y hacerla, mientras le dejen, en los límites que le imponen lo que Goytisolo llama "los intereses empresariales" y "las consideraciones de corrección política".

Las denuncias abstractas y las jeremiadas imprecisas, a que tan propenso es Juan Goytisolo, de poco sirven en este punto. Sólo la concreta denuncia de una situación determinada contribuye a un debate real del estado de las cosas, y tal ha sido mi contribución al mismo. Que no la haya hecho antes quizá sea debido a que mi obligación como crítico consistía, antes que nada, en perseverar hasta el máximo en mi tarea, pudiendo ocurrir que esos límites de los que hablamos se hayan entretanto estrechado.

Por lo demás, y por mucho que le pese al señor Goytisolo (autor, por cierto, muy bien blindado para las críticas adversas, y muy dado a reseñar los libros de sus amigos), no veo de qué otro modo puede un crítico cumplir con su oficio como no sea elogiando a los escritores que admira y dando palos a los que no aprecia. El fundamento con que haga una cosa o la otra es lo que determinará, en última instancia, la calidad del crítico, condenado por decisión propia a realizar esa fatigosa tarea en el exiguo espacio de un folio y medio.


Opinión
Cuatro años después

Por Juan Goytisolo
El País
Viernes 28 enero 2005


La carta abierta del crítico Ignacio Echevarría a Lluís Bassets, director adjunto de este periódico, tocante a la retención de sus colaboraciones a raíz de una severa reseña de la novela de Bernardo Atxaga, El hijo del acordeonista, publicada por Alfaguara, exige desde luego una reflexión y la apertura de un debate en torno a la difícil independencia del crítico respecto a los intereses empresariales y, añadiría yo, a las consideraciones de corrección política que a menudo la traban.

La reseña que desencadenó el incidente no fue censurada, puesto que apareció en las páginas de Babelia; pero, como si se tratase de un signo propio de los tiempos que vivimos, en los que las libertades que se afirman en teoría se niegan en la práctica, el autor tuvo que hacer frente a unas consecuencias completamente al margen de consideraciones literarias.

El tema no es nuevo, aunque sí se manifiesta, como él dice, con mayor "descaro": forma parte de la casi absoluta comercialización -pienso en otra palabra más fuerte- de la vida literaria española en la que, por citar un ejemplo, los premios de las editoriales más conocidas suelen otorgarse de antemano y los jurados que los avalan se limitan a plebiscitarlos como en los referendos de Franco o del socialismo real. Algo huele a podrido, no en la lejana Dinamarca sino en nuestro luciente Parnaso, y resulta difícil a estas alturas sorprenderse con ello.

Echevarría ha tenido más suerte que yo: el apoyo de un centenar de novelistas, críticos, editores, etcétera, que se adhieren al contenido de su carta abierta y entre los cuales cabe destacar un buen puñado de ellos libre de toda sospecha -comenzando con Rafael Sánchez Ferlosio, el mejor Cervantes español desde que el premio existe- junto a otros de dudosa autoridad moral y algunos cuya firma ocasiona vergüenza ajena. A esto se llama mezclar capachos con berzas, con la consecuencia de que tal mezcolanza empañe a mi entender la credibilidad y buena fe de quienes salen en defensa de la libertad amenazada.

Cuando hace cuatro años señalé dicho estado de cosas en estas mismas páginas de Opinión (Vamos a menos, EL PAÍS, 11 de enero de 2001), aguardaba un debate sereno sobre el tema, que no se produjo. Salvo unas pocas revistas marginales o de circulación limitada, nadie entró al trapo. El artículo se discutió, eso sí, de viva voz y, cuando días después de su publicación pasé por Madrid, recogí el comentario unánime: "Has escrito lo que todo el mundo piensa".

"En este caso", repuse a más de uno, "¿por qué nadie lo expresa?" De nuevo me topaba con el fatídico dicho de Larra: "Lo que no se puede decir, no se debe decir". Y no obstante tenía más suerte que un autor tan estimable como Julio Llamazares, cuya opinión sobre el asunto, anterior a la mía y coincidente con ella, no obtuvo el nihil obstat. En corto: la discusión provechosa y abierta brilló por su ausencia y las cosas siguieron como antes.

