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REPORTERO DE GUERRA: El Premio Pulitzer y la excelencia en Periodismo (XXVII)

Un símbolo de que los simples mortales aplauden tu labor y se necesitan como una especie de absolución

REPORTERO DE GUERRA: El Premio Pulitzer y la excelencia en Periodismo (XXVII)
Joseph Pulitzer y el premio a la excelencia en Periodismo. PD

A diferencia de lo que logró Januarius Aloysius MacGahan en Bulgaria y desgraciadamente para esas mujeres de las que hablaba Borislav Herak y para miles de civiles inocentes, los artículos de Roy Gutman, los que escribió John Burns para el New York Times o las miles de notas que envió Kurt Schork a través del teléfono por satélite de la Agencia Reuters no cambiaron apenas el curso de la historia en la antigua Yugoslavia.

Afortunadamente para el periodismo, si permitieron, al menos, que dos grandes profesionales como son Gutman y Burns ganaran sendos premios Pulitzer por su trabajo en los Balcanes.

Todo reportero de guerra que se precie parece obligado a menospreciar los galardones, aunque en el fondo del corazón, como les ocurre a los militares sobre los que escribimos, todos anhelemos fervientemente una condecoración.

Cuando a uno no se los dan y cree sinceramente que la merece, como me ocurrió cuando retorné de Bagdad tras la guerra del Golfo, se disimula la frustración con bromas como que «para ser reina de las fiestas lo único que se requiere es un pariente concejal», pero eso es una burda maniobra de distracción.

Los premios periodísticos son un símbolo de que los simples mortales aplauden tu esforzada labor y se necesitan como una especie de absolución. En ese sentido y a pesar de ser una recompensa puramente norteamericana, el Premio Pulitzer es considerado por toda la profesión como el indulto por antonomasia.

Paradójicamente, el creador del galardón no era norteamericano. Joseph Pulitzer nació en Hungría en 1847, emigró muy joven a Estados Unidos, participó en la Guerra de Secesión, empezó a trabajar como reportero y con sus primeros ahorros adquirió un diminuto diario de San Luis llamado St. Louis Post Dispatch.

Cuando hizo dinero se mudó a Nueva York, donde compró el New York World, organizó una suscripción popular para trasladar la Estatua de la Libertad de Francia a Estados Unidos y se hizo construir su propio rascacielos en Park Avenue.

Basaba gran parte de su éxito en no eludir problema alguno. Prueba de su talante son las palabras que publicó en la primera página del World al día siguiente de hacerse con la propiedad del rotativo:

«En esta gran y creciente ciudad hay espacio para un diario dispuesto a poner al descubierto todos los fraudes y falsedades, un periódico decidido a luchar sinceramente contra los abusos y males públicos en favor de la ciudadanía.»

Anclado en este credo, el abrasivo Pulitzer se convirtió en una de las personalidades dominantes del periodismo norteamericano y sentó las bases para que su apellido haya quedado unido para siempre a la excelencia profesional.

Joseph Pulitzer.

Aunque a diferencia de Pulitzer, su nombre no apadrina premio alguno y no influyó en la historia de su tiempo como hizo MacGahan, el escocés Archibald Forbes también emergió de la guerra ruso-turca con honores.

Fue el primero, por ejemplo, que informó al mundo sobre la decisiva victoria rusa en el Paso de Shipka, que marcó el camino para la independencia de Bulgaria e hirió de muerte al Imperio Otomano.

Fue en agosto de 1877 y el momento crucial llegó cuando un grupo de 5.000 voluntarios búlgaros y 2.500 baqueteados soldados rusos, rechazaron un asalto en toda regla del grueso de las tropas turcas contra la cumbre.

Búlgaros contra turcos en la batalla del Paso de Shipka.

Para adelantarse a sus competidores, tras asistir a la batalla agazapado en una trinchera, Archibald vadeó el rio Danubio, cabalgó sin descanso durante tres días y tres noches, llegó a Bucarest, ordenó que le trajeran una botella de champaña, se la bebió a morro para no desperdiciar una burbuja, convencido de que el gas le ayudaría a mantenerse despierto, y escribió de un tirón una larga crónica que apareció en la mañana a cuatro columnas en el Daily News.

El siguiente trabajo de Forbes consistió en acompañar a los británicos en sus acciones de castigo contra los zulúes, tarea en la que hizo nuevamente gala de su profesionalidad y finas dotes de observación.

Una vez concluido el periplo sudafricano, Forbes se retiró a Londres, donde permaneció inactivo hasta su muerte en 1900. En el momento de agonizar, transido por el delirio y fiel a su propia leyenda, exclamó a grandes voces:

«¡Esos cañones! ¡Esos cañones! ¿No oye usted el estampido de los cañones?»

Se refería posiblemente a las piezas de artillería utilizadas veinte años antes para segar a miles las vidas de los guerreros nativos que habían osado, sin éxito, oponerse a la expansión imperial británica en África.

Militares británicos en Sudáfrica.

En el continente negro fue donde los militares de su majestad lograron por primera vez acotar con relativo éxito la actuación de los corresponsales de guerra.

El pionero en esas actividades fue lord Herbert Kitchener, comandante del ejército que ascendió desde Egipto hasta Sudán siguiendo la ribera del Nilo para castigar al Mahdi y sus derviches por haber dado muerte al general Gordon.

El militar hizo todo lo que pudo para dificultar la labor de los reporteros, entre los que se contaba un joven y ambicioso oficial llamado Winston Churchill.

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Autor

Alfonso Rojo

Alfonso Rojo, director de Periodista Digital, abogado y periodista, trabajó como corresponsal de guerra durante más de tres décadas.

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