Pero lo que asombra e inquieta a muchos lectores es que Ignacio Echevarría haya tardado catorce años en advertir dicha situación. Él, como el ex crítico-estrella de este periódico y algunos firmantes de la carta abierta se abrieron camino a pulso en este mundo de poderosos intereses empresariales y de amores y odios compartidos con el responsable de turno. Divisiones implícitas, pero respetadas: los de la Casa y los de Fuera, los correctos e incorrectos.

¿Han meditado los interesados en el ninguneo por razones diversas de figuras tan dispares como Julián Ríos, Gregorio Morán o Alfonso Sastre, cuya obra Lumpen, marginación y jerigonza fue vetada por la casi totalidad de la prensa "seria" por causas que nada tienen que ver con el aguijador contenido del libro? Otros escritores, poetas y novelistas de valor -la lista no es corta- fueron empujados también a los márgenes y condenados a una provisional e ilusoria inexistencia.

El fenómeno es general -en los grandes periódicos franceses ocurre algo parecido, como lo prueba que, por motivos idénticos, el mejor de ellos prescindiera de los servicios de su crítico más solvente a consecuencia de una reseña negativa de la obra de un colaborador de sus páginas- pero, por ello mismo, no se puede a estas alturas fingir inocencia de vestal y rasgarse las vestiduras cuando el conflicto con intereses "superiores" no afecta a otros, sino a uno mismo.

Sería conveniente releer a Cernuda y sus lúcidas reflexiones expuestas en diferentes ensayos para comprender que "en España, las reputaciones literarias han de formarse entre gente que, desde hace siglos, no tiene sensibilidad ni juicio, donde no hay espíritu crítico ni crítica y donde, por tanto, la reputación de un escritor no descansa sobre una valoración objetiva de su obra". O la advertencia elemental de que la crítica "no consiste en administrar un compuesto de azúcar, melaza, sacarina y jarabe a aquellos escritores admirados y palo tras palo a aquéllos detestados por el crítico".

Creo que esta última observación se ajusta como vitola al habano a algunas reseñas de Echevarría: yo he recibido de él, no sé si con razón, bastantes palos (aunque por fortuna no de "destrucción masiva") y recuerdo, entre otras, sus loas a un autor admirado por él en las que, como evoqué sin nombrarlo en mi artículo de hace cuatro años, acumulaba una docena de adjetivos entusiastas ("piropos" o "mimos" en el lenguaje de Cernuda) que harían sonrojar al propio Cervantes.

Los escritores podemos sacar provecho de las críticas bien fundamentadas, y a mí me han sido muy útiles al hilo del tiempo para remediar insuficiencias y paliar defectos (por ello, el cineasta Néstor Almendros solía decir con humor: "Yo nunca critico a mis enemigos porque a lo mejor aprenden"). Pero ni el incensario no justificado con análisis y argumentos ni el encarnizamiento contribuyen a la solidez de la confianza en el crítico ni ayudan a los reseñados que, como Artxaga, necesitan una luz que les oriente sobre la mejor manera de eludir el lugar común y el sentimentalismo fácil.

Mas vuelvo al panorama de la vida literaria española y a la libertad del menester de crítico. Las observaciones de Cernuda y, antes de él, las de Azaña, cayeron en saco roto. Las jerarquías universitarias heredadas del franquismo, la incorregible burocracia cultural y la convergencia del poder asfixiante de los grandes consorcios editoriales con el canibalismo tribal se conjugan con terrible eficacia para ahogar la independencia intelectual.

Se vende, se sigue vendiendo, gato muerto por liebre viva, y ello con la complicidad o resignación de los críticos, sometidos a veces a presiones difíciles de soportar. La necesaria transición cultural se hace esperar (¡ojalá el Cervantes otorgado a Sánchez Ferlosio sea la ceja del alba de ella!) y, entre tanto, el carrusel de los "tíos vivos" da vueltas y más vueltas para mayor gloria de la Literatura Nacional y de las conmemoraciones del Quijote que nos aguardan.

En tales circunstancias, episodios como el que comentamos son producto de un sistema de difícil arreglo. El oficio crítico exige un espíritu de independencia casi heroico y, por consiguiente, poco común. Pero la justa denuncia de lo acaecido tendría mejores credenciales si el represaliado y algunos de los que con oportunismo flagrante se solidarizan con él, no se hubieran beneficiado durante años de tal situación y hubieran abierto el debate a su debido tiempo.


TRIBUNA
Vamos a menos

Juan Goytisolo

EL PAÍS - Opinión - 10-01-200
La decisión del jurado del Premio Cervantes el pasado mes de diciembre prueba de modo concluyente (por si hubiera aún necesidad de ello) la putrefacción de la vida literaria española, el triunfo del amiguismo pringoso y tribal, la existencia de fratrías, compinches y alhóndigas, la apoteosis grotesca del esperpento. Sí, Spain is different, y lo es sin remedio. Las vehementes declaraciones de amor del laureado, de un amor que, a diferencia del de Wilde y Gide, sí se atreve a decir su nombre, al secretario de Estado de Cultura ('¡Ay, mi amor, cuántas cosas te debo! Me has hecho un hombre. De verdad que estoy con vosotros. Cuenta conmigo para lo que quieras'); sus expresiones chulas e insultantes respecto a los otros candidatos, entre los que por fortuna no me hallaba yo ('ahora sí que les hemos jodido bien', '¡esto es la polla!'); sus muy rendidas gracias a quienes 'se lo han trabajado [el premio] a muerte' (su padrino, José Hierro y el crítico estrella de este periódico), resultarían inconcebibles en otro país que el nuestro. En la flamante España que va a más, la ignorancia, desfachatez y venalidad reinantes permiten galardonar no a Valente, sino a don José García Nieto, pues en razón de la ausencia casi general de criterios de valor, todo vale. En corto, la cultura ha sido sustituida por su simulacro mediático y nadie o muy pocos elevan la voz contra ese estado de cosas. La resignación y el conformismo con los poderes fácticos reinan en el campo literario como en los felices tiempos del franquismo.

Lo más extraordinario de este inefable festival de burlas y vanidades es la insistencia del galardonado en la índole 'política' de su premio y su recompensa a 'la España progresista' que él encarna. ¡El autoproclamado escritor de izquierdas, e incluso rojo, publicaba sin duda en Cuadernos de Ruedo Ibérico o Nuestras Ideas, y no en la La Gaceta Literaria! Para un memorialista de su pedigrí, la desmemoria que afecta a la vida española es una baza única. ¡Del patrocinio de don Juan Aparicio al de Luis Alberto de Cuenca, qué impecable trayectoria de izquierdas!

Mas lo ocurrido con el cervantes -empleemos la minúscula para evitar el ultraje a la memoria de nuestro primer escritor- no puede considerarse con todo un hecho aislado: se inscribe en un cuadro genérico de premios, recompensas, medallas, galardones, ditirambos y propaganda desaforada destinados a transformar en obras de arte unos partos de mediocridad escasamente áurea cuando no atentados mortales a la inteligencia y buen gusto. La distinción fundamental entre el texto literario y el producto editorial ha sido cuidadosamente borrada y, para emplear los términos acuñados por Antonio Saura, el 'hipo de la moda' se confunde con 'la moderna intensidad'. No tengo nada en contra de los buenos 'productos' que sirven de soporte material a la publicación de obras minoritarias y de mayor enjundia. Una gran editorial como Gallimard -a la que se tributó un merecido homenaje en la Feria del Libro de Guadalajara- ha sabido combinar unos y otras durante casi un siglo hasta componer un catálogo digno de admiración. Pero en España, en donde la cultura es escasa y superficial, víctima de nuestra trágica discontinuidad histórica -¿puede considerarse 'normal' un país en el que el lector no pudo acceder al disfrute de una obra como La Regenta durante más de cuarenta años?-, el empeño de algunos en sostener la obra de calidad lucha quijotescamente contra la ignorancia de los más y la demostrada incompetencia de los dómines de la cultura. Si a ello añadimos el hecho de que la educación se ha convertido en una nueva forma de calamidad pública -como señaló recientemente Juan Pablo Fusi, el nivel de conocimientos de los universitarios de hoy en las disciplinas de humanidades es tal vez inferior al de los colegios de enseñanza media de la Institución Libre de Enseñanza en tiempos de Cánovas-, obtendremos un cuadro completo de la desertificación ética y literaria de nuestra España de nuevos ricos, nuevos libres y nuevos europeos. No hay que extrañarse así de que en este clima triunfalista y deletéreo de sometimiento a lo inane, pero mediático -o por mejor decir, de mediático por lo inane-, asistamos a la reproducción clónica de premios y obras premiadas, en los que el contenido del libro viene determinado de antemano por estrategias e imperativos de su promoción. Una buena promoción suple con creces la baratija impresa y atenúa el hedor de lo manido y rancio con un buen empaquetado de regalo de Nina Ricci o Dior. Todo ello no sería posible sin la complicidad activa o pasiva de las páginas culturales de los grandes periódicos, dependientes, como nadie ignora, de intereses políticos o empresariales más o menos confesables. Cualquier crítico o escritor de escaso fuste pero de muchas campanillas puede pontificar sobre la 'retórica hueca' de Valente o perdonar la vida a Borges mientras proclama al inefable cervantes de las botas negras brillantes y pañuelo rosa o de bufanda blanca y pantalón rojo eléctrico, lo mismo da, el mejor escritor de todas las Españas. Cualquier avispado columnista de cartón piedra puede establecer, con ayuda o sin ayuda del ministerio, su canon literario y forjarse de ese modo, a costa de omisiones mezquinas y flagrantes desafueros, una pequeña celebridad. Los amores y desamores de los pretendientes a Bloom mas de integridad condigna de un cabecilla de taifa, reflejan fielmente lo que escribió Cernuda -a quien no se lee y se cita con desparpajo- en uno de sus ensayos: 'Lo lamento, pero la crítica no consiste como creen ahí, en administrar un compuesto de azúcar, melaza, sacarina y jarabe a aquellos escritores admirados y palo tras palo a aquellos detestados por el crítico, sino otra cosa'. Para desdicha nuestra, esta 'otra cosa' sigue brillando por su ausencia. Recuerdo la reseña de una novela de difícil repercusión fuera de España en la que el crítico prodigó 16 adjetivos de elogio (cinco de ellos terminados en ante). El mismo crítico se despachó a gusto con otra -ésta sí traducida posteriormente a varias lenguas no obstante su índole minoritaria- con un número apenas inferior de frases o términos demoledores y despectivos.

Pero en un caldo de cultivo como el de nuestra villa y corte, en el que la tontería y falsedades de las que habla Cernuda pasan por valores contantes y sonantes, nada significa ya nada. Igual da Gala que martingala y Verdi que Monteverdi ('basta quitarle el Monte', como dijo un musicólogo de tertulia). Los opiniónomos y sabios disciernen títulos de gloria o de infamia sin tomarse la molestia de leer a quienes trituran o ensalzan. (Hace años incurrí en la ingenuidad de presentarme a una plática radiofónica sobre la novela que acababa de publicar. Al llegar con unos minutos de antelación al estudio sorprendí a los contertulios mientras leían apresuradamente la contracubierta del libro para saber de qué iba. Los ejemplares a su disposición lucían una virginidad ajena a todo manoseo zafio. A pesar de ello, al empezar la charla, tres de ellos alabaron la obra y uno la criticó con dureza. Pero se trataba de una iluminación directa del Espíritu Santo, ya que ninguno la había leído).

Es una desdicha que el Paráclito no alumbre casi nunca las mentes de nuestros reesponsables culturales. Sus intervenciones salvíficas son más bien raras. ¡Ojalá tuviésemos con nosotros a este camarero de un restaurante popular de Monterrey que me habló de unas semanas de Disciplina Clericalis y de don Sem Tob! De depender de mí, le habría nombrado inmediatamente ministro de Educación.

La amenaza más grave que hoy pesa sobre el escritor y el futuro mismo de la literatura es su rendición sin combate a los halagos del poder mediático y a las crudas leyes de la compraventa: el tanto vendes tanto vales que levanta hasta los cuernos de la luna a los fabricantes de best- sellers y margina a quienes escriben sin anhelo de recompensa y permanecen fieles a la ética del lenguaje. Como escribía en su bello discurso de recepción del Nobel el novelista chino Gao Xingjian, 'si el juicio estético del escritor debiera seguir las tendencias del mercado, ello equivaldría al suicidio de la literatura'.

Para no suicidarse, el escritor tiene que aceptar en efecto la soledad creadora, mucho menos dramática por fortuna que la de quienes, como Osip Mandelstam o Bulgakov, no pudieron ver impresa su obra o perecieron a causa de su exigencia moral y estética insobornable. Evocar el destino de éstos o de algunos grandes creadores de nuestra lengua (de los que tan poco sabemos) resultaría una ayuda preciosa en el momento de afrontar la alternativa. No pienso aquí en las plumas serviles o zafias que existen tan sólo a la sombra del poder o gracias a su continua presencia mediática sino en aquellas que, dotadas de la sensibilidad innata del escritor capaz de plasmar su visión del mundo, sacrifican su precioso don al afán barato de hacer carrera.

Una prensa atenta a la educación ciudadana debería cuidar de la defensa de los valores literarios y artísticos más allá de las modas y combinaciones mercantiles. Dicha labor no es cómoda en un medio habituado a la confección y venta de productos de asimilación instantánea conforme a las normas de las sociedades configuradas por el mercado global (productos consumidos a su vez por éstas con la misma facilidad y rapidez que las hamburguesas zampadas, digeridas y evacuadas de sus hamburgueserías). Pero los críticos que aceptan sin pestañear dicho orden de cosas y ensalzan regularmente las obras plastificadas y fabricadas en serie deberían comparecer ante un tribunal de deontología. Que los órganos de prensa venales o al servicio del poder -para el que la cultura es sólo un motivo de decoración o alarde vano- participen en tal almoneda no puede sorprender a nadie. En otros casos dicha conducta resulta más difícil de encajar.

EL PAÍS es 'algo más que un periódico'. Es también, como sabemos, la matriz o pieza clave de un poderoso grupo empresarial con ramificaciones en el ámbito editorial y en diversos medios de comunicación de España e Iberoamérica. Su credibilidad informativa le ha permitido conquistar de buena ley una audiencia internacional y alzarse al nivel de los cuatro o cinco mejores periódicos del mundo. Merced a ello podemos disfrutar de la lectura de algunas de las mejores plumas españolas y extranjeras tocante a los problemas y realidades acuciantes con las que debemos lidiar. En mis viajes a diversas zonas conflictivas a lo largo de la última década he podido comprobar igualmente la excepcional seriedad y competencia de sus corresponsales en los Balcanes, Rusia, Oriente Próximo y el Magreb. Pero advierto con creciente inquietud -y esto es la otra cara de la moneda, visible no obstante, a todo observador sin anteojeras- la incidencia de una serie de presiones internas y externas, ligadas a su dimensión empresarial y a la imbricación que conlleva, que ponen a dura prueba en una de sus secciones sus designios de imparcialidad.

Si al cabo de los años leo siempre con el mismo incentivo las páginas de Opinión y las informaciones y crónicas internacionales (las de España me interesan menos con excepción de las que tocan al País Vasco, el racismo y la inmigración), en el campo cultural verifico a menudo la fuerza de estas presiones y la existencia de un lo nuestro y lo ajeno de un nosotros y ellos que justifican un muy diferente trato a autores y obras según pertenezcan o no al grupo multimedia o, lo que es peor, sean amigos o no de quienes a la sombra pinchan y cortan.

No descubro el Mediterráneo si señalo que algunas informaciones sobre el número de premios acumulados y ejemplares vendidos de un autor de la casa, reiterados con machaconería, corresponden más bien a las funciones de un buen agente literario que a las de un periódico serio cuya fiabilidad nadie debería poner en duda. Tampoco descubro el Atlántico si apunto al hecho de que el nombre de ciertos autores es escamoteado por causas que los interesados ignoran y que ese ninguneo llega a tales extremos que se puede informar sobre la presentación de un libro y omitir el nombre del presentador (esto acaeció la pasada primavera con la del bello poemario póstumo de Carlos Fuentes Lemus; su presentador, Julián Ríos, desapareció de la reseña del acto). Se me dirá que esto puede ocurrir en todos los diarios. Mas la índole sistemática de las promociones y ninguneos no debería sobrepasar ciertos límites so pena de afectar la confianza que deposita en ellos el lector.

Algunas omisiones, por minúsculas que sean, pueden acarrear consecuencias dañinas y citaré un ejemplo que me atañe. Cuando el imam Jomeini decretó su célebre fatwua contra Salman Rushdie, recibí en Marraquech una llamada telefónica de Londres para solicitar mi firma en una carta cuyo texto fue publicado el día siguiente en The Times. Por más señas, fui el único firmante español y el único que suscribió la protesta contra el desafuero en un país musulmán. Poco después, la misma carta, con sus signatarios, apareció en este periódico. Sólo faltaba mi firma: detalle insignificante y al que no presté mayor atención. Pero he aquí que al cabo de unos años un colega me reprochó, de buena fe sin duda, haber negado mi apoyo moral al escritor perseguido. Entonces comprobé, con retraso, las secuelas de ciertas omisiones para mí tan misteriosas como las que existían en tiempos de la censura franquista, y lamenté no haber indicado públicamente el escamoteo de mi nombre en la lista reproducida en EL PAÍS en forma de comunicado o anuncio.

Más allá de estas anécdotas de escaso interés para el lector, percibo en las páginas de Cultura los corolarios de una endogamia que, por acentuarse de año en año, corre el riesgo de convertirse en autismo. La existencia de unos intelectuales orgánicos, no ya al servicio de un partido político o grupo social, sino de la empresa, tiene a la corta o a la larga efectos negativos si no se toma conciencia de ello y no se adoptan medidas para circunscribir el mal. Todos conocemos a estos escritores (buenos o mediocres, igual da) que están siempre en la brecha, allí donde deben estar y que si critican lo divino y lo humano se guardan muy mucho de emitir el menor reparo al funcionamiento del sector cultural y a unos favoritismos de los que son los primeros beneficiarios. Tal vez eso sea inevitable y difícil de erradicar. Pero si desaparecen las voces críticas o son ahogadas por un discurso satisfecho y eufórico -como sucedía en otra escala, mucho más nociva, en las antiguas Uniones de Escritores de los países del 'socialismo real'- se corre el riesgo de hablar y aplaudir a quien habla de forma 'autorizada'; en otras palabras, de confundir la voz propia con la voz de la sociedad.

Junto a la figura del Defensor del Lector a secas, habría que crear la de un Defensor del Lector Literario, con el encargo expreso de señalar los usos y abusos de nuestro peculiar Parnaso con la ironía de un Larra o un Clarín; el elogio en el que no cree ni el que lo da ni el que lo lee ni a veces, si conserva una pizca de lucidez, el que lo recibe; los compadreos, aborrecimientos y exclusiones ajenos a toda ética y sentido común; la censura comercial mucho más solapada y mortífera que la antigua censura religiosa, ideológica o política. Hoy, como hace cuarenta años, lo que entiendo por crítica literaria -extraño quizás a la mentalidad española,según creía Cernuda- se refugia de ordinario en unas pocas revistas independientes de toda subvención estatal y autonómica, como es el caso heroico de Quimera o Archipiélago, o recurre al libelo provocador pero saludable del samizdat. Quién sabe si los foros espontáneos de internautas serán en el futuro la única alternativa viable a la tiranía de la trivialidad.

Las cosas no han cambiado mucho desde el día en el que el último cervantes llegó al café Gijón. En mi novela Don Julián -prohibida por los servicios del entonces padrino de aquél-, hablaba de 'esas estatuas todavía sin pedestal, pero ya con la mímica y el desplante taurómacos' de los escaladores del 'laurífico escalafón, que vierten a raudales su simpático don de gentes: si me citas te cito, si me alabas te alabo, si me lees te leo: ¡original y castizo sistema crítico fundado en la tribal, primitiva economía de trueque! ¡Poetas, narradores, dramaturgos, al acecho de planetario premio, de alcaponesca beca!: trenzándose, entretanto, unos a otros, floridas guirnaldas, prodigándose henchidos elogios, redactando sonoros panegíricos: fuera de tono, inauténticos siempre excepto cuando airada, recíprocamente se combaten', etcétera.

Cualquier parecido con el Parnaso de hoy sería desde luego simple coincidencia. En este campo, si tenemos en cuenta los estragos de la seudocultura mediática y la ignorancia general de nuestro pasado, incluso el más próximo, no cabe sino concluir que vamos a menos.